lunes, 29 de septiembre de 2014

Confirmación


Texto basado en un hikikomori* porteño...


Acabo de recibir tu mail.
Me cuesta creer que alguien pueda usar todavía el correo electrónico, una forma de comunicarse del siglo pasado. Dejé de revisar si tenía mensajes, además puse un filtro que manda los correos de todos mis conocidos a la carpeta de Spam. Recurso inútil: nadie me escribe.
Vine a mirar por pura casualidad o fue una especie de alerta o intuición, llamalo como quieras, Samanta. Hasta me costó recordar la contraseña, eso te dará una idea de cuánto hace que no abro el correo.
No sé por qué me acuerdo de la peli de Meg Ryan, You’ve got mail, que la pasaban a cada rato en el canal que miran los dinosaurios y le gustaba tanto a mi vieja. Yo no tengo ninguna ansiedad ni espero nada, pero el tuyo me da un poco de asombro y curiosidad, emociones de las que había olvidado la sensación.
El asunto dice Confirmar; el interés ambiguo que me despierta le gana a la apatía y al aburrimiento con los que convivo. Decido echarle una ojeada antes de borrarlo.
Lo enviaste vos, una tal Samanta —a quien no conozco— y se me manifiesta el impulso de contestar. Lo firmás despidiéndote con un beso. La efusividad del mensaje me descoloca ¿un tipo responde los mensajes mandando un beso o es cosa de gays?
El correo es muy breve, sólo pide la confirmación de haberlo recibido. Quedo en blanco.
Voy hasta la heladera, que la vieja por fin instaló en mi cuarto, y husmeo la crisis existencial que emana de los estantes pelados: una pera con manchas marrones y fofa al tacto, unas salchichas de viena cubiertas por un verdor sospechoso, medio limón ya exprimido. Pronto vendrá a recargarla, aunque preferiría que dejase las cosas en el pasillo, junto a la puerta. Saco la última lata de cerveza, mientras la bebo pienso qué te respondo.
Escribo decenas de borradores, cuando la respuesta es bien simple. Inclusive puedo obviarla, le doy responder al remitente y asunto concluido. Pero algo se apodera de mí, como si la vida volviese a circular en todo mi sistema y la sangre se entibiara nuevamente, con un cosquilleo amable bajo la piel.
Las horas entumecidas por la pereza se descontracturan, el reloj avanza tan veloz que me preocupa la lentitud de la respuesta que no surge.
Hago sonar los nudillos y masajeo mis dedos. Vos, una desconocida, pide una confirmación de algo que no sé y me manda un beso. No puedo improvisar, mis comunicaciones con el mundo exterior son tan esporádicas que cuando aparece una oportunidad no debo dejarla escapar. Tengo que expresarme a fondo, decir todo lo que callo, metido en mi aislamiento voluntario, rodeado por mis chiches electrónicos y la pila de libros que compro por Internet. 
Es necesario que encuentre las palabras adecuadas para enunciar los pensamientos que rondan por mi mente, esas falacias que son mi refugio. Aunque no le interese a nadie, es mi legado para este mundo de mierda.
Pero el anhelo se enrarece, los preceptos que son mi constitución —que a veces se amparan en bastiones y terminan rezumando un olor putrefacto, porque están ya muertos—, esas convicciones, te decía, han volado como cenizas al viento. Ahora soy un hueco en el aire. Necesito volver a construirme, diseñar nuevas ideas.
Quizás sea el momento para que se me caiga alguna lágrima desnutrida de mi ojo derecho, el único que todavía tiene la capacidad de secretar cierta humedad. Agacho la cabeza y me concentro, pero el estupor pálido que me produjo tu correo desapareció.

Te saludo, Samanta, confirmo que recibí tu mail.

Federico



©  Mirella S.   — 2014 —


Hikikomori: literalmente "apartarse, estar recluido”, es un término japonés para referirse a personas que han elegido aislarse y abandonar la vida social.
La mayoría de los hikikomori son varones entre los quince y veinticinco años, mantienen contacto con el mundo exterior solamente por la computadora, la televisión y los videojuegos en línea. Sin embargo, en casos extremos, el hikikomori puede cerrarse incluso a esto y permanecer horas y horas sin realizar actividades de interacción social. Algunos viven en medio del caos más absoluto, otros, en cambio, son obsesivos en el orden de todo lo que acumulan en su habitación
Este fenómeno comenzó en Japón, aproximadamente en el 2004, pero se ha ido extendiendo a otros países.


Por si les interesa, este videito ilustra muy bien cómo viven



lunes, 22 de septiembre de 2014

Como un barco de papel


Foto de Mirella S.



