martes, 26 de septiembre de 2017

8. La casa del limonero





El pasillo lateral, largo y descubierto, desembocaba en el jardín del fondo. Lo primero que se veía era el limonero, alto, frondoso, con sus frutos como soles cuando estaban maduros o semejantes a pequeñas lunas marinas apenas despuntaban, confundidas con las hojas.

En esa casa crecí y di los primeros pasos, siempre buscando ese jardín impecable por la dedicación que le prodigaba mi padre mientras vivió mamá. La hierba era como una piel tierna que cubría la tierra; los junquillos bordeaban el caminito central de cemento; los geranios y las hortensias revestían con sus colores la descascarada pared medianera, la que un día había saltado Mimosa, la gata gris y blanca, mi compañera de infancia, para quedarse con nosotros.

Si me sucedía algo triste, desconcertante o alegre, tomaba un pequeño banquito de madera y me sentaba a los pies del limonero, siempre lleno de conversaciones de pájaros y del fru fru sedoso del viento. A los pocos minutos se acercaba la gata y, con sus leves maullidos, se unía al coro. Eran momentos especiales, allí declaraba mis sueños, mis temores.

La casa era vieja, irregular, porque a medida que se agrandaba la familia, construían un cuarto. El mío fue el último y le quitó una porción al fondo. Desde mi ventana tenía la mejor vista del limonero.

De tanto en tanto Bruno o Elio le daban un lavado de cara a sus paredes rugosas con algún color poco convencional. Recuerdo aquella vez que pintaron el comedor en un tono bordó, o vino como le decía Elio, que hizo al ambiente más oscuro y tosco.

Bruno, el día que encontraron a papá muerto, sin consultarme y con el cuerpo de nuestro padre todavía en la habitación vecina, me informó que había decidido venderla. Yo iba poco a la casa, la última vez fue para Navidad y ya estábamos en setiembre, apenas a unos días de que mi viejo hubiera cumplido los sesenta y ocho años.

No me resignaba a que personas extrañas circularan por los ambientes o recorrieran el jardín con sus historias a cuestas, desvaneciendo la mía. Que se apagaran definitivamente los últimos ronroneos de la gata, que eligió morir en mis brazos unas semanas antes de que me fuera para casarme con César. Como si no quisiera quedarse sola sin mis caricias.

La decisión de Bruno no fue el único final de ese día. Cuando no estaba enojado su tono de voz solía ser neutro, igual al de un locutor que está leyendo las noticias.

—Hace tiempo recibí una oferta suculenta por la casa y que no acepté por el viejo. Hay una empresa interesada en comprarla, no por la edificación que está descuidada, sino por el terreno. Demolerán todo para construir oficinas.

Me miró sin verme, como si fuera transparente o le estuviese hablando a un fantasma del pasado. Agregó:

—Ahora que te separaste esta plata te va a venir genial para un nuevo comienzo.




Sinopsis

Piera (1970): rememora y reflexiona sobre momentos claves de su historia. Es maestra de arte y artista plástica. También decide recurrir a la escritura para profundizar más su viaje al pasado.
Luciana, su madre, una mujer de carácter fuerte, en la casa todo giraba alrededor de ella. Muere cuando Piera tiene diez años. Renzo, su padre, al poco tiempo de enviudar se casa con la Segunda para que cuide a Piera. Es profesor de francés, italiano y latín. Cae en depresión con la muerte de Luciana. Elio, es el hermano dieciocho años mayor, muy querido por Piera. Es periodista. Estuvo poco en la casa, durante la dictadura militar tuvo que exiliarse. Bruno es el segundo hermano, con el que Piera se lleva mal y lo considera el culpable de que Elio tenga que abandonar para siempre la casa paterna. Ella desconoce el motivo de la pelea entre los hermanos. Es agente financiero y su única preocupación parece ser el dinero. 
César es abogado, Piera se casa con él a los veintiún años y se separa cinco años después. Es César quien le da indicios sobre el secreto familiar. Piera visita a Micaela (que fue novia de Bruno) y ella le confirma la sospecha de César: con Elio fueron amantes.
Al poco tiempo de separarse de César, muere repentinamente el padre de Piera.



 ©  Mirella S.   — 2017 —





martes, 19 de septiembre de 2017

7. Principios y finales

Foto: Anna O



Cuántos finales iniciaron principios y viceversa. Cuánto aprendió de ellos, incluso de los aparentemente menos significativos. Fueron tantos que no podría contabilizarlos.

La vida es cíclica, cada una de sus etapas encierra una deconstrucción para fundar un orden nuevo, que no siempre es mejor o más cómodo. El tiempo dirá si las decisiones tomadas resultaron correctas.

