martes, 16 de junio de 2015

La manta de los sueños


Óleo de Soledad Fernández



Muy a mi pesar, la cama está ocupando un rol predominante en estos meses. Al rehacerla, siento una pérdida: la de los sueños que todavía se demoran en los pliegues de las sábanas. No volveré a recuperarlos. Sé que vendrán otros, soy una soñadora prolífica.

Los que recuerdo son escasos, de ellos permanece una sensación indefinida y en cuanto me despabilo se diluye en el trajín diurno.

Debido a los estados de ánimo por los que fluctúo, empecé a unir los retazos persistentes que, por algún motivo, se habían anclado en mí como supérstites inclaudicables. Se ha transformado en una ceremonia y obtengo narraciones surrealistas, complejas de interpretar. Coso los fragmentos con la sutura de las palabras que me inspiran y he armado una especie de manta, con la que me abrigo durante los inviernos del alma.

Se lo conté a él; levantó los ojos del libro y me miró. Dos líneas le partían el entrecejo y edificó, músculo por músculo, una sonrisa que manifestaba la fatiga de su indiferencia.

Cuál es la finalidad, preguntó. Me arrepentí de habérselo compartido. No le di explicaciones, solo me encogí de hombros. Ya no teníamos ese lazo sutil que nos había acercado y que en el presente nos sujeta en una trampa.

Sigo acopiando lo que no olvido al despertar. Noche a noche la manta se alarga con su dibujo críptico. En la realidad me considero una loba solitaria que mira recelosa por encima de su hombro. En el ámbito onírico me expongo sin titubeos, con el protagonismo de una emperatriz. Voy y vengo por intrigas que se disipan al despertarme. Lo que perdura es la sensación de haberlas atravesado y de salir indemne, victoriosa.

Rara vez amanezco angustiada como me ocurría antes, sí con la percepción de enriquecimiento de quien descubre el reverso de la medalla que, de tanto ocultarlo, se ha adherido de tal modo al pecho que no lo puede dar vuelta.
Él —y otros que conozco—, buscan la felicidad con desesperación, casi con rabia, mientras yo hurgo apaciblemente en la tristeza y pienso que se logra ser feliz sin renunciar a la tristeza.

El tipo de dicha que ellos ansían es la fuente de mi congoja. Veo en los ojos de muchos —también en los suyos— la presunción de que en mí anida cierta insania.

Los sueños me liberan, vago por sus meandros sin temores, salgo fortalecida y dispuesta a ignorar las miradas reales, tan de carne voraz. 


A él, he dejado de soñarlo.