El  San Giorgio no era un barco como el Andrea Doria que pertenecía a una línea de lujo y que, como el Titanic, tuvo una vida efímera y se hundió en el Atlántico septentrional. El San Giorgio era viejo y destartalado. 
Loredana, al investigar sus orígenes, descubre en su historial que antes tenía otro nombre y se había destacado en la etapa en que sirvió como buque hospital de la armada italiana durante la Segunda Guerra, época en que fue bombardeado. Lo acondicionaron y a principios de los años ’50, fue destinado a una ruta hacia Sudamérica. 
Era un barco pobre y para los pobres que emigraban a otro hemisferio, escapando de un futuro de miseria, en la persecución de esperanzas a las que aferrarse.
Loredana tenía cinco años cuando zarparon del puerto de Génova. De la uniformidad de la travesía de casi un mes, ella recoge apenas unas hilachas que su memoria le robó al olvido. Flashes que con el tiempo pudieron desvirtuarse —quién sabe, ya no están los padres para confirmarlos y sus hermanos mayores vivieron en ese viaje otra realidad—. Sin embargo, lo que persistió en ella de esos recuerdos fragmentarios, fue un sentimiento genuino, sutil como el perfume de un ramito de lavanda oculto en el fondo de un cajón.
La madre había pasado buena parte del trayecto en el camarote, recostada en la litera, así le contaron, doblegada por las náuseas. Todos esos días de navegación se condensan para Loredana en las escasas imágenes de su escapada.
Como en una película borrosa en blanco y negro, que vira al amarillo igual a fotos que envejecen en álbumes, se ve con un vestidito sin mangas, con volados en los hombros (probablemente un detalle más asociado a su foto del pasaporte que a la veracidad de los hechos), correteando por largos pasillos vacíos que se ensombrecen en laberintos descendentes, conectados por escaleras de hierro.
Sin transición, como en los sueños, está en una sala grande, iluminada con avaricia por unas lámparas. Hay filas y filas de literas dobles, mucha gente, voces, risas, llantos y canciones, en una mezcla viva, palpitante. En el limitado espacio disponible se apiñan baúles, bultos, valijas.
Caras pálidas, anémicas de sol, la rodean: mujeres con ropas negras y pañuelos atados detrás de la cabeza, algunas con bebés prendidos al pecho; chiquilines panzones y descalzos la espían detrás de sus polleras y, los más atrevidos, se acercan para tocarle la abundancia de los rulos, a esa edad de un castaño casi rubio, sujetos con un moño que parece una mariposa con las alas abiertas.
La sensación que se mantiene en el recuerdo es que se encuentra bien allí, en la gran cámara de las mujeres. Después se enterará de que las familias habían sido separadas, los hombres estaban todos juntos en otro sector de la bodega. Y supo que cuando llegaron al Golfo de Santa Catarina, hubo una tormenta tan fuerte que zarandeó al barco como si fuese de papel, el agua inundó parte de la tercera clase y a muchos se les arruinaron las pertenencias.
Pero en el recorte que permanece alojado en su memoria, todo es novedad, sorpresa. También para las mujeres verla allí abajo, solita. Tampoco sabe si la frase fue dicha, ni si fueron las palabras exactas, que perduran como el eco de un estribillo: povera creatura, s’è perduta… Hay una protección salvaje, de lobas que cuidan a sus cachorros y el instinto las lleva a no abandonar al que de otra manada se ha perdido. No se marcan diferencias: la que viene de “arriba” con las que están en las tripas del barco. Forman un cerco de amparo, de telas oscuras y manos ásperas de trabajo, procurando destejer miedos.
Unas manos le han quedado particularmente grabadas. Cerca hay una bolsa grandota de arpillera, llena de frutos secos. Las manos, que ya no tienen ni cara ni cuerpo, toman algunas nueces, las aprietan entre sí con fuerza, una boca ignota sopla las cáscaras, y le ofrecen la carne cándida y sabrosa del fruto.
Si armara el recuerdo como si fuese una película podría decir que después de un fundido en negro, se vería en subjetiva la entrada del salón por la que se asoman mujeres anónimas, sin facciones, apenas unas sombras que agitan sus brazos en el saludo final. A medida que se aleja, ellas empequeñecen hasta convertirse en un manchón  fuera de foco. Y en la secuencia siguiente habría un plano de la nena del moño enorme, sujeta a otra mano, que la conduce por pasillos y escaleritas que suben y la devuelven a la comodidad del minúsculo camarote para seis en segunda clase, logro de las múltiples gestiones hechas por el padre. 
El último vestigio de la aventura es la vista del mar desde algún punto estratégico, un poco más alto que el nivel del agua. Loredana recuerda las salpicaduras saladas, como lágrimas furiosas, y los surcos de espuma que bordan arabescos en el agua verde del océano: una especie de mantilla de encaje que el barco va desplegando a su paso. Y si fuera una película, sobreimpresa en la estela ondulante, aparecería la palabra  fin.
Lo que sucedió en el barco después de esas escenas, es la parte olvidada de su historia. Lo que ella hoy necesita recrear es la tenue sensación de confianza, de libertad, la mirada inocente, donde aún no han encallado los miedos de los mandatos y las obligaciones, los prejuicios. La vida es un juego feliz, compartido con mujeres viajeras que ofrecen caricias y nueces, mientras se deslizan sobre un mar que teje para todas puntillas de espuma. 
Cuando lleguen al otro lado del mundo serán inmigrantes y cada cual cumplirá su destino, cargando con la incertidumbre de ser extranjeros, de no tener pertenencia, de empezar de nuevo. Pero eso vendrá después, todavía están en el San Giorgio, como en familia, como en la patria.


©  Mirella S.   — 2010 —