martes, 18 de diciembre de 2018

Chocolates para la alegría




Si no hubiera llovido torrencialmente los chicos habrían podido venir a su cumple y Rocío no se hubiese empachado comiéndose ella sola todos los bombones de la caja.
Cumplía los doce y terminaba el primario. Cada tanto, miraba el reloj y después pegaba la nariz al vidrio de la ventana. La única visión eran los latigazos del agua, que la fuerza del viento deshacía en cascadas. La ciudad se inundó y sus amigos no llegaron. La caja de felpa roja era un llamado, casi un grito. Se comió hasta los de licor, solo quedaron los papelitos marrones, igual que alvéolos de un panal vacío.
A la mañana siguiente amaneció brotada.
—Sarampión —gritó la madre.
—Varicela —la corrigió el padre.
—Viruela boba —dijo la hermana mayor, despectiva como siempre. Y agregó—: por glotona.
—Un enema, ayuno y se acabaron los chocolates. Es una reacción alérgica —afirmó el médico, con la cara de un juez que dicta sentencia a cadena perpetua.
Y el chocolate fue desterrado de sus goces, pero no de los deseos. El delicioso chocolate caliente de las tardes de invierno o el submarino después de una película se habían convertido, como la magdalena de Proust, en un recuerdo de placeres pasados.
Para Rocío, paladear un trocito de chocolate, era la incorporación de una sustancia que traía sonrisas y gotas de luz que le rellenaban el corazón con agujeritos, como el tema musical de su telenovela preferida, a fines de los 90’.
Todo era tan almibarado en esa época. Después vino la pubertad, una etapa rabiosa y ácida. A los quince se rebeló o simplemente se cansó de la docilidad forzada y se despachó una tableta entera de chocolate amargo, sin leche ni almendras, apenas un ascético choco amargo. Además de brotarse se hinchó y le tuvieron que aplicar una inyección. La alegría fue tan fugaz que ni valió la pena pasar ese susto.
Hubo otras pequeñas alegrías que sirvieron para compensar desconciertos, miedos, el disparate de ser adolescente. Pero ese divertimento íntimo, la dulce fiesta que comenzaba dentro de la boca, se expandía y era absorbida por cada una de las células, le estaba vedada.

Y hoy Nicolás se presenta con un puñado de Garotos que saca de su mochila.            
—Tres para vos y dos para mí —dice—, si los querés todos, son tuyos.
Rocío niega con la cabeza y agradece con voz ahogada por las ganas y la culpa de aceptarlos. Nicolás no sabe, no se lo dijo, como si fuera un secreto vergonzoso. Tampoco le puede hacer un desprecio. Él se engulle los suyos de un bocado. Entonces, miente. Sin mirarlo, murmura:
—Los dejo para después, así cuando los saboreo es como si estuvieras conmigo. —Y se siente la protagonista más cursi de la peor novela de la tarde.
Los guarda en el morral; en el subte, entre el calor, los apretujones y codazos, Rocío piensa que los encontrará derretidos o aplastados, lo cual no tiene importancia, si no los va a comer. El paladar destila un jugo imprevisto ante la idea de lamer los restos pegados al papel de aluminio, despaciosamente, con la punta de la lengua, rosa como las patitas de las palomas. Solo eso, un lento lengüetazo; regalarle a las papilas gustativas la memoria de su sabor preferido, recuperar ese gozo minúsculo.
Durante el trayecto imagina los posibles rellenos (¿cerezas al marrasquino, crema de pistacho o mousse de limón?) y en el modo sensual en que la lengua recorrerá el cuadrado de papel hasta levantar la última partícula de chocolate, con la avidez del oso hormiguero al que no se le escapa ninguna hormiguita.
Entra a la casa, saluda distraídamente. Ya con la boca henchida de saliva corre a su cuarto, busca en el morral.
—Se fueron para el fondo, se hacen desear —dice en voz baja. Saca el paquete de las carilinas, la billetera, el porta cosméticos, el celular. Sus dedos ansiosos hurgan en las profundidades. El índice se hunde en un vacío inesperado: la costura se había abierto para dar lugar a un agujero.
Se pasa la mano por los labios como si recogiera algún rastro delator. El borde de sus pestañas se humedece. Los destellos de la alegría se apagan, igual que los chisporroteos finales de una cañita voladora.
Esa noche, envuelta en el sueño, está nadando en mares de cacao espeso. A su alrededor, igual que en un naufragio, flotan pasas de uva, avellanas, emergen peñones de un chocolate oscuro que presiente ocultan corazones de marroc o dulce de leche. Mete la cabeza debajo de la superficie con la boca abierta, muerde, mastica y traga en un deleite voluptuoso. Repentinamente descubre a Nicolás que aparece a su lado y le ofrece una ramita de chocolate blanco. 
Al despertarse el aroma tibio, con un dejo a vainilla, todavía impregna el cuarto. En sus mejillas titilan pequeñas pulsaciones. Cuando se mira en el espejo del baño ve su cara llena de puntos rosa, como las patitas de las palomas.