©  Mirella S.   — 2015 —





miércoles, 10 de junio de 2015

Un golpe de suerte



Se para en el umbral del salón dispuesta a todo, con la altivez y el temblor propios de la desesperación. Yergue la cabeza, adelanta los hombros pálidos y el escote corazón del vestido negro sin breteles baja unos milímetros.
Vivian se arregló cuidadosamente esa noche, acaso para comprobar que todavía atrae, que pueden mirarla dos veces. Ha combinado con pericia sombras y luces alrededor de sus ojos, para ocultar la amargura; el pelo es una nube esponjosa que atenúa las mejillas socavadas. Esta noche no caminará las calles, deteniéndose en las esquinas con una mano en la cintura y en la boca untada de rojo, una sonrisa que ya no logra sea incitante. Necesita el dinero, saldar esa deuda, sabe que dispara sus últimos cartuchos.
Quizás se equivocó al elegir el casino. Los hombres están demasiado absortos en las evoluciones del juego; sin embargo, cuando ganan quieren festejar, se sienten generosos y ella va a estar allí.
Se pasea entre las mesas, de tanto en tanto se detiene para observar. No le interesa el tipo con la frente húmeda, que cada vez que los dados ruedan sobre el paño verde se lleva a los labios un pañuelo, como si fuera un amuleto. Tampoco el de los ojos voraces: son perdedores, igual que ella.
Compra unas fichas, va hasta el bar y se acomoda en un banco alto, mirando hacia la sala. Mientras bebe a sorbos pequeños su vodka con lima, escudriña la fila de mesas más próximas. El casino está poco concurrido, es temprano todavía. Debajo de las arañas ostentosas, el ambiente se ve desteñido. Las cortinas de terciopelo, que en un tiempo fueron púrpura, están opacas por el polvo. Incluso las escasas mujeres que circulan por el salón en sus vestidos de noche, muestran un aire marchito.
Se mira en el espejo que hay detrás de la barra. Su cara es una mancha que se pierde entre las botellas de licores. Tiene la necesidad de toser, como si se estuviera sofocando. Vuelve a inspeccionar la sala y entonces repara en el hombre. No es muy alto, pero algo rotundo se desprende de su tórax. La expresión es indiferente, con los ojos entornados de alguien sigiloso. Le viene la imagen de uno de los actores que interpretara a James Bond -no recuerda el nombre- más maduro y venido a menos. Lo único que le importa es que él está ganando.  Y mucho.
Se acerca a la mesa y se ubica frente al hombre. Sí, tiene un aire a ese James Bond; la constatación le resulta favorable: siempre le había gustado la astucia flemática de 007. El hecho de que esté ganando no afecta su impasibilidad y en sus gestos hay desapego, suficiencia. Vivian coloca unas fichas al azar, que en pocas vueltas se multiplican milagrosamente. Suerte de principiante, recuerda haberle oído decir a su padre, en veladas remotísimas de chinchón y escoba de quince.
Al cabo de algunas rondas el hombre hace una apuesta fuerte y pierde. Ella se inquieta al ver que la pila de las fichas empieza a bajar de un modo inexorable. Con dedos inseguros Vivian empuja las suyas sin fijarse donde las coloca, más pendiente de las que le quedan al hombre. Cuando la ruleta termina de girar el crupier le devuelve a Vivian una cantidad exorbitante de fichas. El hombre, sin vacilaciones, distribuye el resto de sus fichas, después observa con los brazos cruzados y los ojos falaces del jugador profesional. La rueda se detiene, Vivian siente un escalofrío en su espalda desnuda, como si fuese su propia vida la que estuviera en juego.
Ya no hay fichas junto a las manos del hombre, es como si todas hubiesen ido a parar delante de Vivian. Levanta la cabeza y sus ojos se encuentran con los de él. Una sonrisa crece en la cara del hombre, si es que se puede llamar sonrisa a ese gesto módico de los labios. Él mete una mano en el interior del saco, queda en suspenso unos segundos y vuelve a ponerla en el borde de la mesa.
Ella se desentiende de lo que ocurre a su alrededor y se concentra en recoger la montaña de fichas que ganó. Después de todo fue una buena idea venir al casino, mucho mejor de lo esperado: obtuvo lo que buscaba. Lo consiguió sola. Un golpe de suerte, esos que a veces sorprenden por lo inesperado cuando se dejó de desear y se cree que la vida es una sucesión de desgracias, de hechos incomprensibles que no dan lugar a nada más que al intento sórdido de sobrevivir.
Sostiene las fichas con las dos manos y las mece para confirmar su posesión. Se dirige a la caja, el hombre le intercepta el paso y le murmura algo al oído. Vivian lo mira y se topa con la impavidez de sus ojos y la sonrisa mínima. Lo mira casi despectiva. Una burbuja de alegría le sube por la garganta y concluye en una carcajada gozosa. Con la cabeza le hace un gesto en dirección a la salida.

El hombre la está esperando cerca de la puerta.  Ahora es distinto, es por gusto, ella elige. El desconocido vuelve a hablarle, sus frases son tan breves como la sonrisa y el tono bajo e íntimo no la defrauda.  Descienden la escalera, él la toma por el brazo: podrían ser confundidos por marido y mujer o por viejos amantes, ligados a los ritos de la cortesía.
El hotel está contiguo al casino. En el vestíbulo hay un aroma dulzón a sahumerio, que apenas cubre el olor rancio de cigarrillos y encierro; a Vivian esas cosas hace mucho que han dejado de molestarle. El hombre saca la billetera y la abre: está vacía. Con un movimiento sinuoso y sin mirarlo, ella se adelanta y enfrenta al conserje.
El cuarto es inútilmente grande, allí lo que cuenta es la cama. Los silloncitos de estilo dudoso, la mesa baja con la lámpara envuelta en una pantalla rojiza, son apenas una parodia de intimidad en ese sitio transitorio. Vivian se sienta en la cama y se descalza. El hombre se para delante de ella, no está nada mal, aunque no tenga la altura de ese 007. Lo hace porque ella quiere, se repite, siguiendo con el índice el contorno de un arabesco del cubrecama, en un ademán sosegado que la tranquiliza.
Más tarde, el cuerpo del hombre tendido sobre el suyo, la empuja al quehacer mecánico de cada noche. Él tiene el mentón fuerte y los ojos siempre entrecerrados, como ranuras, en los que es imposible descifrar el color o alguna expresión. La expectativa decae en la repetición de los movimientos, en la seducción calculada. Es el antiguo mandato de complacer al otro lo que percibe Vivian, solo que esta noche se han invertido los papeles.
Nada diferente tiene lugar entre las sábanas frías, nada que ella no conozca hasta el hartazgo o la náusea. Casi de inmediato el hombre se adormila, como vencido por un cansancio insuperable. Lo mira perezosamente. Esta vez, sin ninguna prisa, se viste. Ya no lo encuentra parecido a ese actor, ni es el 007 intrépido, tan seguro en su impenetrabilidad. El interés o la curiosidad del principio han desaparecido y hasta su postura en la cama —el antebrazo cruzado sobre la cara— es el camuflaje de la derrota.
Toma su cartera y se inclina sobre él. La piel tiene la lividez del vientre de un pescado que ha empezado a descomponerse y el trazo sombrío en la axila es un dibujo obsceno en los restos de un derrumbe.
Estamos envejeciendo, dice Vivian con la voz contenida en el fondo de su garganta. Abre la cartera, saca unos cuantos billetes y los deja sobre la mesa de luz. Levanta los hombros y con paso lento camina hacia la puerta.


