domingo, 26 de enero de 2014

Gatos en la bruma






—Sí, se fueron los cinco. Quizás alguno vuelva —dijo su mamá.
Belén comprendió que lo decía para conformarla, porque ella temía que los gatos se hubiesen perdido en la niebla proveniente de la laguna. Se acordó del cuento de Hansel y Gretel, los dos hermanitos que cuando fueron abandonados en el bosque tuvieron la precaución de tirar guijarros para saber el camino de regreso. Pero la segunda vez tiraron migas de pan, los pájaros se las comieron y quedaron solos en el corazón del bosque, prisioneros de una bruja malvada.
Le habló a la mamá de esa historia que le había relatado la abuela, ella sacudió la cabeza y le dijo: 
—Hija, los gatos tienen olfato, instinto, si quieren volver, saben cómo hacerlo —lo dijo en un tono seco, Belén sabía que su mamá rogaba que los animales no aparecieran más. Decía: 
—Cinco gatos es demasiado y si bien son independientes, hay que darles de comer.
Escuchó cuando la mamá le comentó a la abuela: 
—Para colmo de males, los intrusos son un macho y cuatro hembras, que ya estaban todas preñadas. Tuve que hacer de tripas corazón para deshacerme de las dieciséis crías, porque los hombres se desentienden de esas tareas
Belén lloró desconsoladamente.
Había sido extraño que los gatos surgieran de pronto, los cinco juntos, de la grisura de una noche también muy brumosa, asediando a la casa con sus maullidos. Eran todos distintos: el macho tenía el pelaje a rayas igual que un tigre y, según Belén, era un rey; la gata negra, con sus misteriosos ojos amarillos, hacía pensar en las hechiceras; la tuerta era de raza y color indefinibles, sin embargo la más demostrativa a la hora de pedir mimos; la pelirroja se mantenía a cierta distancia, observando y la gris y blanca parecía un trocito de niebla vuelto materia.
En cuanto vinieron de quién sabe dónde, se instalaron en el jardín de adelante y nada los espantaba, ni los escobazos de la mamá o algún puntapié de su hermano mayor cuando se le cruzaban entre las piernas. Belén, a escondidas, les proveía de carne y leche extra.
Los quería a los cinco por igual, los gatos lo captaron al instante y al volver del colegio siempre la esperaban fuera del portón.
Al cabo de un tiempo ya formaron parte del paisaje de la casa, como si fueran otros enanitos de yeso en el jardín. No molestaban, salvo en las noches de plenilunio, noches en que ofrecían un escalofriante concierto de maullidos. 
—Uno se acostumbra a todo —había dicho la mamá—, a que estén o a que se vayan.
En cambio Belén no. Luego que desaparecieron hacía guardia detrás de la verja, los llamaba largamente: michi… michi… sin obtener respuesta. La niebla parecía amortiguar cualquier ruido; de tan densa ni la casa de enfrente se distinguía y las acacias de la calle eran unas sombras difusas.
En las primeras noches, después de la partida de los gatos, la nena tuvo dificultad en dormirse. Recordaba lo que oyera sobre la laguna, de cuántos habían desaparecieron en los días de neblina, atrapados por ese tul blanco sucio que lo envolvía todo. 
—Como una mortaja —había dicho la abuela. 
Los chicos tenían prohibido andar solos por las calles y aún menos ir hacia el lado del agua. Su hermano mayor le dijo que en las cercanías del agua, el vapor de la niebla mojaba como una llovizna invisible, se metía en los ojos, en la nariz, llegaba hasta el cerebro y las personas perdían la orientación, se iban derechito a la laguna, enredándose entre las cañas o eran chupadas por el suelo pantanoso.
Y ella le creyó, porque su hermano iba a cumplir los trece y sabía muchas cosas. También le contó que en los sauces que crecen en la orilla, pululan los murciélagos, que duermen cabeza abajo, son ciegos y en las noches de niebla, cada vez que alguien se pierde y se acerca a la laguna, los inmundos lo presienten con un radar que tienen, se le tiran encima al pobre diablo y le sacan los ojos. El hermano no supo decirle si era de pura envidia o si los bichos creían que si se daban un atracón de ojos iban a recuperar la vista. —Son sólo especulaciones —le dijo el hermano—, orgulloso de emplear una palabra que había aprendido esa semana, y levantando el dedo índice concluyó: los animales no piensan. La nena, con sus ocho años, no compartía la idea, para ella los gatos eran inteligentes de verdad, tenían pensamientos. Por algún motivo llegaron en medio de la niebla de abril; y que justo se fueran esa tarde de setiembre, con una bruma así de tupida, no debía ser por casualidad.
Después que se fueron los gatos, la niebla persistió dos semanas más. Era compacta como un merengue y hacia el mediodía, en cuanto se disipaba un poco, los vecinos aprovechaban para salir, siempre sosteniéndose de unos cordones fluorescentes que habían puesto en los bordes de las veredas.
De los cinco gatos ni noticias y Belén antes de acostarse, indefectiblemente, entreabría la ventana y con voz de campanita de cristal, repetía michi… michi… michi, hasta que el aire húmedo le producía tos y la mamá, desde la cocina gritaba: es hora de dormir y había que ir a la cama.
La noche anterior a que la laguna reabsorbiera la niebla y el mundo volviese a ser cielo, tierra, sol y nubes, Belén soñó con la gata negra, la de los ojos embrujadores, que con las uñas raspaba el vidrio de la ventana. También se oían maullidos a lo lejos, que en el idioma gatuno querían decir vamos, despertate, te estamos esperando. Ella abrió los ojos, se levantó, fue hasta la ventana y le pareció ver dos puntos amarillos, que como linternas, traspasaban la neblina.
La casa estaba oscura y silenciosa. Belén salió a la calle en su camisón con florcitas azules y sintió el abrazo frío de la niebla que, de tan espesa, le impedía verse las manos. Caminó con pasos cortos, inseguros, siguiendo el rumbo marcado por los ojos de la gata negra. La nariz se le llenó de gotitas que bajaban por su garganta y una constelación de rocío le perló las pestañas y se deslizó por sus mejillas. 
—Son las lágrimas de la niebla que llora a través de mis ojos —dijo Belén—, y rió ante esa maravilla. Pero la risa fue inaudible, como si rebotara en paredes de algodón.
Los maullidos ahora se oían próximos y supo que los cinco estaban allí, a su alrededor. La negra le prestaba los ojos luminosos a la pobre niña, para que no se perdiese, para que pudiera llegar a la laguna y quedarse juntos para siempre.

