jueves, 22 de noviembre de 2018

Agujeros negros

Arte digital de Amandine Van Ray



Él volvió, esta vez no lo esperaba. Golpeó a mi puerta con insistencia. ¿Lo habría traído una ola gigantesca con la espuma ensombrecida por el invierno? O quizás vino montado en un pez agonizante, un pez con escamas de acero licuadas por el esfuerzo.

No deseo verlo, no ha quedado nada de él en mí. En otra época el pliegue de sus párpados me parecía un horizonte imposible de alcanzar. Y yo me empecinaba. Traía una historia pantanosa en la que me encharqué en mi afán de rescatarlo. Limé las horas, los días de dolor; limé su cuerpo duro a caricias y apenas conseguí pulir algunos ángulos. Nunca me dejó entrar. Los labios filosos se mantenían lacrados, su mirada me atravesaba la piel sin tocarla.

El primer adiós fue una trampa; permanecí enclavada en ella y desde su fondo comprendí que no me quería. En ese tiempo aún no había aceptado que no sabía amar. Ni a mí ni a nadie.

Después regresó, mansamente, volvió a irse, regresó y se fue. Buscaba en mí lo que le faltaba: un corazón como un nido lleno de pájaros que le cantaran al amor. En el centro de su pecho solo había una oquedad oscura. Quizás pensaba que estando conmigo se podría contagiar, como si ese sentimiento fuera un virus transmisible.

Me enfrié, tan lentamente, que tardé en darme cuenta. Lo que sentía se perdió en senderos de nieve. Escucho sus golpes tercos que hacen temblar la puerta, pero no a mí.

Se han invertido los papeles: él consiguió amarme, mi compañía le despertó el alma y le inoculó una vacuna que lo inmunizó de la aridez.

Lo miro desde lo alto del ventanal, solo veo a un minúsculo hombrecito angustiado que me deja en la más absoluta indiferencia. Busco en las entretelas de mi alma: encuentro un agujero negro que se ha tragado la luna y las estrellas.


©  Mirella S.   — 2018 —




martes, 6 de noviembre de 2018

Cruz de papel



—Buenas, doña, disculpe si la molesto.

La mujer se detiene y mira al hombre que la interpela. Es mayor, flaco, con aspecto cansado, las facciones morenas se desvirtúan en una maraña de arrugas. Seguramente es del interior y está desorientado.

—Hola, dígame.

—¡Uy diosito! Es la primera persona que me contesta desde esta mañana. Qué brava se ha puesto la capital… por las calles parece que la gente no puede ocuparse más que de su propia prisa. Vengo de los alrededores de Curuzú Cuatiá ¿conoce?

—Sí, en la provincia de Corrientes.

—Es una ciudad bonita, su nombre en guaraní quiere decir Cruz de papel —hace una pausa—, pero no hay trabajo y todo se ha vuelto difícil.

La mujer reconoce la cadencia melodiosa del habla correntina. Observa que el hombre viste un pantalón de lona desteñido, una vieja camisa a cuadros que también ha perdido el color original. Su aspecto es prolijo, el pelo negrísimo, húmedo y peinado para atrás. Emana un suave olor a limón. Él sigue hablando sobre Buenos Aires: es como un monstruo hambriento, le da miedo recorrerla.

Están parados en la mitad de la vereda, los transeúntes apurados se arremolinan a su alrededor y uno los empuja con su mochila. Ella le indica que se corran para dejar el paso libre.

—Perdonemé, no me di cuenta ¿siempre andan así? Nosotros, en cambio, somos lentos, la calor, sabe.

—Es el ritmo de la ciudad —dice la  mujer y le sonríe—. Dígame en qué puedo ayudarlo.

—Bué, hace tres días que llegué y me alojo en lo del primo, solo pa’ dormir. Ellos tienen montones de problemas y yo no les voy a agregar los míos.

Se ubicaron cerca del borde de la vereda, junto al tronco grueso y jaspeado de un plátano, él apoya su espalda y se acomoda para una larga conversación, igual que si estuviera en la plaza de su pueblo. La mujer mira con disimulo el reloj y traslada el peso del cuerpo de una pierna a la otra. El hombre le está contando del nietito, internado en Curuzú Cuatiá. Qué pena que su hijo no le haya salido derecho, es como una planta que en vez de mirar al cielo se tuerce y mira los sótanos de la vida.

Ella está corta de tiempo, consiguió un turno con un especialista por el que esperó tres meses. Siente miedo. Sin embargo, quiere escuchar al hombre, conocer su historia.

—Enviudé hace poco y vine a buscar laburo. Soy albañil, sabe. La macana es que acá me consideran demasiado viejo. Buscan sangre joven y no se dan cuenta del valor de la experiencia… —deja la frase inconclusa y mira hacia un punto del otro lado de la avenida.

—En eso no puedo ayudarlo.

—No, doña, lo que quería pedirle es una ayuda chiquita. Hoy no desayuné ni almorcé. Fui a la panadería de enfrente para comprarme un pancito, está muy caro y no me alcanza. Si usté es tan buena que me acompaña y me compra uno… disculpe la molestia, pa’ que no crea que le estoy mintiendo. Solo un pancito.

La mujer le mira las mejillas hundidas, el carbón apagado de los ojos. Abre el bolso y le da un billete.

—Doña, no tengo pa’ darle el vuelto. Con un pancito me arreglo.

—Vaya al bar de la esquina y tómese un café con leche y un buen sándwich.

—¡Gracias, gracias por todo, la vida y diosito la van a recompensar! Gracias por pararse  y escucharme. Eso no tiene precio.

Se aleja, se da vuelta y la saluda con la mano en alto. Su boca se abre en una sonrisa amplia y la cara es como un paisaje diezmado sobre el que se asoma el sol. 

La mujer no se siente mejor por su acción, nunca le sucede, suele quedar atrapada en una melancólica impotencia. Se ha hecho tarde, abre la billetera y controla si con los escasos billetes que le quedan puede tomar un taxi y no perder el turno.




©  Mirella S.   — 2018 —