 ©  Mirella S.   — 2013 —




martes, 4 de diciembre de 2018

El desarraigo de los tulipanes




El cuaderno, clausurado por telarañas y polvo, cayó al piso mientras Emiliano removía el estante alto del placar del dormitorio. Lo alejó con el pie, su atención puesta en destrabar la tabla. La cabaña estaba en peores condiciones de lo que le había parecido cuando la vio por primera vez. Él se las ingeniaría en convertirla para Lola en su hogar soñado.
Era habilidoso y rápido. Lola llegaría en tres semanas. Iba a sorprenderla, sabía sus gustos: mucho color marfil. A las puertas, las contraventanas y al exterior de troncos les lavaría la cara con una buena capa de barniz. Y dignificar la madera de los pisos con una pulida a fondo.
Dos habitaciones, una cocina angosta y una esquirla de baño: es todo lo que te permite tu presupuesto, por algo se empieza, se dijo. El moño del regalo va a ser el panorama, las montañas verde azul de la precordillera y el bosque, con la luz de la tarde que se estanca en los pinos. Hasta conseguiste un laburo y pronto vendrá Lola, qué más podés desear.
La primera semana fue de rasqueteo, lijar mugre y pintura, que de tan vieja se caía como una cáscara, desnudando las piedras angulosas que revestían las paredes del comedor.
A quién se le habría ocurrido pintar esas lajas, le daban un toque rústico al interior. Pero a medida que las limpiaba vio las grietas que atravesaban las piedras. Emiliano las recorrió con los dedos y sus yemas temblaron ante el contacto, como si percibieran la vibración de algo vivo que salía de ellas.
A la noche, con la fatiga estrujándole los músculos, se metió en la bolsa de dormir. Los ojos no querían cerrarse, vueltos hacia la negrura infranqueable del cielo patagónico.

Se olvidó del cuaderno, hasta que las pajas de la escoba golpearon algo duro y Emiliano se agachó para ver: a las telarañas se le habían pegado escamas de pintura, formando un nido. Lo sacudió y asomaron unas tapas arqueadas por la humedad. Les pasó un trapo y abrió el cuaderno.
Las hojas tenían el color y la consistencia del cuero; de las rayas brotaba una letra desvanecida en el tiempo. Había algunas fechas, como si fuese un diario, pero sin el año. Lo apoyó en el cajón de manzanas que le servía de silla y lo hojeó a la hora del sándwich. Lo que leyó le resultó misterioso.
No pudo darse cuenta si lo escribía un hombre o una mujer. Seguramente una mujer, los hombres en el mundo de Emiliano no se dedican a escribir diarios, acá hay que laburar, este palabrerío no sirve para llenar la olla.
Esa tarde hizo varios recreos; permanecía junto a la ventana del oeste y miraba, sin ver, la silueta de los pinos contra un cielo violento de nubes. Después de la cena austera, recorrió varias veces los escasos cuarenta metros cuadrados de la vivienda y trató de descifrar la inquietud que lo llevaba a esa inercia. Voy a ponerme las pilas, mañana lo dedicaré a las rajaduras y si no quedan bien, no habrá más remedio que pintar. Tonos marfil, para Lola.
Por fin se acostó, acercó el sol de noche y abrió el cuaderno:

 “17 de mayo. Sigo en el intento de descubrir aquello que está en mí y digo que no soy. Que me constituye pero al que no tengo acceso, como si estuviera prohibido (¿por mí?).
Si lo logro cabe la posibilidad de que las verdades que diseñé minuciosamente se derrumben, entonces quedaré suspendida en el aire, sabiendo que en cuanto pierda concentración o abandone el control caeré en un limbo, permaneciendo en un estado como el del sueño, donde todo es permitido porque se olvida…”

Era una mujer nomás, una de esas colifatas tragalibros a quien el aire de la montaña había trastornado. Emiliano apartó el cuaderno igual que si fuera una alimaña peligrosa.
Qué embromar, a mí me importan las cosas de todos los días, no me hago preguntas que no sé contestar, soy práctico, un flaco común, sin pajaritos en la cabeza, como polenta y arroz para ofrecer a Lola lo mejor que esté a mi alcance y quiero transformar esta casucha vieja y solitaria en algo tibio. Mi única preocupación es cómo voy a pagar el préstamo. Soy lo que soy y no me interesa saber lo que no sé que soy.  No tengo tiempo.
Emiliano sintió un furor ardiente, desconocido en él, siempre tan manso. Miró el cuaderno que yacía en las sombras, no le pudo echar la culpa de su rabia.