©  Mirella S.  -2010-



Imágenes sacadas de la Web


Algunos dijeron que era un cuento para chicos, otros dijeron que no.
Algunos arrugaron la nariz, otros dijeron ta' bueno...
Que cada uno saque sus propias conclusiones.




miércoles, 15 de enero de 2014

Distorsión








Fotos de Mirella S.




Te encontré en un cineclub,
peregrino en ese sótano mohoso.
Vimos la película de Bergman,
con su título apócrifo:
"Detrás de un vidrio oscuro".

Tus ojos anticiparon el invierno.

Inevitable: me atrajo tu forma ambigua,

nunca te mostrabas de frente 
con la cara plantada al sol
siempre ibas en escorzo.

Cuando se te daba la gana

—muy de tanto en tanto—
te ponías en contraluz
y permitías que viera
alguna línea de tu alma.

Quizás temías ser absorbido

o te fueran a habitar eso recóndito,
incompartible: 
el vacío.

Nos distorsionamos con el tiempo,

cada cual ocultándose
tras su oscuro vidrio esmerilado.



©  Mirella S.   2014







miércoles, 8 de enero de 2014

El libro triste








Qué extraño destino me tocó en suerte: nadie me lee y tampoco me desecha. Quisiera circular, para que otros sonrían o se emocionen con lo que está escrito en mí. ¿Será porque cuenta alguna historia triste? Hace mucho tiempo me hojearon apresuradamente, después fui relegado al cajón de la mesita de luz.
El dormitorio está casi siempre vacío; sólo por las noches o al amanecer, una mano estilizada pero firme abre el cajón y saca o deposita algo. Es cuando puedo echar un vistazo hacia fuera y sobre la mesita, junto al velador, veo una pila de los de mi especie que se renueva con asiduidad. Un temblor nostalgioso recorre mis venas entintadas. 
Comparto este lugar en penumbras en el que estoy atascado, con los objetos más dispares. Algunos van y vienen (pañuelos de papel, monedas, las pastillas de menta); otros son huéspedes estables: la lapicera fuente, a la que deberían cambiarle el cartucho, aunque nadie lo hace y, pobrecita, sufre la misma sensación de inutilidad que yo. Somos afines, ella desea escribir palabras y, por mi parte, me gustaría que lean las que tengo impresas.
Entre los residentes consuetudinarios del cajón hay una alianza, que cuando lo abren, rueda tintineando y suele engancharse en la lapicera, como si fuese un dedo anular extendido dispuesto para el sí. Desde que estoy aquí convivo con un rosario de madreperla, que busca mantener distancia de un cuerno de coral. Quedó un blister con dos aspirinas; un broche en forma de mariposa, con el gancho abierto, que se me clava en el lomo en las oportunidades que la mano tira del cajón con apuro.    
También está la agenda azul. Se cree importante porque desborda nombres, números de teléfono, direcciones. De tanto en tanto la mano delgada la saca de paseo. No debe llegar lejos: al poco rato vuelve a la prisión con sus aires de princesa, como si hubiese dado la vuelta al mundo.
Un día la lapicera rodó cerca de mí, emitió un suspiro de aburrimiento y me preguntó cuál era la historia que contenía. Le dije que hablaba de una niña que muere. La lapicera quiso que se la relatara. Le contesté que era apenas una intuición, no recordaba nada más. Ella, decepcionada, me dijo que entonces no podía estar seguro de que esa fuera la historia. No supe qué contestar, era verdad, no sabía de dónde había sacado ese argumento.
Al cabo de esta conversación, como en un sueño, empezaron a surgir ciertas reminiscencias. Provenían del fondo de la tinta impresa, que no era más que el vehículo del alma de las palabras, hilvanadas por una trama de dolor que atravesaba los tiempos, buscando redención, no olvido.
Tuve la imagen de otra mano femenina, pero muy ajada. Una mano que sostenía la pluma de un pájaro y, fatigosamente, trazaba letras en un papel rústico. Con frecuencia mojaba la punta de la pluma en un tintero de vidrio y entonces la letra salía más gruesa o se derramaba en gotas negras. Y lo que escribía en esas hojas era la muerte de una chiquita, que se había deslizado voluntariamente en un lago o un río.
Era una historia demasiado triste, por eso no me leyeron. Sin embargo hubiese sido cruel tirarme, porque habría indicado desprecio o indiferencia hacia la tragedia de esa vida breve y hacia quien escribió su historia, la madre de la niña, cada noche a la luz de una vela.
Ahora entiendo que fui las salpicaduras de la tinta y esa letra quebrada, que tenaz, se extendía en papeles viejos. Nací allí, aquél fue mi origen, por eso soy un libro triste.
Fui recordando fragmentos de la historia y la violencia secreta que custodiaba esa familia a la que, de alguna manera, yo pertenecía. Se los confié a la lapicera y me di cuenta que los demás habitantes del cajón, movidos por una energía misteriosa, se habían acercado y formaban un círculo a mi alrededor, para no perderse detalles. El broche mariposa se ubicó de tal forma que ya no podría pincharme con su gancho abierto.
Algo aleteó entre mis páginas.

©  Mirella S.  -2011- 






1.  Óleo de Slava Fokk
2.  Detalle del cuadro "Mujer escribiendo" de Jan Vermeer




jueves, 2 de enero de 2014

Las otras






La lluvia se desliza por los cristales y con la mirada húmeda quiero lavar actos antiguos. Sospecho que no estoy sola, detrás de mí hay otras presencias: las que son extranjeras en mi propia piel. Cuántas he sido y aunque amague alcanzarlas, se esfuman.

Siluetas pardas cruzan por la ventana. Los pájaros han vuelto, traen un arcoíris tan embustero como ellas, las que escapan de mí cargadas de mentiras.

Se apretujan en un ángulo tenebroso del cuarto y cuchichean, levantando andamios falsos para esta hipócrita que mendiga verdades a medias. Es arduo discriminar, blanquear mis trayectos errados o los atajos para conquistar posibilidades en la persecución de utopías.

Desde que empecé a caminar la senda fue oscura y no traemos un folleto con instrucciones, una linternita o siquiera una caja de fósforos, una brújula o cierto sentido de orientación. Todo hay que aprenderlo, copiarlo o improvisar sobre la marcha.