©  Mirella S.   — 2010 —

Foto de Darren Baker




miércoles, 3 de junio de 2015

La felicidad del palo borracho




Esa mañana desperté con una energía inusual pugnando filtrarse de entre mis labios craquelados por la desidia. Tuve el presentimiento de que algo extraordinario estaba dispuesto para mí.

Era otoño avanzado y el palo borracho de la esquina había florecido imprevistamente.

Cuando la amargura me inocula su hiel en la sangre, el mínimo evento amable es un indicio que me habla. Un árbol que brota en pleno mayo puede encerrar la simbología que yo quiera atribuirle. Y necesitaba aferrarme a un símbolo, como si fuera la llave de una puerta que se abre a instancias más benévolas.

Con temperaturas impropias de la estación, el palo borracho habrá creído que era setiembre, que el otoño se había puesto a jugar a la rayuela y, al brincar sobre el invierno, se le cayó la bufanda y se transformó en primavera. O el palo borracho estaba tan ebrio de flores que le cosquilleaban los brazos nervudos, que las soltó en un esplendor rosa púrpura.

Lo consideré un guiño dirigido a mí, porque el resto de la naturaleza siguió su curso, respetando la memoria que guardaban sus células, a pesar de que el termómetro marcara 30º. Las hojas de los demás árboles, en lluvias de monedas de cobre y oro, se apropiaban de las calles.

Los comentarios de los vecinos eran puras alabanzas hacia esa floración a destiempo, ante la suntuosidad de las ramas que se extendían como manos cubiertas de anillos.

La sonrisa con la que miraba ese espectáculo me humectó los labios. Algo parecía ensanchárseme por dentro.

Una noche se desató un viento caliente. El palo borracho amaneció despojado y a sus pies, untando la vereda, había una especie de légamo violáceo. El tacto cálido del viento cocinó las flores y las convirtió en una mermelada barrosa.

La boca se me apretó en una línea delgada, como si quisiera replegarse ante un ultraje repetido.

Soy una rastreadora de los mensajes que me pueda enviar el entorno, empeñada en una cacería emocional en la que termino siendo la presa. Con la nueva señal no cabían errores.

La floración del palo borracho me dio una tregua; en el trayecto que nos toca vivir hay paradores para detenerse. No debía pensar en la frazadita acogedora de la habitación contigua ni en sus fauces abiertas, invitantes. De mí dependía que no volviera a cautivarme.



©  Mirella S.   — 2015 —


domingo, 31 de mayo de 2015

Gonzalo Reyes: Canto para... Sofía, por si debo nombrarte



Siguen los cumpleaños, hoy le toca a Gonzalo Reyes,
otro gran compañero de Ultraversal y un excelente poeta mexicano.
Les comparto este video con uno de sus poemas.



Canto para... Sofía, por si debo nombrarte

Me ilusioné contigo algo mayor.
No, no fueron las mañas de un vejete
sí, un inexcusable adiós al pánico
que había sido estigma desde el vientre
de alguna puta decisión tomada
que sin saberlo, fuese trascendente.

Me voy debiendo a ti con la pasión
y la impaciencia de cualquier rebelde
que se muere feliz por la utopía
si llega desbocada pa' ofrecerle
un renacer que el tiempo postergó.
Porque soñé contigo cuando imberbe
—correteando tímido palabras—
quise poner en mis sustancias siempre 
algo del corazón pero sin versos,
pues continuaba aún sin conocerte.

Y me enredé en tu vuelo con tus danzas
 que han hecho de la noche un taburete
donde nos entregamos al amor
en blancas horas que respiran verdes
hasta el acontecer de negros grafos
que lúdicos o entristecidos vierten
sobre la palidez más solitaria
un poco de la sangre y su torrente.

Y aquí me tienes a merced de imágenes,
de música y parábolas, que en suerte:
patean, acarician, regurgitan,
ilusionan, engañan o padecen
al centro de este pecho solitario
que cuando vienes —nunca indiferente—
no se mete a la cama con tu luz
porque se va al tejado para verte
y traducir tus cantos en Romances;

la grácil sinfonía que sugieres.