Avanzó poco en el trabajo. La demora provenía de las fisuras: se habían agrandado y por más que les metía la mezcla, que empujaba con la punta de la cuchara para llegar hasta el fondo, el relleno parecía ser absorbido por una boca ávida y no conseguía llevarlo al nivel de la pared. Hasta que la mezcla se le acabó y las grietas siguieron expuestas. Heridas que no cicatrizaban. Las entrañas de las rajaduras están vacías, tienen hambre y yo les doy mi comida. Empezó con la pintura en el comedor. Al blanco de la lata le agregó un chorrito de ocre. Mientras lo revolvía vio que iba a quedar muy oscuro. Un asqueroso color mierda. ¡Sobre llovido, mojado! gritó con voz ronca. Pintó furiosamente tres paredes, lo voy a aclarar con la segunda mano, dijo. Abandonó antes de lo previsto y fue a sentarse en un tronco en la parte de atrás de la casa. Sostenía el cuaderno, no recordaba haberlo tomado. Leyó:

 “8 de junio. No hay verdades sino microscópicas construcciones mentales, ladrillos apilados de un muro que me preserva y le da sentido a cada acto, a cada afirmación (o negación). ¿Qué pasa si los ladrillos se desmoronan?
Tengo pánico por todo lo que pueda destruirse, pero también por lo inmutable. Habría un abismo negro que me tragaría, quedando a merced del vacío (vuelve la extorsión del vacío). Esporádicamente tiro algunos ladrillitos, los reemplazo por otros, y después del dolor que me dejó el pico o la maza al derribarlos, sobreviene esa felicidad absurda, porque me digo (y le digo al mundo): hice trizas lo que se cristalizó, me transformé, soy algo nuevo.
Otras reglas, otro orden, otras mentiras (siempre la misma estructura)...”

Emiliano, con una opresión en el diafragma, entró en la casa, miró el horror de las paredes. Si me apuro todavía lo puedo arreglar.
Sin embargo, el resto de la tarde merodeó adentro y afuera de la casa, sin tocar nada. Los bordes de los objetos por momentos se esfumaban y en otras ocasiones chocaban contra su cuerpo. La casa no me quiere, pensó, la casa pertenece a la mujer del cuaderno.
Bajó al pueblo, entró en el único locutorio y mandó un mail a Lola. “No avanzo en los arreglos, la cabaña tiene más problemas de los esperados, no sé si estará lista para la fecha que pensamos. Creo que voy a tener que trabajar en la maderera antes. No vengas por ahora. Te extraño.”
Abrió algunos de los muchos mails de Lola, con sus emoticones sonrientes y florcitas. Leyó frases sueltas, la boca apretada y el corazón frío como un molusco.
Dio una vuelta por el pueblo, hubiera querido preguntar a alguien sobre la cabaña, por la mujer que había vivido allí. Al ferretero, tal vez, un hombre viejo y conversador. Necesito más pintura blanca ¿me la fiará? Mañana voy a la maderera, trabajo unos días, pido un adelanto.
Con la cara hosca tomó el camino que subía hacia las afueras y lo arrastraba hasta la casa. Hasta el cuaderno.

“29 de agosto. El aislamiento y el desarraigo, no sé en qué orden, labran estas frases en una lengua que no es la mía, que aprendí laboriosamente. Da lo mismo cuál use, para ciertas intuiciones no hay idioma, incluso las palabras estorban y nunca terminan de decir lo inexplicable.
 Sin darme cuenta resbalé de una ciudad a otra, bajando de un hemisferio al otro, de lo pequeño y ordenado hasta casi los confines de la tierra, que resultaron tan vastos que ahogan más que los canales de Ámsterdam.
El espacio, todo este espacio para una mujer sola, en esta casa, con mi vaca, los pollos y dos perros sarnosos. Ah, y la montaña sagrada, su cuerpo irrefutable que se acerca al cielo y establece la última frontera que deberé acatar…”

Por la mañana no se levantó al amanecer según lo había planeado para hablar con el capataz. De pronto la casa era un útero que lo cobijaba y también lo atrapaba. Nunca se había puesto a reflexionar sobre sí mismo, a verse como si estuviera mirándose desde una ventana. Es la soledad, la falta de Lola lo que te ablanda el cerebro. Entonces se dio cuenta de que hacía días que no pensaba en Lola.
Una tarde tuvo frío, no el del invierno (era un febrero tibio), otra clase de frío. Limpió la chimenea que estaba en la cuarta pared del comedor, la que había quedado sin pintar y aún exhibía las piedras mohosas. Juntó ramas y el fuego crepitante le produjo una imprevista alegría, la alegría primitiva y cándida de cuando sos un pendejo y te creés todo lo que te dicen los adultos, ellos son los que saben, los que te enseñan cómo tenés que ser. La intrincada danza de las llamas, el calor que esparcían, el grato aroma de la madera al quemarse barrieron las preocupaciones de ser grande.
Ya había ido al pueblo para enviar un mail a Lola, sin besos ni nostalgias, un escueto no vengas, estoy atrasado. Emiliano.
Leyó el cuaderno entero. Seguía sin captar su contenido, pero cosas nuevas circulaban por los intestinos de su mente.

