Muy lentamente, como un grifo
que pierde, se me escapa el primer chorrito y no puedo detenerlo, los jeans se
van mojando y líneas de un azul más oscuro se dibujan a lo largo de
mis piernas. Ya no hay solución, nunca hubiera llegado hasta uno de los baños
químicos que pusieron para el recital de rock, las filas son interminables. La
vejiga se desinfló satisfecha, el bienestar y el alivio prevalecen unos
segundos, hasta que añicos del pasado se reúnen en imágenes sigilosas,
abriéndose camino a machetazos en la selva de los recuerdos. Entonces, sobreviene el
pánico.
Los dobladillos gruesos de los
jeans contienen algo de mi agua interior, pero unas gotas tibias resbalan por
mis sandalias. Me escondo detrás de una columna, me ato el chal a la cintura
para disimular el estropicio y con un pañuelo intento absorber la humedad y
secarme los pies. Una arcada de asco hace que me incorpore, una náusea que
proviene de veinte años atrás y que ha dejado su memoria en mis células. Esa
náusea no me pertenece, una nena de cinco o seis años no se asquea de su propio
pis, es una sensación que se instala y construye su bastión porque desde afuera
le gritan “sos una meona asquerosa”.
Escucho el recital en
cuclillas, en un recoveco detrás de las gradas; la banda está tocando uno de
mis temas favoritos, que de estar junto a Gustavo y al resto del grupo hubiera
acompañado con el cuerpo y el alma. No quiero que me vean, aunque sé que las
manchas pasarían desapercibidas en el fluctuar vertiginoso de las luces. Este
hecho horadó el muro de lo que no se quiere recordar. Y una palabra emerge de
sus propias cenizas, como un monstruo al que se creía vencido.
Siempre hay palabras cruciales
en nuestras vidas y por un tiempo largo viví bajo la amenaza de la mía, la
palabra que designaba mi enfermedad: enuresis. Con su sonido áspero me lijaba
las noches. Cada noche era el terror de despertar en la laguna caliente, el
camisón empapado en sus aguas ácidas con su olor a amoníaco. O me
despertaba el tirón a la colcha y la voz hastiada de mamá que, como en un
informe decía: “otra vez mojó la cama”. Y allí asomaba la cara de papá, sus ojos soñolientos, la boca un arco
desganado, y esa manera suya de hablar casi sin abrir los labios: “esto es una inmundicia, noche tras noche siempre
el mismo baile, a partir de las cuatro de la tarde que no tome una gota de
líquido”.
No surtió efecto. La sed
agrietaba mi garganta, que parecía un cuenco repleto de arena, pero a la noche
un manantial irrefrenable, oculto en mi cuerpo, se vaciaba. Me dejaron sin
juegos y sin tele por un mes, pensaron que bebía a escondidas. El pediatra
recetó unas pastillas, como granos de maíz, que me mantenían en un estado de
sopor, también en clase, donde la realidad parecía lejana y las palabras de la
maestra un susurro acuoso. Si no mejoraba sería conveniente llevarme a un
psicólogo, había dicho el pediatra. Las pastillas no resultaron. La goma espuma
del colchón seguía chupando mi orina desnaturalizada. Para que se secara más
rápido mamá lo exhibía en el balcón, con sus múltiples aureolas amarillas,
primero de un lado y luego del otro. “Así
todos se enteran de que acá hay una meona”.
Al psicólogo no fui, ellos no
creían en esas cosas; la verdad era que tenían miedo de lo que yo pudiera
decir, de lo que se me escapara, de algún puerco secreto no cubierto lo
suficiente, de cómo se estaban fagocitando día tras día, con el deleite de dos
caníbales; o que el mundo se diese cuenta de que yo era un estorbo para ellos.
Pusieron un par de relojes con la alarma
en horas distintas, pero siempre sonaban demasiado tarde. Forraron el colchón
con un plástico grueso, cada vez que me movía restallaba con su tos de nailon.
Durante el sueño me sumergía en lagos turquesa, en arroyos de cristal, me
deslizaba como en un tobogán por cataratas espumosas, flotaba en los mares del
mundo que mi vejiga iba desagotando.
En el
verano que cumplí siete años, me enviaron a la casa de mi madrina. Nunca antes había dormido fuera de la cama maloliente. Trasladaron sábanas y camisones —gastados de tanto
lavarlos— y el plástico, que dejaron por horas en remojo en
la bañera con lavandina.
Estaba muy nerviosa y decidí que en esa primera noche impediría a toda costa
dormirme, si fuese necesario me pincharía los dedos o los brazos con un enorme
alfiler de gancho que había sacado del costurero de mamá. Ellos se iban de
vacaciones a Brasil, para recuperarse del estrés de mi enuresis.
Inés, la madrina, viuda y sin hijos,
vivía en San Pedro en una chacra llena de sol, animales y árboles de naranjas. No la veía seguido; su presencia me envolvió en una calidez que nunca experimenté en mi casa. Sus manos grandes, bronceadas, siempre revoloteaban alrededor mío como
las alas de una gallina clueca. No la podía decepcionar. Conseguí quedarme
despierta sin tener que usar el alfiler. Solita fui dos veces al baño. La
madrina se asomó envuelta en su bata azul y me preguntó si precisaba algo; lo
preguntó con su tono risueño habitual y me guiñó un ojo.
Después de una semana, sin avisarme,
quitó el plástico del colchón. Me di cuenta por la ausencia de crujidos y tuve
un esbozo de pánico antes de dormirme, pero tampoco hubo consecuencias. En su
casa de San Pedro dejé de soñar con las aguas del mundo. El verano transcurrió
entre sol, naranjas y río. Si eso era la felicidad, fui feliz.
Hacía bastante que ellos
habían regresado de Brasil, esporádicamente, llamaban por teléfono. No quería
volver con ellos y la madrina lo supo. Me anotó en el colegio más cercano y un
sábado viajamos a Buenos Aires a buscar mis cosas. Cuando entré en mi cuarto me
pareció que el acre olor del pis había penetrado hasta en las paredes; el
estómago se me estrujó con una repugnancia que nunca me abandonaría.
Terminé primario y secundario
en San Pedro; a ellos los vi poco. Iban envejeciendo de prisa y con el pasar
del tiempo terminaron pareciéndose como dos gemelos. No hubo más episodios
nocturnos, hice un curso acelerado en el aprendizaje de olvidar.
Gustavo y los demás estarán
saltando en las gradas, atrapados por la música ni habrán advertido que no estoy. Si
Gustavo me viera así ¿me despreciaría; si supiera, arrugaría la nariz igual que
mi padre? Anhelo volver a casa, con la madrina, a la serenidad de sus manos feraces
como la tierra que cultiva, al refugio de su cuerpo ancho. ¿Habrá sido un accidente o será el
renacer de la antigua enfermedad?
Me toco el anillo de
compromiso y lo hago girar en el dedo; faltan tres meses para la boda. La dentellada del miedo me muerde el
estómago. En este momento recuerdo que anoche volví a soñar con todas las aguas
del mundo.
© Mirella S.
-2010-
Imagen: Elena Galitskaya
Imagen: Elena Galitskaya
Sigo desempolvando textos… este lo escribí hace seis años
y es bastante largo.