Gonzalo Reyes 

http://amarantemlm.blogspot.com./





lunes, 25 de mayo de 2015

A través del fuego



Se lo conté, él no me creyó, ni cuando le dije que iba a mostrarle los recortes de los diarios. Están guardados, apenas me sienta mejor los voy a buscar. Tenía trece años entonces, imaginate, toda una vida. Mejor dicho: toda mi vida, qué desperdicio. Él no lo sabía. Vos tampoco, hija, nadie de acá lo sabe, los que lo saben están muertos o se quedaron en el pueblo y ni lo recuerdan. Lo callé, no quería que pensaran que me mandaba la parte.
Y los recortes también habrán tomado el color de lo viejo, así como yo me llené de arrugas y de canas. Deben estar en el bolso donde guardo tantos cachivaches, mis recuerdos, no sé para qué. Bueno, al final son pedacitos de mi vida y me da pena tirarlos. Los junto y los meto en ese bolso que traje cuando vine a Buenos Aires. Está arriba del ropero, hace un montón que no lo bajo, entre el reuma y que engordé no puedo andar subiéndome a una silla.
Espero que vos me creas si te digo que mi nombre apareció publicado en los diarios, con foto incluida: “Paulina Robles, que a los  trece años…” No me mires igual que tu padre, él puso esa misma cara, con los ojos oscurecidos por el desprecio y el alcohol, ahora que se le dio por tomar de nuevo.
Como lo estás oyendo: salí en los diarios y en un noticiero de televisión que conducía una periodista con doble apellido, de moda en esa época. Ella viajó hasta el pueblo, me hizo una entrevista y dijo que era una heroína de trece años. Nosotros no teníamos tele y no pude verme. A cada pregunta me ponía más colorada, miraba la punta de mis alpargatas y ella, para tranquilizarme, me acarició el flequillo, imposible de acomodar con este pelo duro y lacio que Dios me dio. Las palabras se me atragantaban, terminé moviendo la cabeza para decir que sí o que no y ella dijo a la cámara que era una chica muy introvertida. Fijate cómo me acuerdo de una palabra tan difícil, hoy todavía no sé bien qué quiere decir. La repetí varias veces, así no me la olvidaba.
En el colegio pasaba de grado raspando, la maestra decía que vivía en las nubes, que hubiera podido rendir más. En Lengua me esmeraba, mi sueño era ser secretaria, atender el teléfono, escribir cartas a máquina, usar trajecitos y zapatos con taco aguja, esa fue mi ilusión. Tampoco lo sabías. De mis cosas no hablo, introvertida querrá decir eso. La palabra sonó importante y me hizo creer que era distinta a la gente del pueblo. Sin la sensación de no encajar en ningún lado que tuve siempre, sólo distinta, en un sentido lindo, y por qué no, con un destino mejor.
Estoy cotorreando demasiado, lo sé, el médico dijo que no debía agitarme, sé que me van a llevar al hospital. Nadie me lo dijo. Lo sé y basta. Antes de que venga la ambulancia me gustaría contarte lo que hice a los trece años. Por lo menos que uno de mis hijos lo sepa.
De chica te parecías a mí, después cambiaste, te fuiste, hiciste tu vida. Yo también me largué del pueblo a los quince con la prima Fanny, que era mayor. Como te decía, mi sueño fue ser secretaria, hablar por teléfono, que para los que veníamos del campo era un aparato mágico, servir el café a los jefes, usar tacos altísimos, igual que las actrices de las viejas películas que vi en el cine de la parroquia. Qué hermosas: el pelo con ondas y unas increíbles cinturitas de avispa. Claro, a mí los trajes entallados no me hubieran quedado bien, ya de piba tiraba a retacona, pero los sueños, como las películas de la parroquia, eran gratis.
¿Ves? Perdí el hilo, siempre me costó contar algo. Los recortes de diario, sí, allí está la historia, con fotos mías, de la familia, de lo que quedó del rancho. Hasta me pusieron en la tapa de uno con títulos en negro: “Paulina rescata a sus hermanitos de las llamas”; y en otro: “Nena de trece años arriesga su vida y salva a sus cinco hermanos”.
Mamá, en cuanto se le pasó el susto, se puso en campaña y trató de sacar alguna tajada. Lloró delante de la cámara y dijo que en pleno invierno íbamos a tener que dormir debajo de un árbol. Del rancho sólo había quedado un aro de tierra ennegrecida y de los pocos muebles, una montañita de cenizas.
Gracias a ella nos mandaron colchones, frazadas, maderas y tu abuelo pudo construir una casa decente, con una pieza para mis hermanos. “No hay mal que por bien no venga”, solía decir, con esa resignación que fue mi herencia. ¿Que si no tuve miedo? Seguro que lo tuve. Si cierro los ojos veo las llamas envolviendo el rancho, rojas, largas y afiladas como cuchillos, con la cresta oscura del humo.
Había ido al arroyo a lavar y los viejos estaban trabajando en el campo de don Cosme. Cuando me di cuenta del humo empecé a correr. Al ver que el fuego casi lamía el techo de paja, pensé que era tarde. Me pareció oír un grito y ahí fue como si un remolino de viento me empujara, era puro instinto, con todas mis fuerzas le di una patada a la puerta y entré a pesar del terror salvaje que me mordía por dentro. No sé cómo salté a través de las llamas y los saqué, salía y volvía a entrar y me acuerdo que al dejar al último sobre la tierra pisada del patio, me puse a contarlos para ver si estaban todos. A veces creo que no me pasó a mí, que quien corría a través del fuego era otra ¿de dónde podía venirme ese coraje?
En fin, la fama duró poco, pronto dejé de ser una novedad y nadie se acordó más de la pequeña heroína.
Ya estará por llegar la ambulancia, si se te hace tarde por mí no te entretengas. No te estoy echando, en eso sos igual que tu padre: yo digo una cosa y él entiende otra. La vez que nos conocimos no le di bolilla y él no paró de perseguirme. En aquel momento por mi cabeza daban vueltas muchas preocupaciones, había tenido que dejar el curso de dactilografía porque no lo podía pagar. Pero no perdí la esperanza de volver a oír el estruendo de tantas máquinas que tecleaban al mismo tiempo en el salón enorme donde estudiaba.
Después que te tuve a vos, comprendí que ese sueño no era para mí. Me conformé, como mi padre o el tuyo, me dije que algunos sólo podemos recorrer un trecho cortito de la esperanza. Así que agaché el lomo y trabajé limpiando y cocinando para otros, mientras los veía a vos y a tus hermanos crecer en los pocos ratos libres que tenía. Estaba muy cansada para disfrutarlos a ustedes, siempre con la intranquilidad de cubrir las necesidades. 
Vos sabés que tu padre tiró la toalla, se embruteció con el vino y se mandó mudar. Ahora que no tiene donde caerse muerto, volvió. Al principio estuvo hecho una seda y consiguió algunas changas. En seguida mostró la hilacha de nuevo, armando un escándalo por cualquier pavada. Aguanté por costumbre, aguanté hasta hoy, que me gritó: no servís para nada, vieja de mierda. Me gritaba, sos una inútil, ni para traer unos mangos servís. Todo porque no fui a trabajar, es el reuma que no me deja ni moverme. Entonces algo me explotó por dentro, no pude bajar la cabeza y callarme. Le conté lo del incendio, que había pasado a través del fuego. Se me rió en la cara con su voz ronca de borracho. No me importó, las palabras me salían solas y le dije que le iba a refregar los recortes por la jeta. Se puso como una fiera, revoleó una silla por el aire, me la partió en la cabeza y tirada en el piso empezó a patearme. Pero me di el gusto, se lo dije.
Llegó la ambulancia, no me quedan más fuerzas. Buscá los recortes, quisiera verlos de nuevo. Capaz que cincuenta años después vuelvo a salir en los diarios: “Mujer muerta a palos por su marido”. Por eso sería bueno que encuentres los recortes y se los des a los periodistas, así saben quién fui, qué hice. Y para que vos y tus hermanos tengan el orgullo de decir: mi madre fue una heroína.


