miércoles, 24 de febrero de 2016

Manchas de tinta azul


Les aviso que este cuento es de la época en que escribía relatos infantiles.
Los dibujos que lo ilustran son también míos.



En un barrio periférico de la ciudad vivía una modista llamada Jimena. Como era rápida, hábil, tenía siempre trabajo y estaba cose que te cose sin parar. A veces le dolía la espalda de tanto doblarse en la máquina de coser. Era viuda y necesitaba dinero para que su hijo fuese a la escuela.
Una de sus clientes, la mucama de una señora muy rica, la recomendó  a su empleadora —que justo estaba organizando una fiesta— quien la mandó buscar por su chofer en un lujoso auto.



Jimena, una mujer sencilla, se sintió inhibida al entrar en semejante mansión y percibió la arrogancia de su nueva cliente que, sin mirarla siquiera, le entregó un corte de seda blanca para que le confeccionara un vestido de noche en el término de dos días. 
Aceptó enseguida. Hizo cuentas: con el precio acordado cubriría ciertas deudas y le podría comprar libros y útiles a su hijo.



Trazó los moldes, cortó, hilvanó y la prueba fue a las mil maravillas. Terminó el traje la noche anterior a la entrega. Jimena lo extendió sobre la mesa para ver el efecto final. Había quedado espléndido: parecía un capullo hecho de espuma de mar y nubes. 
Estaba tan cansada que no se dio cuenta que lo había apoyado arriba del frasco de tinta de su hijo. Cuando sacó el vestido, en un amplio vuelo de palomas blancas, el frasco, mal enroscado, se volcó empapando la pollera de tinta azul.


A la pobre el mundo se le vino encima, quedó paralizada unos minutos, pero era una mujer de acción. Pensó que si lavaba el vestido de inmediato la mancha saldría. Entibió agua, le agregó unas gotas de limón y con mucho cuidado frotó la delicada tela. Con horror comprobó que lo único que había conseguido era aclarar el azul de la tinta, pero la mancha se había desparramado por toda la falda.
Con los últimos restos de esperanza, se dijo que quizás cuando se secara se notaría menos y colgó el vestido junto  la estufa. Además estaba muy arrugado ¿y si lo planchaba con vapor? Lo intentó y los resultados fueron los mismos: la mancha celeste arruinaba irremediablemente la belleza de la prenda.
Sin encontrar otra solución, imaginando el gesto agrio e  indignado de la cliente y sus consecuencias al ver el desastre, apoyó la cara sobre el vestido y comenzó a llorar. Las lágrimas bajaban por sus mejillas, incontenibles y como arroyuelos diamantinos caían en la tela. En el trocito que impregnaban, la sal de las lágrimas borraba la mancha. Cuando ya no tuvo más lágrimas para derramar, Jimena se adormeció.
Fue despertada por el canto de un gallo lejano. Miró el reloj: eran las cinco de la mañana. Dentro de unas horas tendría que llevar el vestido a la señorona. Estaba por doblarlo cuando vio con asombro  que la mancha ya no era un borrón parejo, había partes en las que aparecía la blancura prístina de la seda. Observando detenidamente esos restos de tinta, Jimena descubrió que tenían formas de mariposas, flores, pájaros.
Tal vez no estaba todo perdido. Trajo su costurero, eligió un hilo plateado y empezó a bordar. Una puntada aquí, dos más allá, completaron una rosa entreabierta. Un toquecito por acá, otro en diagonal y lo que parecía un pato se convirtió en un cisne de cuello estilizado. Gracias a la imaginación de Jimena, un grupito de salpicaduras, unidas entre sí por el hilo de plata, pasaron a ser los brotes crecientes de una rama.
El reloj dio once campanadas. Jimena dejó hilo y aguja, envolvió el vestido y marchó a la casa de la dama. Al entregarle el paquete, cerró los ojos.
— ¿Qué es esto? —preguntó la mujer con su voz altanera—. Yo no había pedido semejante trabajo. 
Desde la sala vecina aparecieron unas amigas de la dueña de casa que habían ido a visitarla y se acercaron a mirar. Lo que vieron les hizo fruncir las bocas en un ¡ooooh! incrédulo.


Resaltando en la palidez de la seda se extendía un dibujo de una delicadeza y originalidad incomparables.
La señora se acercó a Jimena que se había mantenido apartada en un rincón. Sonreía al decirle:
—Es el bordado más exquisito que vi en mi vida. Tuviste una idea genial.
A partir de entonces la gran dama y sus amigas encargaron sus ropas a Jimena, quien no daba abasto y tuvo que contratar a una ayudante. Su hijo pudo ingresar a un buen colegio, fue a la universidad y se recibió de médico con honores. 
Jimena aún conserva dentro de su costurero el frasco de tinta azul. Ya vacío, claro.


©  Mirella S.



domingo, 14 de febrero de 2016

Cronos




Habito una clepsidra despoblada de quimeras,
parto el tiempo con el filo de una lágrima
y dormito en el tálamo desnudo de los días.
El temblor de los minutos desciende sobre mí
en un vuelo de nubes antiguas como el miedo.

Se suceden lunaciones y eclipses,
solsticios, equinoccios, años bisiestos
y el reloj es un rítmico amante
que no se detiene dos veces en la misma cama,
impávido, prosigue su infinito viaje.

Cronos observa desde su cúpula sideral
sin ojos en su alma inexorable,
es un engranaje entrenado en la espera.
Soy una de sus hijas,
él me devorará saturninamente.

Aún perduro,

como una vela que se encendió a destiempo.



© Mirella S.   — Diciembre 2015 —




lunes, 8 de febrero de 2016

Apenas un esbozo




No era rubio ni de ojos azules. Sí era alto y sus manos como aspas movían el aire en ráfagas briosas.

Imprevisible, desconcertante, un verdadero príncipe para arremeter contra las convenciones románticas. A ella, con su concepto bizarro del romanticismo, le atraía precisamente por eso.

Cuando acariciaba su piel, del color de un grabado antiguo, sentía que el galope de su sangre se unía a la de él. Y al mirarlo se acercaba al borde de una incógnita.

Estar a su lado no era como acostarse a orillas de un remanso, ella tenía la sensación de vértigo que da el asomarse al hueco de un precipicio y la soledad de caminar por un territorio yermo de palabras. Pero a la soledad estaba acostumbrada, era una constante en su vida.

En las pocas palabras que le dijo, no hubo las promesas infaltables de las primeras épocas del amor, cuando el ansia se cree eterna. Ella, dentro de su propio silencio, lo agradeció.

Él reía más de lo que hablaba, con una risa galvánica. Su voz dotaba a ciertas consonantes de un ritmo sonoro, como el del granizo que cae sobre un tejado.

Llegó el otoño, que organiza el tiempo de los días sin sol. Él guardó el verano en su morral y se fue, dejándole un residuo de su alegre hosquedad. Ella lo preservó bajo su almohada, igual que un talismán de la suerte.



©  Mirella S.   — Enero 2016 —