Al separarse de César no quiso aceptar la parte de sus bienes, ella no había hecho ningún aporte. Quería empezar de cero, valiéndose por sí misma, con sus  clases de arte en el Instituto y con la intención de abrir su propio taller de pintura y escultura.

Él era realista y fue generoso. La llamó a la pensión donde se había alojado y le pidió que tomara el monoambiente del barrio de Almagro. Con su sueldo de docente nunca podría irse de ese lugar, los pasillos infectados con olor a sopa y orina de gato, y menos llevar a cabo su proyecto.

La otra opción habría sido volver a la casa del viejo, con la frente marchita, como dice el tango, sumergirse nuevamente en el clima opresivo que le provocaban sus tres habitantes, una alternativa que consideraba el peor de los retrocesos.

Cuando se mudó al departamentito de Almagro, rescató sus sueños adolescentes de libertad. Esperaba un inicio digno, con su estilo sin artificios, asentado en lo esencial.

La expansión alegre de desbrozar malezas para encontrar su camino duró unas semanas. Ese principio se quebró por un final abrupto: la muerte de su padre. 

Se lo comunicó la Segunda, en un breve llamado telefónico.

—Lo fui a despertar para llevarle el café… no me contestó, lo toqué y estaba tan frío.

Recordó que su padre y la Segunda ya no compartían el mismo cuarto, ella había trasladado sus cosas al de Piera, pero mantuvieron el ritual del café matutino en la cama.

Morir durante el sueño, dejar furtivamente un mundo del que se había retirado con la muerte de la esposa. De Renzo apenas había quedado un pellejo seco y silencioso que se arrastraba a lo largo de los días sostenido por rutinas y recuerdos.

Piera no sintió un gran dolor ante la noticia, solo una pena extenuada, que se parapetaba en las comisuras de los ojos, bebiéndole las lágrimas.

Corrió hasta la casa antes de que se lo llevaran. Hacía casi un año que no lo visitaba y al verlo, le pareció aún más viejo y consumido, como si una voracidad interna le hubiera devorado la carne. No le pudo dar un beso, no lo había hecho en vida y ahora carecía de sentido besar un cadáver. Apoyó una mano sobre las del padre unidas sobre el pecho, cerró los ojos y le dijo addio, babbo*, como le habían enseñado a llamarlo. 

La Segunda daba vueltas y vueltas alrededor de la cama donde yacía Renzo, la cara contraída igual que un ancho melón que empieza a marchitarse. Oyó la voz de Bruno que hablaba por teléfono en la que había sido la habitación de Elio, convertida en escritorio. Cuando entró se masajeaba los párpados y ella, en un impulso genuino, lo abrazó. Bruno le puso una mano en el hombro para alejarla.

—Una buena muerte, sin darse cuenta, sin dolor. Ahora hay que ocuparse de los trámites.

Sus ojos, negrísimos como los de Renzo, parecían agrisados por una niebla. Sabía que Bruno y su padre tenían una conexión profunda y extraña, un entendimiento sin palabras. Comprendió que nunca le diría que descubrió el secreto ni que había visto a Micaela. Él la ignoraba, seguía tratándola como a esa mocosa metida e impertinente pegada a los talones de Elio.

Bruno se inclinó para abrir uno de los cajones y sacó una carpeta gruesa. En el frente, con letras de imprenta en tinta negra, leyó: Escritura y Testamento.

—Voy a vender la casa en seguida, no hay que hacer sucesión, babbo ya la había puesto a nuestro nombre.



*Babbo: modo familiar de decir papá en algunas regiones de Italia.



Sinopsis
Piera (1970): rememora y reflexiona sobre momentos claves de su historia. Es maestra de arte y artista plástica. También decide recurrir a la escritura para profundizar más su viaje al pasado.
Luciana (1932-1980): su madre, mujer de carácter fuerte, en la casa todo giraba alrededor de ella. Muere cuando Piera tiene diez años.
Renzo (1928-1996): su padre, al poco tiempo de enviudar se casa con la Segunda. Es profesor de francés, italiano y latín. Cae en depresión con la muerte de Luciana.
Elio (1952): el hermano dieciocho años mayor, muy querido por Piera. Es periodista. Estuvo poco en la casa, durante la dictadura militar tuvo que exiliarse.
Bruno (1954): el segundo hermano, con el que se lleva mal y Piera lo considera el culpable de que Elio tenga que abandonar para siempre la casa paterna. Ella desconoce el motivo de la pelea entre los hermanos. Es agente financiero. 
César (1962): abogado, Piera se casa con él a los veintiún años y se separa cinco años después. Es César quien le da indicios sobre el secreto familiar. 
Micaela (novia de Bruno) y Elio eran amantes. Piera la visita y, agresivamente, le confirma la sospecha de César.