©  Mirella S.   — 2009 —

Foto de Raphael Guarino



jueves, 21 de mayo de 2015

Rinconcito




Era su deseo y no lograba concretarlo. No en aquella época. Había que compartir, que no estaba mal: algún cuchicheo antes de dormir endulzaba el sueño. Pero tenía necesidad de un espacio, un mínimo refugio únicamente suyo.
Con el tiempo, a medida que crecía, ese anhelo se hizo acuciante. Un lugar físico que se convirtiera en algo más que un cuarto propio, como si fuera una especie de confesionario, un semillero para que germinaran cosas que ni ella sabía definir, acaso ilusiones, fantasías, algo que le permitiera sacar su canto individual.
Entonces lo armaba en cualquier sitio y lo trasladaba igual que la carpa de un circo. O lo llevaba a cuestas, como el caracol acarrea su habitáculo.
Era frágil, precario, podía surgir en los momentos menos pensados. Conseguía abstraerse de tal manera que todo lo que ocurría a su alrededor no la tocaba, abismada y protegida bajo esa campana de cristal. Y hasta elaboraba la seguridad de que nadie la veía, que era invisible, de tan lejos que se había ido.
Sin embargo, cuando mucho después obtuvo ese lugar, no fue lo mismo. Demasiadas interferencias impedían la concentración, no era como lo había imaginado. Comprobó que solucionar problemas, enfrentarse con lo concreto del día a día, la despojó de la facultad de irse a los territorios inexplorados para encontrar esa voz propia que tanto había buscado. 
Ahora quedaba inmersa en las peleas de los niños, los reclamos maritales, el continuo sonar del teléfono, los bocinazos de los coches, la música frenética que escuchaba la vecinita adolescente y que irrumpían por la ventana, arremolinándole las ideas como papeles en el viento.

