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Acuarela de Alessandro Andreucetti |
Iba caminando por
esa ciudad a la que me condujo una decisión desesperada. Caminaba buscando una
calle sin hallarla, tan desorientada por dentro como por fuera.
Estaba completamente
perdida y él desbordaba furia, parecía un animal rabioso, pronto a desmenuzar
con sus colmillos a la vida misma. Él venía en sentido
contrario, la cabeza gacha, mientras que yo miraba un cielo propio. El topetazo
me aturdió, perdí el equilibrio y me habría derrumbado si su mano, como una
garra, no me hubiese sostenido.
Le vi los ojos:
dos pedazos de noche sin luna. Con el ceño adusto y la voz inhóspita, gruñó un disculpame. Esa sola palabra y el acento
nos unieron, proveníamos del mismo mundo; resultamos ser dos extraviados que se
chocan en un país lejano.
Cuando me recuperé
del impacto le pregunté si podía ayudarme con la dirección que buscaba. Él
seguía sosteniendo mi brazo y sólo afirmó con la cabeza. La oscuridad de sus
ojos se metió en los míos.
Era para el lado
opuesto, hacia donde él se dirigía. Me acompañó casi sin palabras, sus dedos
presionaban mi brazo desnudo. Hacía calor y perseguíamos la sombra de los
árboles.
Quería decirle que
me soltara, ya no hacía falta, había recuperado el equilibrio, pero me gustaba
la sensación de sostén, en esos momentos me era necesaria, como la plantita
endeble que se apoya en un tutor. Solo que no soy endeble, me hice de piedra. Sin
embargo, las circunstancias de aquel día me habían ablandado por el paso que iba
a dar. Cerraba puertas viejas en un intento de volver a fundarme.
Hice los trámites. Cuando salí él me estaba esperando. Preguntó si iba a quedarme mucho. Le
contesté que podía durante tres meses, después el destino diría.
El destino es un invento para escapar de nuestras
responsabilidades, replicó con una voz fracturada. Hablaba poco, pero
cuando lo hacía soltaba ese tipo de frases. No supe qué historia traía a
cuestas, yo tampoco le conté la mía. De vez en cuando se le evidenciaba la ira
en el tic de las mandíbulas, en los puños apretados o en las palabras que le salían
como si las mordiera.
Hubo una injusticia, de esas que no se perdonan, fue lo único que pude entender.
Hubo una injusticia, de esas que no se perdonan, fue lo único que pude entender.
Escapamos del
calor de la calle y nos metimos en un café. Lo miré devorando su sándwich:
parecía un perro atorrante —de esos que vagan por pueblos polvorientos— al que
le tiraron un hueso.
No tuvimos que apelar
a nuestro origen en común para acercarnos; quizás fue la sensación de
naufragio, el cruce de los ojos o sus dedos nuevamente en mi brazo, pero
terminamos en el cuarto de mi hotelucho. Éramos dos respiraciones anónimas, dos
soledades, dos desesperaciones, cada uno afligido por un furor distinto: el mío
vuelto hielo, el suyo latente en los gestos, en la voz.
En la cama, boca
arriba, miramos las paletas del ventilador de techo, que apenas desplazaban el
fuego de la atmósfera. El calor chorreaba por nuestros cuerpos como una medusa
líquida. Su boca era dura, voraz; las manos, en cambio, no parecían
pertenecerle: suaves, nostálgicas de piel.
Se quedó dormido y
hurgué en su mochila. Sólo encontré ropa gastada y sucia; en los bolsillos del
jean guardaba unos pocos billetes. De él me quedó un nombre ignoto en un
pasaporte oscuro de sellos. Se fue al amanecer, llevándose su ropa sucia, el
silencio y eso que lo arrasaba por dentro.
Al salir me saludó
con la mano en alto y murmuró gracias.
No esperó el ascensor, bajó por las escaleras a los saltos. Volví al infierno
del cuarto y cerré la puerta.
A veces me
arriesgo y tallo un diamante nuevo.