©  Mirella S.   — 2017 —




martes, 12 de septiembre de 2017

6. Finales y principios



Tardó en contarle a César la visita a la casa de Micaela. No estaba de ánimo para su usual gesto satisfecho que significaba: viste, tenía razón. Sin embargo, en esa oportunidad, él escuchó el relato con interés, sin interrupciones y cuando terminó le tomó la mano y dijo:

—Lástima que no me avisaste, te hubiera llevado en el auto. El regreso en compañía no habría sido tan duro —hizo una pausa y preguntó—: ¿Qué vas a hacer con Bruno ahora que sabés la verdad?

—No sé, todavía lo estoy procesando. A él no creo que le importe mucho mi opinión.

Agradeció la actitud de César. Por encima de sus aires de sabelotodo que la inhibían y fastidiaban, era un buen tipo. Tenían una convivencia formal, plagada de objetos de valor, comodidades y apariencias que excedían el gusto sencillo de Piera.

Así como a los quince años se preguntó qué había visto Mica en Bruno, ahora, en esta rememoración, se pregunta qué le atrajo de César. Probablemente la deslumbró su savoir faire, el hecho de que se hubiera fijado en ella y la eligiera alguien con tanto futuro.

En los cinco años de matrimonio aprendió a cuidar su aspecto, a ser más comunicativa. Pero no lo suficiente, había defraudado a César, que en su rol de Pigmalión, esperaba transformarla de simple margarita en una orquídea de lujo. Necesitaba a una mujer fulgurante que lo acompañara en el ascenso laboral, que destacara en los eventos organizados por el estudio jurídico prestigioso del que anhelaba ser socio antes de los treinta y cinco.

Lo logró por su capacidad y obstinación y sin la presencia de ella, a quien no le interesaba salir de su condición de flor silvestre que, trabajosamente, se asomaba por entre los hierbajos de una realidad en la que no sabía desenvolverse.

César, además de ofrecerle confort material, la inició en la exploración de su cuerpo, del placer que podía proporcionar y proporcionarse en la unión con otro cuerpo. La pericia de sus manos y sus labios le extrajeron de cada poro espasmos de deleite, despabilándola de su timidez.

En los primeros tiempos Piera pensó que eso era el amor y que buscaba algo más que no existía. Para ese hueco, esa carencia inexplicable, tenía una imagen que la rondaba a menudo. Visualizaba el cuidado y bello jardín de su casa natal, pero al que le faltaba el cobijo del limonero tan querido.

¿Y César, la había amado? Seguramente, a su manera, donde lo externo prevalecía por encima de la interioridad. No se conocieron, no traspasaron el límite de la piel, solo habían compartido cenas, fiestas, viajes y los entretelones de su carrera promisoria.

Quizás el amor sea una suma  de misterios, de pliegues y dobleces entre la carne y el alma, un entrar y salir por puertas giratorias, desnudos y encorvados por el peso de dioses y demonios, personales y ajenos.


Meses más tarde, cuando ella le dijo que se iba, leyó la decepción en la hondura de su mirada. Pensó que, probablemente, por la pérdida de esos años en alguien que no valía la pena o por no haber sido él quien tomara la iniciativa. No debía ser fácil para uno como César que lo dejaran.

Desde la nueva óptica que le ha dado la experiencia, Piera no está tan segura de que haya sido así, en aquel entonces vivía a la defensiva, creyendo que el mundo menospreciaba el más insignificante de sus actos.

César no la disuadió ni intentó prolongar el matrimonio, fue cortés y recurrió a frases convencionales sobre la diversidad de intereses y afinidades. 

Cerraba la etapa de su matrimonio ¿qué habría para ella afuera? Después de vivir entre algodones, en un mundo al que no pertenecía, solo deseaba encontrar el propio, aquel que le colmara ese hueco.



Sinopsis
Piera (1970): rememora y reflexiona sobre momentos claves de su historia. Es maestra de arte y artista plástica. También decide recurrir a la escritura para profundizar más su viaje al pasado.
Luciana (1932-1980): su madre, mujer de carácter fuerte, en la casa todo giraba alrededor de ella. Muere cuando Piera tiene diez años.
Renzo (1928-1996): su padre, al poco tiempo de enviudar se casa con la Segunda. Es profesor de francés, italiano y latín. Cae en depresión con la muerte de Luciana.
Elio (1952): el hermano dieciocho años mayor, muy querido por Piera. Es periodista. Estuvo poco en la casa, durante la dictadura militar tuvo que exiliarse.
Bruno (1954): el segundo hermano, con el que se lleva mal y Piera lo considera el culpable de que Elio tenga que abandonar para siempre la casa paterna. Ella desconoce el motivo de la pelea entre los hermanos. Es agente financiero. 
César (1962): abogado, Piera se casa con él a los veintiún años y se separa cinco años después. Es César quien le da indicios sobre el secreto familiar. 
Micaela (novia de Bruno) y Elio eran amantes. Piera la visita y, agresivamente, le confirma la sospecha de César.