©  Mirella S.   — 2012 —



martes, 19 de mayo de 2015

Arantza G. Mondragón: Nana para un mirlo



Otro video, otro cumpleaños para festejar:
el de Arantza Gonzalo Mondragón, poeta delicada y dedicada, 
compañera de Ultraversal.
Espero lo disfruten como yo disfruté hacerlo.


Nana para un mirlo

La felicidad son tres minutos y cincuenta y dos segundos,
el tiempo exacto que dura esta nana.
La escucho detrás de los cristales
mientras el gris noche va borrando el campanario.

Se despereza el mirlo y comienza a cantar,
parece que ríe,
pero sé que está hablando conmigo.
Somos viejos amigos, dos aves nocturnas
que duermen cuando la ciudad despierta.

El gran árbol que tapa la luna,
—aquel que estaba tan desnudo hace poco—
ha vestido las aceras con flores.

¿Quieres magia?
sólo tienes que abrir los ojos.

Y pasan los tres minutos y cincuenta y dos segundos
y la música se me torna triste cuando calla.

Le faltaron muchas cosas a la niña que fui.

A la que soy
quizás sólo le faltó una nana. 



Arantza


Para visitarla:
http://arantza-enunrincondelalma.blogspot.com/


lunes, 11 de mayo de 2015

Apuntes en hojas perdidas (VI)





Brujas y ogros vs. superhéroes

Te pienso con ojos de clorofila, tal vez por el oro blanco de tu pelo y la transparencia de las pestañas en el contraluz. El perfil, destacándose contra el marco oscuro, me recuerda al ángel ensimismado que ilustraba la estampita de mi primera comunión.
Tenés la típica belleza del niño eslavo y te invento en la mirada reflejos del Volga o de algún lago misterioso, oculto en un territorio que nunca pisaré.
Desde el antepecho interior de una ventana, a través del vidrio empañado, mirás algo que sólo vos alcanzás a distinguir. Acaso no veas nada más que las gotas infranqueables que se deslizan por los vidrios y en ellas proliferen tus superhéroes, con sus poderes de celuloide y sus genes alterados.
De las gotas de mi infancia surgían los seres mágicos de otra época: hadas, magos, genios, duendes diminutos y verdes como los marcianos de los comics. Traviesos, enloquecían a brujas que terminaban perdiendo sus facultades maléficas, por lo menos en las peripecias que yo les imaginaba.
Algún día te voy a contar las de Sofronia, una bruja que tuve que modernizar para que sobreviviera cuando los cuentos de hadas fueron diluyéndose por las hazañas de los cuatro Fantásticos, la inteligencia de Batman o las mutaciones de los X-Men.
Y así fue que a Sofronia la convertí en una agente de la CIA, previo paso por el quirófano para una rinoplastia y extirpado de sus verrugas centenarias.
Mi historia favorita es la que escribí del ogro Cirilo. Una noche se me apareció en sueños pidiendo ayuda. Como los niños ya no creían en él ni le temían, se había tenido que hacer vegetariano, reemplazando sus comilonas de “niños envueltos” por verduritas, nueces y bayas. Estaba tan flaco que casi no lo reconocí.
Puesto que a Sofronia le estaba yendo bien en sus nuevas actividades, le aconsejé a Cirilo que intentara entrar en el CNI. Él frunció lo que quedaba de su bocaza y me dijo que no quería salir de los bosques de Caurel, donde yo lo había ubicado.
Me hablaba medio en gallego, así que la conferencia onírica fue ardua. Muchos años después, recibí un mail suyo donde me contaba que finalmente se había establecido en Lugo, era un detective privado con amplia clientela y me pedía que escribiera sus casos más resonantes.
Esos eran mis personajes y mi mundo, que crecieron a medida que yo crecía, tan distintos al tiempo que te toca vivir.
Observo tus pies descalzos, tiernitos, con el dedo gordo altivo y erguido. Tu espalda se apoya en una consistente pila de libros. Me alegra saber que tu familia tiene afición por la lectura y mi deseo es que te transmita ese hábito.
No sé por qué no cambio el fondo de pantalla, me gusta saberte allí cada vez que abro la computadora, contarte estos cuentos que amarillean en carpetas, dentro de cajones olvidados. Quizás porque no tuve hijos, quizás porque espero que un día salgas de tu ensimismamiento, voltees la cabeza y me dediques una sonrisa.

