El nombre
es otra de esas marcas que llevamos de por vida.
El mío lo
eligió mamá. Lo había escuchado en la radio y le pareció original. Dudaba entre
Mirella o Iolanda, con “i” latina. Y si era varón, Walter.
El nombre
no me disgusta, siempre y cuando se mantenga la pronunciación italiana, con la
doble “ele” enfatizada que se logra llevando la lengua al paladar. Sin embargo
a lo largo de mi vida fue vapuleado, deformado y no recordado. ¿Cómo era que te
llamabas…?
Lo peor
vino cuando empecé el colegio.
Una de las
maestras pronunciaba la “elle” al estilo español, pero la mayoría, en cambio,
decía Mireya, seguido del aborrecido chiste de la rubia del tango, de triste
final:
"…¿Te
acordás hermano? la rubia Mireya
que quité
en lo de Hansen al guapo Rivera.
Casi me
suicido una noche por ella
y hoy es
una pobre mendiga harapienta.
¿Te
acordás hermano? lo linda que era
se formaba
rueda pa' verla bailar
cuando por
la calle, hoy la veo tan vieja
doy vuelta
la cara, y me pongo a llorar…”
Yo, con
los cachetes colorados intentaba corregir esa pronunciación, apelando a la
explicación de que mi nombre era italiano. La respuesta era casi invariable:
acá la “elle” se pronuncia “ye”.
Tendría
unos seis años y mi madre me había llevado a una plaza cercana. Ella se sentó
en un banco a tejer, yo me dediqué a corretear hasta las hamacas. Allí encontré
a otra nena de mi edad y nos pusimos a jugar. Cómo
te llamás, me preguntó, yo
soy Patricia. Sin pensar, dije: Elsa,
nombre que ni siquiera me gustaba y que sonaba a tía solterona. Por ese
entonces mis preferidos eran Alejandra, Laura, pero me salió Elsa.
Días
después caminaba por el barrio y escuché que gritaban Elsa, Elsa. No me di por aludida hasta que la
misma piba de la plaza, con la lengua afuera me alcanzó y me dijo: che, sos sorda vos, estaba dele
llamarte. Por suerte, no la encontré más.
Terminado
el primario, quise entrar a Bellas Artes.
Mi padre
—milico de carrera— se opuso rotundamente: no había sido educada para formar
parte de un antro de pervertidos. Estaba destinada a seguir el Comercial y
convertirme en una buena secretaria o empleada contable.
Como juré
y perjuré que a los doce años iría a trabajar en cualquier lado antes que
estudiar en un Comercial, me permitieron ir a una escuela de dibujo, un
supuesto secundario, en el que perdí cinco años y cuyo título no me habilitó
para seguir ninguna carrera universitaria.
En el
Industrial Fernando Fader (pintor naturalista, mendocino por adopción), primaba
el apellido o Mireya.
Estaba ya
en cuarto año cuando participamos en un concurso de afiches. Había que
presentar un trabajo que ilustrara un clásico del teatro español ("Don Gil
de las calzas verdes"), del que nos dieron una breve sinopsis. Debíamos
usar seudónimo. Elegí el
de Milly St.
Quedé entre
los premiados y a partir de ese momento mis compañeras me llamaron Milly. Sin
embargo era un apodo extraño para mí —como el del otro nombre: Elsa—, con el
que no me identificaba. Nunca pude apropiármelo.
Los
hombres que pasaron por mi vida, amigos, novios, marido, en cambio, encontraron
una variante: Tana o Tanita. Usaron esa opción a rajatabla, alternando con
alguna palabra dulce como “corazón”, “cielo”, “amor”.
Oficinas
públicas, consultorios médicos o gente recién conocida, solían alterarlo por
Mariela, Milena, Miguela.
En el
Instituto donde estudié inglés, lo cambiaron por Muriel o Mariel, a gusto del
profe de turno.
Yo, cada
vez que me presentaba seguía diciendo, resignadamente, Mirella, a la italiana,
en un vano intento por rescatar mi nombre. Si una tiene un nombre camaleónico,
indefinido, un nombre por el que hay que luchar, defenderlo, reformularlo ¿cómo
se puede sentir en la infancia y en la adolescencia? ¿El nombre ayuda a
construir la identidad? Es la carta de presentación. Nadie se va a equivocar
con Clara, Ana o Josefa. Y mi nombre fue otro ingrediente más que contribuyó a
reforzar mi eterna sensación de “sapo de otro pozo”.
En los ’90
el lenguaje se redujo, las palabras se acortaron y los nombres propios que ya
venían con esa tendencia, perdieron la mitad de sus sílabas… Pasé a ser Mire.
No me molestó. Creo que sentí cierto alivio; me resultaba afectuoso.
Ya pocos
hacen la asociación con la rubia Mireya, porque esa figura perdió vigencia en
las nuevas generaciones. Si alguien la hace me sonrío. Será porque estoy
reconciliada con mi nombre. Sé quién soy y también sé que el nombre no hace al
hombre… en este caso a la mujer.
Mirella
Mirel
Mire
Mi
Fantástico conocer estos detalles de tu vida, de tu nombre, tu familia y tu sorprendente acuarela y tu más sorprendente foto, Milly St. ¿Quién te la tomó? Si vas a contestarme decime también como te enteraste de este comentario en una entrada de hace tres años, porque en mi blog no me avisan que tengo uno, ni de los actuales!!
ResponderEliminarSos un personaje, Milly St., me gustas!!
Ya acepto que sos un curioso incurable y hasta me sonrío.
EliminarLa acuarela no es mía, la tomé de la web, autor desconocido. La foto la sacó mi ex marido en un lugar de Italia, que para mí sería el ideal para morirme: Ravello, en la costiera Amalfitana, una tarde en que estaba por desencadenarse una tormenta tremenda.
Me entero porque en el mail me llegan notificaciones de la persona que hizo comentarios y en qué post.
¿Conforme? Esa foto ya la conocés si leiste la entrevista que me hicieron en la revista Ultraversal en el primer número de enero.