Una de las que se ampara en las tinieblas es la ladrona especialista en robar sentimientos. La que está a su lado, la cortesana, hizo feliz a los que se conformaban con el fulgor de un orgasmo. El dinero nunca fue la meta, sí el poder y, generalmente, vienen juntos.

La peor es aquella que se engaña con un despliegue de carcajadas, camuflando el gesto acídulo. Está la pequeñita, que ostentaba virtudes para que la amaran; y detrás, la exploradora de la palabra, con presunciones de poeta.

La lluvia aumenta, ha manchado los cristales. Las máscaras  falaces se retiran. Me dejan sola y débil, en carne viva. Tendré que fabricar otras.


©  Mirella S.   — 2014 —






1.  Óleo de Alex Alemany
2.  Óleo de Claudio Bonichi




La literatura es mentir bien la verdad.

Juan Carlos Onetti


jueves, 26 de diciembre de 2013

Vacilaciones




Foto de Mirella S.



La luz lateral ciñe los rasgos,
pinta un claroscuro de incertezas,
geometría de ángulos y perspectivas.

Un pie quiere subir, el otro se afirma
resguarda la voluntad del equilibrio. 

Ojos que se apartan de las sombras
acechantes al final de la escalera.

Misterio del vacío, puerta sin llave.

Como un artífice del azar
se abre al equívoco de un sueño.



©  Mirella S.    
Diciembre 2013






domingo, 22 de diciembre de 2013

Un regalito, desde el corazón...



Camille Engel (Estados Unidos)


Cuando era chica para Navidad siempre esperaba que me regalaran un libro y, si se podía, una muñeca. 
Pero el libro estaba primero. 
Hoy mi regalo para todos ustedes no serán palabras, sino estas  imágenes que nos hablan de libros y de lecturas, a través de cuadros e ilustraciones de artistas de todos los tiempos y de distintos lugares del mundo. 
Para mirarlas y disfrutarlas con los ojos del alma. 

¡Felicidades para todos!


¡Gracias Johannes!

Michelangelo Merisi "Caravaggio" (Italia, 1573-1610)

Jan Vermeer  (Holanda, 1632-1675)

Jean Honoré Fragonard (Francia, 1732-1806)

Retrato de Emile Zola
por Edouard Manet (Francia, 1832-1883)

Mary Cassat (Estados Unidos, 1845-1926)

Edward Hopper (Estados Unidos, 1882-1967)

Salvador Dalí (España, 1904-1989)

Claude Verlinde (Francia, 1927)

Ilustración de Charles Wysocki (Estados Unidos, 1928-2012)

Jimmy Lawlor (Irlanda 1933-2012)

Arte digital de Dave Cutler (Estados Unidos 1942)

Ilustración de Jonathan Wolstenholme (Inglaterra, 1950)

Gurbuz Dogan Eksioglu (Turquía, 1954)

Acuarela de Stephen Scott Young (Hawaii,1952)

Arte digital de Jim Tsinganos (Australia 1964)

Slava Groshev (Rusia, 1971)

Ilustración de Elina Ellis (Inglaterra, contemporánea)

Rosaria Battiloro (Italia, 1984)







Leer y entender es algo;
leer y sentir es mucho;
leer y pensar es cuanto puede desearse.