“16 de octubre. Cuando se dice salir al mundo ¿a cuál salgo, al de los demás? Sí, pero como el caracol voy con el mío a cuestas. No salgo desde la inocencia. Y desde mi mundo miro al de los demás. Amo a los que se me parecen o escapo si están en mis antípodas. Lo diferente, lo que no entiendo, me da miedo.
¿Cómo será ver desde los ojos de los otros? No a partir de la ínfima comprensión que consigo tener, sino con la más absoluta insensibilidad, que se convierte en una sensibilidad suprema porque me aísla de la contaminación de mis emociones, de las oscuridades caóticas que me dominan…
Si esto hubiera sido factible, si no hubiese mirado desde el anhelo de mis ojos, no habría traído a estas tierras mis bulbos de tulipanes, impropios ya de tanto viajar y no los hubiera sometido al exilio que me impuse…” 

Emiliano buscó dentro de la mochila y sacó una birome. Aún había hojas sin escribir en el cuaderno. Con su letra despareja, anotó:

“12 de febrero. El desarraigo de los tulipanes me acerca a la tierra, también a esa mujer que quiso plantarlos…”                          



©  Mirella S.   — 2011 —




jueves, 22 de noviembre de 2018

Agujeros negros

Arte digital de Amandine Van Ray



Él volvió, esta vez no lo esperaba. Golpeó a mi puerta con insistencia. ¿Lo habría traído una ola gigantesca con la espuma ensombrecida por el invierno? O quizás vino montado en un pez agonizante, un pez con escamas de acero licuadas por el esfuerzo.

No deseo verlo, no ha quedado nada de él en mí. En otra época el pliegue de sus párpados me parecía un horizonte imposible de alcanzar. Y yo me empecinaba. Traía una historia pantanosa en la que me encharqué en mi afán de rescatarlo. Limé las horas, los días de dolor; limé su cuerpo duro a caricias y apenas conseguí pulir algunos ángulos. Nunca me dejó entrar. Los labios filosos se mantenían lacrados, su mirada me atravesaba la piel sin tocarla.

El primer adiós fue una trampa; permanecí enclavada en ella y desde su fondo comprendí que no me quería. En ese tiempo aún no había aceptado que no sabía amar. Ni a mí ni a nadie.

Después regresó, mansamente, volvió a irse, regresó y se fue. Buscaba en mí lo que le faltaba: un corazón como un nido lleno de pájaros que le cantaran al amor. En el centro de su pecho solo había una oquedad oscura. Quizás pensaba que estando conmigo se podría contagiar, como si ese sentimiento fuera un virus transmisible.

Me enfrié, tan lentamente, que tardé en darme cuenta. Lo que sentía se perdió en senderos de nieve. Escucho sus golpes tercos que hacen temblar la puerta, pero no a mí.

Se han invertido los papeles: él consiguió amarme, mi compañía le despertó el alma y le inoculó una vacuna que lo inmunizó de la aridez.

Lo miro desde lo alto del ventanal, solo veo a un minúsculo hombrecito angustiado que me deja en la más absoluta indiferencia. Busco en las entretelas de mi alma: encuentro un agujero negro que se ha tragado la luna y las estrellas.


©  Mirella S.   — 2018 —




martes, 6 de noviembre de 2018

Cruz de papel



—Buenas, doña, disculpe si la molesto.

La mujer se detiene y mira al hombre que la interpela. Es mayor, flaco, con aspecto cansado, las facciones morenas se desvirtúan en una maraña de arrugas. Seguramente es del interior y está desorientado.

—Hola, dígame.

—¡Uy diosito! Es la primera persona que me contesta desde esta mañana. Qué brava se ha puesto la capital… por las calles parece que la gente no puede ocuparse más que de su propia prisa. Vengo de los alrededores de Curuzú Cuatiá ¿conoce?

—Sí, en la provincia de Corrientes.

—Es una ciudad bonita, su nombre en guaraní quiere decir Cruz de papel —hace una pausa—, pero no hay trabajo y todo se ha vuelto difícil.

La mujer reconoce la cadencia melodiosa del habla correntina. Observa que el hombre viste un pantalón de lona desteñido, una vieja camisa a cuadros que también ha perdido el color original. Su aspecto es prolijo, el pelo negrísimo, húmedo y peinado para atrás. Emana un suave olor a limón. Él sigue hablando sobre Buenos Aires: es como un monstruo hambriento, le da miedo recorrerla.