©  Mirella S.   — 2015 —

Elena Shumilova, fotógrafa rusa, el niño de la foto es su hijo.



martes, 5 de mayo de 2015

Latiendo como el sol



Se mudó al departamento de al lado hace ya unos meses, pero nunca la he visto. Su baño está pegado a mi living, así supe que canta temas de Shakira cuando se ducha. Siempre las mismas estrofas, empieza despacito para calentar la garganta, después larga unos alaridos a todo pulmón que perforan las paredes endebles que nos separan. Mi vecina se ríe mucho, con unas carcajadas afónicas que destemplan la tranquilidad de vivir casi en una nube: piso 26, mirando al Jardín Botánico y detrás un exiguo segmento del río.
A su regreso, en cuanto abre la puerta, se acaba el silencio. Habla por teléfono, silba, y se oyen golpes como si tropezara con los muebles o se le cayeran objetos al piso. Creo que vive sola igual que yo y, sin entrar en detalles porque soy un caballero, están los sonidos de los fines de semana por la tarde. El dormitorio de Shakira da a mi cocina, y un domingo a eso de las cinco, fui para prepararme un té, cuando en la quietud irrumpió una catarata de gemidos, que fueron in crescendo hasta terminar en un grito estentóreo, cuyo eco vibró en el aire largos segundos. Al echar el agua en la taza, mi mano temblaba ostensiblemente.
Lo desaforado de la situación me hizo acordar la escena de una película en la que la actriz hace una demostración pública de un simulacro de goce, tan bien actuado que deja boquiabiertos a los presentes. Con las mujeres nunca se puede estar seguro. Sin embargo la ceremonia de los fines de semana se perfeccionó en calidad y cantidad y no me quedó duda de que lo que allí ocurría era auténtico. Por más que pusiera el compact de Aída y subiera el volumen del equipo al máximo, el virtuosismo de las trompetas en la Marcha triunfal era opacado por el clímax de Shakira.
No soy un puritano, en mi juventud, allá por los años 50’, fui un calavera*, como se decía entonces. Quizás en mis tiempos había más mesura y discreción, aunque esa época es tan remota que no sé si es cierto. Sí afirmo que las paredes de las casas eran mucho más gruesas.


Aprendí de memoria los estribillos de Shakira. Mi melomanía se circunscribe a la ópera, pero con el correr de los días encontré que ponían una nota alegre y estimulante a la asepsia de mi vida silenciosa de viejo solterón. En mi fantasía su figura creció en una mezcla de Sophia Loren y Anita Ekberg. Mi vecina se convirtió en un personaje exuberante de alguna película de Fellini que imitaba a Shakira. Pasé del fastidio a cierto grado de animación; cuando ella volvía, aportaba una oleada joven, viva, grotesca y entrañable a la vez. Me hubiera gustado conocerla, intercambiar frases banales, de vecinos, pero no nos cruzábamos en el palier. En oposición a mis rutinas, sus horarios eran caóticos. Una tarde que salía de mi departamento, solo alcancé a ver la fugacidad de una sombra tragada por el ascensor.  En otra oportunidad, mientras lo esperaba en el palier, escuché que hablaba por teléfono. La voz se acercaba y se alejaba, su tono era entrecortado, sin gritos ni risas.
Como es común que pierda la noción del tiempo, no sé si transcurrieron días o semanas hasta que me di cuenta de que había vuelto el silencio. No hubo más sonidos a la hora de la siesta, tampoco el canto en la ducha, sólo quedaron los ruidos de la puerta cerrada de un golpe o una silla que choca contra las patas de la mesa.  El júbilo había cesado, un aire triste se esparció como cenizas en el piso 26.
A pesar de mi habitual prudencia no pude aguantar y le pregunté a Luis, el portero, si conocía a la chica del 26 C. Él, franeleando los vidrios del hall, me dijo:
—Sí, hace cerca de un año que compró el departamento. —Me miró con sus ojos oblicuos y preguntó—: ¿No la vio nunca?
—No, todavía no nos encontramos.
—Con razón, porque no es ninguna piba, debe pasar los cincuenta.
—Ah… —no pude agregar nada más debido al desconcierto.
—Vive sola, es contadora, muy amable —Luis siguió por su cuenta aportando información—. Es viuda, pero creo que tiene algún tipo de relación con un señor distinguido, lo vi varias veces, hace tiempo que no viene.
—Ella, cómo es, físicamente quiero decir —la pregunta me salió sin que pudiera controlarme.
—Y… qué le voy a decir, no es gran cosa: petisita, flacucha —dijo Luis, que por suerte se había agachado para frotar la parte baja de los vidrios y no vio que mi cara se tornaba granate.
—Antes era más conversadora, se reía, hacía bromas —continuó—, ahora saluda, algún comentario sobre el tiempo y de ahí no pasa.
—Claro, claro ¿Y la vio últimamente?
—Justo anteayer me preguntó si conocía a alguien del edificio interesado en comprar el departamento. Me parece que se traslada a Córdoba.
Esa mañana fui a caminar por el Botánico y en contra de mis costumbres me senté a tomar un café. Estábamos en primavera y el verde de las plantas era un agasajo para la vista, pero ese despliegue de la naturaleza me llegaba empañado, como si hubiera sufrido una desilusión o una pérdida.