Anónimo


martes, 17 de diciembre de 2013

Manos a la obra





El jefe de mamá, don Amílcar Segovia, durante sus conversaciones tenía la costumbre de apelar a una gran profusión de frases hechas.
A la salida de la escuela yo iba para la oficina y esperaba que ella terminara la media hora que le faltaba cumplir. Era una media hora fascinante. El señor Segovia siempre estaba hablando con alguien por teléfono, con mamá o con clientes y era entretenido escuchar expresiones novedosas para mí.
Muchas de ellas mencionaban partes del cuerpo. Una vez le dijo a un cliente: hagamos el trato a ojos cerrados; mientras que a otro lo increpó: se le debería caer la cara de vergüenza; y a un proveedor le advirtió que él no se chupaba el dedo. A mamá le aconsejó que anduviera con pies de plomo con un tal Fernández, que hablaba hasta por los codos y no tenía dos dedos de frente. En cambio para cobrar un trabajo, dijo: tuve que luchar a brazo partido para defender lo mío con uñas y dientes.
Lo más extraño era que por temporadas usaba modismos basados en la misma palabra. Y cuando empezó a insistir con las frases que contenían la palabra mano, las fui escribiendo en la última hoja del cuaderno borrador. 
Así me enteré que se había quedado en la empresa para darles una mano a los chicos, que no tenían experiencia y así se fogueaban. Según mamá, los “chicos” eran dos vagos cabezas de chorlito, casi cuarentones. A ella, de tanto escuchar al señor Amílcar, se le pegaron algunas de sus expresiones y de los hijos decía que si uno les daba una mano, se tomaban el pie.
El tema de las manos me interesó, era la parte de mi cuerpo que más cuidaba porque quería ser pianista. Constantemente las movía, practicando escalas en el aire. Me provocaba un placer inefable tocar superficies lisas, igual que el teclado del piano, por donde mis manos se deslizaban con facilidad y las yemas sentían las vibraciones de los materiales convertidas en música.
Lavar las manos a menudo, ponerles crema, recortar y limar las uñas y posibles asperezas con la piedra pómez, era un ritual cotidiano que practiqué siempre, aún después de haber comprendido que las clases de piano en lo de la señorita Noemí eran insuficientes y no teníamos dinero para pagar el Conservatorio. Sin embargo, todavía cultivaba la esperanza. 
Sentarme calladita en el sucucho que le servía de oficina a mamá, con el manual abierto en la punta de su escritorio para disimular, era la gran diversión de esa época.
Detrás de la puerta vidriada podía oír el vozarrón del señor Amílcar, a quien yo imaginaba robusto, con una barriga curvada tipo balcón, en la que se gestaba esa voz gruesa, altisonante, que transmitía tantos dechados de sabiduría popular.
La tarde que salió de su recinto, me asombró ver a ese hombrecito alto, tan magro en carnes al punto de parecer un anticipo de cadáver. Le alcanzó unos papeles a mamá y dijo, con esa voz que —después de haberlo visto— me sonó de ultratumba: con este pedido no hay que dormirse en los laureles, ayer tuve un mano a mano con los de Lima y todo marcha sobre rieles.
El señor Segovia debía andar por los ochenta. Conocerlo personalmente coincidió con el período de locuciones con la palabra “manos”. Fue un período inolvidable para mí.