Están parados en la mitad de la vereda, los transeúntes apurados se arremolinan a su alrededor y uno los empuja con su mochila. Ella le indica que se corran para dejar el paso libre.

—Perdonemé, no me di cuenta ¿siempre andan así? Nosotros, en cambio, somos lentos, la calor, sabe.

—Es el ritmo de la ciudad —dice la  mujer y le sonríe—. Dígame en qué puedo ayudarlo.

—Bué, hace tres días que llegué y me alojo en lo del primo, solo pa’ dormir. Ellos tienen montones de problemas y yo no les voy a agregar los míos.

Se ubicaron cerca del borde de la vereda, junto al tronco grueso y jaspeado de un plátano, él apoya su espalda y se acomoda para una larga conversación, igual que si estuviera en la plaza de su pueblo. La mujer mira con disimulo el reloj y traslada el peso del cuerpo de una pierna a la otra. El hombre le está contando del nietito, internado en Curuzú Cuatiá. Qué pena que su hijo no le haya salido derecho, es como una planta que en vez de mirar al cielo se tuerce y mira los sótanos de la vida.

Ella está corta de tiempo, consiguió un turno con un especialista por el que esperó tres meses. Siente miedo. Sin embargo, quiere escuchar al hombre, conocer su historia.

—Enviudé hace poco y vine a buscar laburo. Soy albañil, sabe. La macana es que acá me consideran demasiado viejo. Buscan sangre joven y no se dan cuenta del valor de la experiencia… —deja la frase inconclusa y mira hacia un punto del otro lado de la avenida.

—En eso no puedo ayudarlo.

—No, doña, lo que quería pedirle es una ayuda chiquita. Hoy no desayuné ni almorcé. Fui a la panadería de enfrente para comprarme un pancito, está muy caro y no me alcanza. Si usté es tan buena que me acompaña y me compra uno… disculpe la molestia, pa’ que no crea que le estoy mintiendo. Solo un pancito.

La mujer le mira las mejillas hundidas, el carbón apagado de los ojos. Abre el bolso y le da un billete.

—Doña, no tengo pa’ darle el vuelto. Con un pancito me arreglo.

—Vaya al bar de la esquina y tómese un café con leche y un buen sándwich.

—¡Gracias, gracias por todo, la vida y diosito la van a recompensar! Gracias por pararse  y escucharme. Eso no tiene precio.

Se aleja, se da vuelta y la saluda con la mano en alto. Su boca se abre en una sonrisa amplia y la cara es como un paisaje diezmado sobre el que se asoma el sol. 

La mujer no se siente mejor por su acción, nunca le sucede, suele quedar atrapada en una melancólica impotencia. Se ha hecho tarde, abre la billetera y controla si con los escasos billetes que le quedan puede tomar un taxi y no perder el turno.




©  Mirella S.   — 2018 —






martes, 23 de octubre de 2018

Una noche de lluvia




Aplastada como un gusano, así me siento. Un pie gigantesco se cierne sobre mí, me cubre con su sombra, da inicio a un zapateo y quedo hecha un puré verde en la suela del bailarín. No es nueva esta sensación; ahora que se calmaron las aguas percibo que hay indigencia de deseos, solo un remolino de pensamientos que pastan en tierra infértil. A Liliana se lo resumo así:

—Estoy repodrida.

—Debe ser la post menopausia —dice ella, pegándole un generoso mordisco a la medialuna. Agrega—: Vienen las añoranzas, los balances de lo que hiciste o dejaste de hacer. Yo no los hago más, me volví una mujer frívola y primero pienso en mí.

Siempre pensamos primero en nosotros, también cuando estamos preocupados o pendientes de los demás. La miro. Le quedó una partícula del croissant, como le dice ella, en la boca embadurnada con ese labial rojo amapola. Detesto mi mirada de censura que pone en primer plano las mínimas imperfecciones. Con fastidio alejo el pocillo a medio tomar, el café está tibio.

—Me siento vacía, pelada, despojada —anuncio secamente.

—Fedora, en tu caso no es para menos: acabás de terminar un divorcio controvertido y además te jubilaste. No es poca cosa.

Liliana se lleva la taza con té de jazmín a los labios. Cuando vuelve a dejarla en el platito, un rastro bermellón mancilla el borde de loza blanca y me acuerdo de la época en que me pintaba y Francisco ponía la misma expresión que debo tener yo. Entonces, de puro complaciente, frotaba la mancha con la servilleta de papel.

—… no entiendo por qué te jubilaste —decía Liliana—, Darío no te lo pidió. Hiciste demasiados cambios al mismo tiempo. Cómo no vas a sentirte así ahora que te salió la jubilación y la sentencia de divorcio.

