Desde mi llegada
al pueblito, cada día el cielo bajaba a la tierra como si descendiera por una
escalera de peldaños azules. Esa tarde me acerqué a la costa, ocre y rocosa. En
las colinas a mis espaldas se despeñaban las casas seculares. Ante mí el mar,
glauco y prepotente, balanceaba su solidez contra los acantilados. Hacia la
izquierda estaba el puerto y los barcos de pescadores; a la derecha, lo que
parecía perderse en el infinito, terminaba en el norte de África.
No era mi lugar
en el mundo, pero lo hubiera elegido con gusto. Mi padre había nacido en la
isla y me emocionaba escuchar por las callecitas clivosas el dialecto cerrado,
del que captaba algunas de las expresiones que él habitualmente decía.
Estaba de pie
sobre un peñasco elevado y divisé una silueta menuda. Corría como un animalito temeroso que, cada tanto en su escape, voltea la cabeza para comprobar si
lo persiguen. Era una sombra diminuta que por momentos se confundía con las
rocas por las que trepaba. Un sendero, como una serpiente inmóvil, hacía más
fácil subir o bajar, pero él no lo usaba.
Cuando el niño
me descubrió, se detuvo. Leí el miedo en sus ojos moros. Le hablé en un tono
calmo, acompañando mis palabras con gestos que querían expresar confianza. Me
di cuenta, por la negación espasmódica de su cabeza, que no entendía el idioma.
Unas voces,
distorsionadas por el viento, se acercaban. El niño parecía paralizado, hice
señas para que llegara hasta mí, le indiqué el sendero. Él prefirió ascender
por las piedras. Sostenía algo indefinido en una mano, un paquete, tal vez. Con
la otra se apoyaba en los peñascos.
Las voces se
corporizaron en varios hombres con uniforme. El chico debía ser un migrante
ilegal, llegado en alguna barcaza precaria.
No sé por qué
huía. Después supe que había también un comercio oscuro con los niños.
Empecé a bajar
con lentitud, mis sandalias no eran adecuadas para ese terreno irregular.
Pude ver el color caoba de su piel, los ojos, como gotones de tinta china,
enormes de miedo. Nos miramos y percibí que mis latidos arrebatados se acompasaban
con los suyos.
Estiré los
brazos, pero los ignoró. Se fue agachando para tomar impulso y saltó. Un salto
perfecto que, como un arcoíris ominoso, unió el borde de la
escollera con el mar. Las aguas verde azul se abrieron para recibirlo. Los de
uniforme ya habían llegado y hablaban entre sí con amplias gesticulaciones.
Con cuidado me
asomé: el mar estaba liso, imperturbable. Me sentí impotente, no sé nadar. Bajé hasta donde el chico se había detenido y
vi el objeto que sostenía. Era un trozo de madera tallado rústicamente con
forma de pájaro. En una de las alas tenía grabada una inscripción.
En el hotel la
tradujeron: libertad.
© Mirella S.
— 2020 —
¡Hola
amigos! No me gusta irme sin agradecer el haberlos conocido, por el afecto y la compañía que me brindaron a lo largo de casi ocho años.
Estos
últimos meses fueron (y son) muy duros y tengo un alto grado de estrés que no
consigo disminuir. En el estado de hermitaña en el que me encuentro pude tomar
conciencia de que el ciclo del blog y de la escritura llegó a su término.
Siento que ya no tengo más nada que contar, que la pasión por la palabra se ha disipado
y no sé si volverá algún día. Hasta me cuesta escribir esta despedida.
Por el
momento no prometo visitarlos, lo haré cuando sienta que no es por compromiso
sino por ganas.
Para
todos los que pasaron por el nido les envío los mejores augurios, un
gracias enorme y fuertes abrazos.
Como cierre les dejo una puesta del sol desde mi balcón.