Cuando Luisito y Andresito —los grandulones de los hijos, que él seguía tratando como a dos cachorros indefensos— se encandilaron con un hipotético negocio que los haría ricos, él los frenó con un más vale pájaro en mano que cien volando. Ante la propuesta de una expansión desmesurada para entrar en competencia con una empresa prestigiosa del ramo, dictaminó: más vale ser cabeza de ratón que cola de león. Quedé boquiabierta la vez que alguien lo amenazó con un juicio y el viejo, sin inmutarse, le espetó: más vale mano de juez y dedo de escribano que brazo de abogado. Los refranes que empezaban con más vale me sonaban tan categóricos como si contuvieran una amenaza velada o una admonición.
Mamá me comentó que el cariño por Luisito y por Andresito obnubilaba al señor Amílcar y no veía o no quería ver (ojos que no ven, corazón que no siente), que los holgazanes metían la mano en la lata, o sea: robaban a cuatro manos y que la pequeña pero sólida empresa que al señor Amílcar le había costado sangre, sudor y lágrimas llevar adelante, se estaba desmoronando gracias a esos ingratos. Información que fue corroborada por una frase que largó el viejo casi en un susurro, pero que escuché claramente detrás de la mampara que dividía las dos oficinas: la mano viene pesada.
Fue ella la que pescó a los inescrupulosos con las manos en la masa y le llevó al desolado señor Amílcar las pruebas irrefutables de la traición. El pobre largó una seguidilla de lugares comunes que apenas alcancé a anotar. Primero escuché un gorgoteo como de una cañería tapada o de alguien que se atragantó con un huesito de pollo y después la voz, más retumbante que nunca, dijo: éstos vinieron con una mano adelante y otra atrás y ahora se quieren ir con las manos llenas, mientras yo las tengo atadas. Y la perla máxima: cría cuervos y te sacarán los ojos (nuevo ruido a gárgaras). Ponía las manos en el fuego por ellos, cuando los traje creí tocar el cielo con las manos, sí, es verdad que se pasaban buena parte del día mano sobre mano. Siempre creí que muchas manos en un plato hacen mucho garabato.
Ese fue el principio del fin. Unos meses después, cuando el negocio bajó las persianas, me di cuenta de que mamá no podría costearme más las clases con la señorita Noemí y el Conservatorio entró a formar parte de una realidad que no tenía que ver conmigo.
El señor Amílcar Segovia saldó todas las deudas, indemnizó al personal y se despidió diciendo: ustedes, sin comerla ni beberla, pagaron el pato, mientras que otros se hicieron el agosto. Por suerte quedamos a mano.
Colgó un cartel rojo de SE VENDE en la entrada y se retiró a su oficina. Lo encontró el sereno, que había ido a buscar sus pertenencias, volcado sobre el escritorio; las manos delgadas (que se volvieron hermosas en el recuerdo) sosteniéndose el pecho.
Mamá sentenció: como se vive se muere, y el señor Amílcar murió con las botas puestas.
Él decía tantas cosas que ahora pueden parecer obvias, como de un solo golpe no se derriba un roble, persevera y triunfarás o manos duchas, comen truchas. Y yo era buena para las manualidades; decoré cajitas, hice collares, pulseras, muñecos de paño lenci y así me pude pagar la media beca que me dieron en el Conservatorio. Si llegué hasta donde llegué, ni más adelante, tampoco más atrás de lo que me correspondía, fue porque no me crucé de brazos y puse manos a la obra. 