—Es cierto, a Darío le compliqué la vida, ninguna reemplazante lo conforma. Después de veinticinco años de solucionarle los problemas prácticos, acompañarlo en sus muestras, era como tener un segundo marido, tan hincha pelotas como el oficial. Estaba harta y aburrida.

—Fedora, en algo vas a tener que ocupar toda tu energía…

No escucho lo que sigue diciendo Lili, también esta conversación me aburre. La confesión es falsa, no espero consuelo, soy tan soberbia que nada de lo que diga Lili va a conmoverme y la miro desde un pedestal, congelada como una estatua. Si tuviera que llorar, de mis ojos caerían cubitos de hielo. No recuerdo la última vez que lloré, ni  siquiera cuando le pedí a Francisco que se fuera de casa, ya no toleraba su desconfianza.

Me llegan residuos del parloteo de Lili, cómo se me ocurrió sacar el tema justo con ella, que en dos patadas te quiere arreglar la vida.

—… yo, en tu lugar, con lo que te costó obtener una equitativa división de bienes, pasaría horas en un Spa, renovaría el vestuario, proyectaría un crucerito, donde te dan todo servido, conocés gente y quién te dice que…

Le agradezco la sugerencia y llamo al mozo, quiero irme, necesito ingresar en callecitas arboladas, dejarme llevar, sin rumbo.

Escapo del movimiento de la avenida, camino hacia el lado del río y me interno en los vagos territorios de la memoria, consciente de que estoy metiéndome en tembladerales. Allí prima lo incierto y si permanezco demasiado corro el riesgo de no distinguir el ambiguo tránsito entre los recuerdos y la realidad.

Desde hace un tiempo recurro más al pasado, como si quisiera acomodar fichas, organizar el caos, armar una especie de grilla y que Francisco, Darío, lo que espero de mí, ocupen el lugar exacto. Francisco y Darío: ese es el comienzo para indagar. Los alejé, me alejé por motivos distintos: la mirada escrutadora de Francisco buscando evidencias y la devocional de Darío, el exitoso artista plástico a quien debía elegirle hasta la ropa para cada exposición. Francisco no lo soportaba, le resultaba algo impropio y tenía la convicción de que éramos amantes o que en algún momento lo seríamos. Ante mi escueta explicación soy su asistente, nada más, sonreía, no con la ternura de antes: su sonrisa parecía el doloroso tajo de un bisturí. Y largaba frases vulgares: cómo podés trabajar con alguien que te quiere coger, que te ronda todo el tiempo.

Estaba en las últimas instancias del divorcio cuando le informé a Darío lo de la jubilación y que me iba. Parecía un perrito abandonado, se quejaba lastimosamente. Ahí los tenés a los dos, me dije, el bóxer ladrador y el caniche temeroso. Pero el caniche salió de su situación de desamparo y se convirtió en un gato espléndido y seductor que maulló aterciopeladamente: casémonos, miauuuu… La risa me brotó instantánea: lo que vos necesitás es una secretaria, esposas ya tuviste demasiadas.

Abro la cartera y busco los cigarrillos. Qué despistada, si dejé de fumar. Hice todo junto: largué un matrimonio desintegrado, un empleo cautivador, pero complejo y los puchos. Ahora me dedico a las pastillas de anís, a escuchar consejos que no quiero, a caminar sola los domingos por la tarde.

Anoche fui a buscar el resto de mis cosas al atelier de Darío, convencida  de que no estaba. Me di vuelta para irme y al verlo con el hombro apoyado en el marco de la puerta, con su pipa colgándole de un costado de la boca, las manos en los bolsillos, mirándome serio, agotadas las propuestas, algo se me ablandó por dentro. Lo saludé con un nos vemos y esquivé sus ojos cuando pasé a su lado.

Arriba del follaje de los plátanos un atardecer de miel va suavizando las formas y también me apacigua. Para mí es la hora de la serenidad, de la reflexión, que me conduce a estados más benignos. Los pájaros hacen sus últimos alborotos antes de acomodarse en las ramas. En este instante, previo a la quietud nocturna, comprendo lo que siempre negué.

Quizás Francisco no estuvo tan errado en sus sospechas. Aquella vez hace veinte años, en New York, para la primera exposición importante en el exterior, Darío quiso que fuera con él. Después del vernissage en el Soho, me pidió que camináramos un rato. La conmoción de la muestra perduraba; recuerdo una grata sensación de intimidad que se prolongó durante la cena en un restorán japonés por Mercer Street. Volvimos a pie hasta el hotel, se había levantado una brisa con olor a lluvia y corrimos el último trecho, riendo como adolescentes, dos cuarentones que recuperaron una alegría cómplice bajo el chubasco. Él me sujetó la cintura para saltar un charco con mis tacos aguja y terminamos tomando el desabrido café neoyorquino en el bar del hotel. Darío sacó un pañuelo, lo pasó por mis hombros, por el pelo y después se lo llevó a los labios. No en ese momento, sino más tarde, en mi cama, insomne, parapetada detrás de mi ojo censor, pensé, Darío, qué cursi sos.