©  Mirella S.   — 2017 —



martes, 5 de septiembre de 2017

5. Pintando palabras



Aquí estoy, empuñando un lápiz igual que si fuera una espada, ante un cuaderno que me desafía con sus páginas blancas. No quiero escribir con un bolígrafo, detesto las tachaduras, por eso, en este reto, me acompaña una goma nueva y un sacapuntas reluciente.

Hay emociones que no consigo pintar y busco otro recurso para hablarme de Elio, para desenterrar el secreto. Puedo pintar su figura, las facciones, las que conozco de cuando todavía no había cumplido los treinta y cuatro años. Era alto, flaco, el pelo siempre revuelto, los ojos claros como los de nuestra madre, aunque con un matiz glauco y sin su severidad. Sí, me sería fácil pintar el agua nítida de su mirada, como si en ella se reflejara el follaje de mi amado limonero, el de la casa vieja donde nací y viví veinte años.

El embrión de idea que pugna por salir y derramarse en mi caligrafía alargada es una mixtura de palabras e imágenes que mi mente dibuja con fatiga. Es arduo seguir y me hundo en este cuadro hecho de letras.

Quiero hablarme de cuando fui a ver a Micaela, después que César me planteara su teoría y antes de tomar la decisión de cerrar esa puerta de mi historia y esconder la llave. Fui, más que nada, para refutar la hipótesis de César.

Micaela nos visitaba con frecuencia en la casa del limonero. Me trataba con un afecto distante, tal vez porque era unos once, doce años mayor que yo. Me costaba entender que le gustara Bruno, tan seco y poco demostrativo. Vino para mi fiestita de los quince de la que no recuerdo demasiado, estaba pendiente de Juan, quería que fuese él quien me diera el primer beso, pero no ocurrió esa noche. Sé que en algún momento Bruno se tuvo que ir y Mica, como la llamaban, se quedó charlando con Elio.

César, con los contactos del estudio jurídico donde trabajaba, me ayudó a encontrar su dirección al cabo de todos esos años sin saber de ella. Vivía en un barrio apartado, en una casa antigua, modesta, con rejas en las ventanas que daban a la calle. 

Era un sábado de otoño por la tarde, el escaso follaje de los árboles formaba un caligrama parduzco, indescifrable. Toqué el timbre y Mica abrió la puerta. No me reconoció en seguida. Mis manos  transpiraban a pesar del aire fresco. Con voz no muy segura le dije “hola, Mica, tanto tiempo…”

La cara, que había envejecido más que su edad, se craqueló, como una pieza de porcelana golpeada, en una red de arrugas. Con tono agrio me preguntó por qué la molestaba, no tenía derecho a… La interrumpí y con la rebeldía renacida, le contesté que sí, tenía el derecho de saber qué había pasado con Bruno y si era cierto que ella y Elio…

Escupiendo las palabras, me contestó que era cierto, se habían amado y las explicaciones las dio en su momento a quien correspondía. Me miró con la superioridad que yo creía me miraban todos y, en voz baja, me pidió que no fuera más a verla. Antes que cerrara la puerta de un golpe, escuché a sus espaldas unas risas infantiles.

En los minutos que permanecí estática observando la casa, vi una sombra detrás de una ventana y el movimiento de la cortina al descorrerse.

La escritura me cansa, no es mi dominio. En el resto de la hoja en blanco dibujo un portón antiguo, dos mujeres, una de frente, la otra de espaldas. Dos formas de dolor.




Sinopsis
Piera (1970): rememora y reflexiona sobre momentos claves de su historia. Es maestra de arte y artista plástica. También decide recurrir a la escritura para profundizar en ese viaje al pasado.
Luciana (1932-1980): su madre, mujer de carácter fuerte, en la casa todo giraba alrededor de ella. Muere cuando Piera tiene diez años.
Renzo (1928-1996): su padre, al poco tiempo de enviudar se casa con la Segunda. Es profesor de francés, italiano y latín. Cae en depresión con la muerte de Luciana.
Elio (1952): el hermano dieciocho años mayor, muy querido por Piera. Es periodista. Estuvo poco en la casa, durante la dictadura militar tuvo que exiliarse.
Bruno (1954): el segundo hermano, con el que se lleva mal y lo considera el culpable de que Elio tenga que abandonar para siempre la casa paterna. Ella desconoce el motivo de la pelea entre los hermanos. Es agente financiero.
César (1962): abogado, Piera se casa con él a los veintiún años.



©  Mirella S.   — 2017 —