©  Mirella S.  -2011-       



Imágenes sacadas de la Web








domingo, 8 de diciembre de 2013

Las voces del olvido





Últimamente me llega un sonido que, como el viento, se cuela por la ventana y sisea en la noche de mi soledad. Me impide escribir, no puedo elegir las palabras, las confundo, se enredan en un murmullo del cual no obtengo significados.

Es una voz andrógina, que por momentos tiene un timbre femenino y en otros se vuelve grave. En realidad, son varias, las de hombres y mujeres de mi pasado, que quedaron allá afuera y ahora vienen a cumplir con las visitas que no me hicieron antes. Voces muertas, olvidadas que se filtran por los quiebres de la memoria. Pensé que no llegarían hasta aquí, pero me han alcanzado.

A veces entiendo alguna palabra suelta y la anoto en la libreta que me permiten tener. De inmediato el sentido de lo que estaba escribiendo se altera, pierde coherencia. Entonces me estremezco al pensar en las miradas aviesas que circularán por la ronda de sillas a la hora de la lectura.

Desde que me confiscaron el lápiz con la punta afilada, del que las palabras caían como cuchillos, no me place más dibujar las letras con esta fibra gruesa. Detesto el manchón carmesí de mis tachaduras, no hay forma de borrar las palabras equivocadas de la tinta que se derrama sobre el papel barato. La hoja se llena de heridas que supuran mi desconcierto.

Los murmullos son algo reciente, aparecieron cuando dejé de tomar la pastilla celeste. Ahora tengo un retazo de cielo escondido en la funda de la almohada, me arrebata de la oscuridad del cuarto y me conduce al color glauco del atardecer. Quisiera que esos susurros fueran trinos de pájaros y no letanías de ausentes.

En las horas alargadas por el insomnio, ejecuto la autopsia de los recuerdos y me revelan las máscaras de aquellos que fueron, ya no son o seguirán siendo del otro lado del muro. A medida que el cielo se expande en el vientre de mi almohada, también las voces se multiplican como larvas. Empiezo a reconocerlas, presto atención y dejo que el extremo de la fibra se desangre en la hoja vacía.

Habrá expresiones de sarcasmo en el círculo de sillas ante mi libreta en blanco, sin embargo, ya no me importa. Alguien dirá la poeta ha enmudecido. Querrán que hable, pero estaré distraída.

El interés por lo que está fuera de mí es cada vez más escaso; el foco está puesto en la tarea de reconstrucción. Desmenuzo los comentarios y voy ubicando a quiénes pertenecen. 

Quizás no esté más sola, porque detrás del rumor de las risas, la vehemencia de ciertos adjetivos, empiezo a distinguir formas. Como sombras chinescas proyectadas en la pared, se agitan en saludos espasmódicos. Extiendo los brazos, las llamo. Quedan expuestas las vendas de mis muñecas y sin pensar me las arranco, lo mismo que la bata.

Y las sombras se arremolinan a mi alrededor, acaso para cubrir la desnudez de mi cuerpo.



 ©  Mirella S.   2013






1.  Foto de  Mariska  Karto
2.  Foto de  Matthew  Scherfenberg