Estuvimos varias horas en la cafetería, afuera la lluvia goteaba desde las marquesinas y él, con las manos sujetando las mías, me envolvió en el vórtice de sus palabras y me sentí partícipe de su éxito.

Francisco nos fue a buscar a Ezeiza. Darío, aún exultante, había rodeado mis hombros con su brazo. Sonreíamos. Cuando lo encontramos en el hall del aeropuerto vi que tenía el ceño fruncido. A partir de entonces siguió mirándome con esas dos arrugas verticales entre las cejas. Al poco tiempo empezaron el recelo y los reproches.

Con Darío nunca hablamos de ese primer viaje a New York, de la cercanía de aquella noche de lluvia. Los viajes siguientes fueron distintos, él parecía ocupado en saborear cómo crecía su éxito.

Sin embargo, muchas veces lo sorprendí mirándome del mismo modo que lo hiciera en el bar. Eran instantes en los que a nuestro alrededor se hacía el silencio y por unos minutos quedábamos solo nosotros dos.

Tiene razón Lili, no vale la pena aferrarse a la añoranza de lo que no fue, de algo incipiente que no maduró. Son etapas que terminan, como esta tarde que, muy a pesar mío, es casi noche y camino para cerrar el pasado.



©  Mirella S.   — 2011 —




martes, 9 de octubre de 2018

Loba



Mira la hiedra esmeraldina, que despaciosa pero persistentemente, trepa por el muro descascarado, casi infame de la casa. La hiedra se vuelve tupida, alberga entre sus hojas diminutas arañas, que con sus telas, contribuyen a fortalecer la cobertura. Ella también quiere un manto para cubrir sus zonas rotas, la carne carcomida hasta los huesos, así ve su vulnerabilidad.

Hubo un tiempo en que abandonó el vestido de caperucita, hecho jirones por el uso prolongado. A pesar de aferrarse a esos harapos, no se identificaba más con ellos ni la representaban. Al menor descuido aparecían los mechones de pelaje áspero o los colmillos ansiosos de la sangre de los que la vejaron.

Hubo un  tiempo que desconocía su parte loba y los hincaba sin piedad en sus brazos y piernas, como si todo hubiera sido culpa suya.

Había cerrado su alma con un candado para permanecer en un limbo ceniciento. No bastó, los otros lobos, cazadores natos por cuyas fauces goteaba su rapacidad, estaban al acecho allí afuera.

Llegó el día en que no sostuvo más el rol pasivo, rompió el candado con el poder de sus uñas y encaró a los depredadores. Eran demasiado fuertes y ella no pertenecía a la manada. Notó que sus manos nervudas, capaces de rasgar con desesperación, temblaban. Sin embargo, no retrocedió, se mantuvo hasta que la derribaron.

Ya no valía la pena levantarse, se enroscó sobre sus heridas y esperó la muerte, la liberación última que no sobrevino. La loba se había convertido en una perra apaleada y lo único que le quedaba era el orgullo. Se había arrancado los harapos de caperucita y estaba desnuda. Buscó refugio y fue cuando encontró el muro tapizado con la hiedra.

Le gusta la idea del vestido verde, húmedo de lluvia o tibio de sol: un escudo de hojas, espeso y flexible a la vez. Algo se expande en su interior con ese repentino acercamiento a la naturaleza. Se detiene a observar los matices del cielo, fantasea de cómo las nubes, incentivadas por el viento, hacen caminar a la luna.

Pero la soledad, la carencia de un gesto amigable, la fracturan en esquirlas de hielo sin destino. Solo le queda el instinto animal de la supervivencia y un brumoso sueño verde con olor a tierra salvaje.

Se mira en un charco: las mejillas son blancas como el marfil joven y los ojos están velados como un paisaje de agua. En su garganta crece un aullido, los sollozos no parecen proceder de ella sino de un ser acongojado y frágil oculto en algún lugar de la noche.



 ©  Mirella S.   — 2018 —





miércoles, 26 de septiembre de 2018

Imaginativa-mente

Pintura: Mariska Szollosi

Desde que los recuerdos se modelaron en imágenes y después en palabras, Alexia evoca que siempre quiso ser otra. No con dotes extraordinarias como una belleza deslumbrante o una mente privilegiada. Solo distinta. Quizás sí con más inteligencia y un pensamiento más lógico y objetivo. En cuanto al aspecto, se conformaba con una cara y un cuerpo armónicos, nada especial, pero que sintiera suyos.

No es que fuera tonta o fea, simplemente no se reconocía en sus facciones agradables ni en el físico menudo y esbelto, como tampoco en la forma de pensar ni en su cosmovisión.