El estrépito que venía desde el palier me informó que ése era el día de la mudanza. Me aposté detrás de la puerta con el ojo puesto en la mirilla. Shakira, con su voz afónica, daba instrucciones precisas a los de la mudadora para que no le arruinaran el tapizado del sillón. Les indicó que la esperaran abajo mientras hacía una última recorrida. Me puse el saco a los apurones y salí al palier. Shakira cerraba la puerta con llave. Juntos esperamos el ascensor.
—Buen día —le dije.
—Hola —respondió sin mirarme y haciendo tintinear las llaves.
Soy de altura promedio y su cabeza me llegaba al hombro, con el pelo corto, sin volumen, de un rubio lavado. Tenía puestos unos jeans y una musculosa que le descubrían unos bracitos anémicos.
Ya en el ascensor, para romper el silencio, dije:
—Después de todos estos meses nos conocemos recién el día que se va.
—Sí, la vida en Buenos Aires…
Dejó la frase inconclusa y levantó la cabeza. Vi los ojos más extraordinarios que recuerde, como aguamarinas con brillos de ámbar, pero con una mirada tan melancólica que me turbó. Llegamos a la planta baja.
—Adiós y suerte con su nueva casa —me despedí.
—Gracias, voy a extrañar las hermosas óperas que usted escuchaba —agitó la mano y se fue hacia el camión de mudanzas.
Eran las doce, hacía calor y yo con el saco puesto; en el apuro había olvidado de llevar el bastón, pero igual me encaminé hasta el shopping para comprarme un compact de Shakira, e iba tarareando “latiendo como el sol, mi corazón no tiene edad… tralala… este es un día especial, uhuh uhuh, quiero creer en otra oportunidad…”


©  Mirella S.   — 2010 —

*Calavera: expresión popular para designar al hombre trasnochador y mujeriego. 







viernes, 1 de mayo de 2015

Revista Ultraversal

Revista Ultraversal • Mensuario digital gratuito de escritores ultraversales

Los invito a que conozcan Literatura de la buena y con mayúsculas. 
Salió la edición número cero de la Revista, pueden leerla online o descargarla gratuitamente en formato PDF desde

http://revista.ultraversal.com/

No se la pierdan y si les gusta no dejen de recomendarla, por favor.


domingo, 26 de abril de 2015

Morgana de Palacios: la poética del arrebato



Otro video de cumpleños, el obsequio va para una poeta maestra de poetas, una alquimista de la palabra, una mujer que consiguió que me gustara la poesía, a la que nunca me había animado ni a leer y menos a escribir. 
Ella es Morgana de Palacios.



Yo no inventé el amor

Yo no inventé el amor. Estaba escrito
con todos sus misterios y celadas
con sus filias y fobias, sus miserias,
sus miedos, sus torturas, sus mandalas.

Yo no inventé el amor pero si amo,
si me entrego a lo oscuro de su causa,
me da lo mismo el cielo que el infierno,
suya es la voz y suya la palabra
y es en la palabra que inauguro
cada matiz con que el amor me mata.

Nunca me enamoré como otras muchas
de un espejismo azul de hielo y agua,
si conflictiva soy, por el disturbio
se decanta el amor cuando me atrapa,
pero me ofrece más que a todas ellas,
su mística del mal es sólo un arma
que me vive y desvive, me atormenta,
o me hace reír si se dispara.

Algo de predador tiene su boca
que liberta, clausura y arrebata,
algo de una constrictor sobre el cuerpo
algo de guerra química en el alma.

Yo no inventé el amor. Estaba escrito
que llegaría náufrago a mi playa
y si me hace sufrir es cosa mía
como es suya la herida que declara.

Porque también es animal de láudano
y yo no he sido nunca suave y mansa,
no lo dejo caer si se silencia
ni en el silencio deja que me caiga.

Mi enemigo tendrá las manos rotas
de golpear la vida encanallada
pero nadie acaricia como él
ni nadie dice más con la mirada.



Morgana de Palacios

http://ultraversalia.blogspot.com.ar/