Algo en ella no aceptaba esa identidad y, cada tanto, se lo hacía saber mediante sensaciones de extrañamiento o la angustia helada de no saber quién era, de no pertenecer a ese envase ni a ese contenido que algún dios, ángel o demonio, le había designado.

Nació un primero de enero, a la medianoche exacta. En las calles estallaban los cohetes y los fuegos artificiales desmigajaban sus colores en la noche ardiente. De niña se hacía una pregunta absurda: ¿y si en medio del alboroto de los festejos la hubieran intercambiado con la bebé de la cuna vecina, venida al mundo a la misma hora?

Tanto la familia como los maestros pensaron que era una mitómana o padecía el trastorno de personalidad múltiple. Se presentaba con nombres diferentes, arquitectaba historias que nada tenían que ver con la propia. La llevaron a médicos y psiquiatras que no concordaron en un diagnóstico unánime. Los más optimistas opinaban que Alexia poseía una imaginación prodigiosa y sugirieron a los padres que la canalizara en clases de teatro o actuación.

En un principio sirvieron, pero al tiempo Alexia se dio cuenta de que representaba escenas que otros habían inventado. Necesitaba su trama personal que, conjeturaba, la acercaría a su esencia, permitiéndole conocer su auténtico yo. Y esa búsqueda la llevó a escribir. En cada personaje podía encontrar aquello que suponía le faltaba.

Dejó de ficcionar sobre sí y sus días entraron en cauces casi normales para el afuera; ordinarios y comunes para Alexia. En sus historias, cientos y cientos de ellas, labraba vidas, situaciones reales o inverosímiles en una exploración que se convirtió en el combustible que la impulsaba.

La personalidad que se construía era un holograma que giraba como un carrusel y le mostraba facetas desconocidas, que Alexia podía incorporar o descartar sin culpa. Una personalidad versátil, secreta, íntima. Externamente parecía una chica insulsa, cobijada tras su sonrisa líquida.

Con una pulsión casi animal, se le renovaba la sangre cuando tomaba papel y lápiz y daba inicio a la fabulación. Solía escribir a la hora de los gatos persiguiéndose en los techos vecinos y colmando la noche con sus maullidos.

Borraba y rehacía gestos, actitudes, anécdotas, protagonistas. La vocación de narrar le otorgó un sentido a su vida y el resultado fue un extenso libro sobre la naturaleza humana.





©  Mirella S.   — 2018 —




lunes, 10 de septiembre de 2018

La fuerza amansadora de lo pequeño

Foto de Zarif Bir Kalem


El monitor me mira con su ojo de cíclope ciego. Mientras aguardo la llegada de una idea prefiero volver al cuaderno, donde puedo hacer garabatos en el margen. Triángulos, espirales, algún asterisco. La memoria fibrila emociones y me estanco en el desasosiego, un acólito habitual de mis horas.

Automáticamente, trazo un símbolo del I Ching: en la base tres líneas paralelas enteras, una cortada y las dos superiores también enteras. Busco el libro. Las hojas tienen el olor polvoriento y la fragilidad seca de lo antiguo.

Permanezco unos instantes en suspenso ¿la consulta servirá igual a partir de un bosquejo distraído, sin la tirada de monedas? Por qué no, cuando dibujé el hexagrama lo que menos pensaba era en oráculos. Dejé de creer en lo que podían decirme hace muchos años.

Hoy, quizás, vuelva a necesitar esos mensajes impenetrables, que probablemente, ya ni sepa descifrar. Soy una mujer atada a la incertidumbre de las palabras. Mi inconsciente me ha arrojado un cuchillo: voy a provecharlo.

Es el hexagrama número 9: La fuerza amansadora de lo pequeño. El trigrama inferior, compuesto por las líneas enteras, representa lo fuerte, lo creativo, el padre. Su imagen es el cielo.

El superior simboliza lo suave, lo penetrante: el viento en el cielo. Es lo inmaterial, son las ideas que viven en la mente y que nos tienden trampas. Según el gran libro oscuro, anuncia que no hay mucho que se pueda hacer, porque lo pequeño es la fuerza que detiene, amansa y refrena. Significa una prueba para el carácter, afrontar la frustración de no obtener lo que deseamos.

Indica que el viento trae nubes, que todavía no están dadas las condiciones y no está en nuestras manos usar el poder que tenemos, no por ahora. Todo llegará, amablemente, en pequeñas dosis.

Es la historia de mi vida, como si fuera un inacabable hexagrama nueve. ¿Cómo terminé aquí? Por un insignificante dibujo que ejecuté mientras el viento barría las palabras.

No quiero ser domesticada, no sé entregarme sin luchar, a mi modo y que la mayoría no entiende. Sin embargo, esta tarde las fuerzas merman y un cansancio indiferente gana la batalla.

Debo permitírmelo.




©  Mirella S.   — 2018 —