martes, 6 de septiembre de 2016

Las aguas del mundo



Muy lentamente, como un grifo que pierde, se me escapa el primer chorrito y no puedo detenerlo, los jeans se van mojando y líneas de un azul más oscuro se dibujan a lo largo de mis piernas. Ya no hay solución, nunca hubiera llegado hasta uno de los baños químicos que pusieron para el recital de rock, las filas son interminables. La vejiga se desinfló satisfecha, el bienestar y el alivio prevalecen unos segundos, hasta que añicos del pasado se reúnen en imágenes sigilosas, abriéndose camino a machetazos en la selva de los recuerdos. Entonces, sobreviene el pánico.

Los dobladillos gruesos de los jeans contienen algo de mi agua interior, pero unas gotas tibias resbalan por mis sandalias. Me escondo detrás de una columna, me ato el chal a la cintura para disimular el estropicio y con un pañuelo intento absorber la humedad y secarme los pies. Una arcada de asco hace que me incorpore, una náusea que proviene de veinte años atrás y que ha dejado su memoria en mis células. Esa náusea no me pertenece, una nena de cinco o seis años no se asquea de su propio pis, es una sensación que se instala y construye su bastión porque desde afuera le gritan “sos una meona asquerosa”.

Escucho el recital en cuclillas, en un recoveco detrás de las gradas; la banda está tocando uno de mis temas favoritos, que de estar junto a Gustavo y al resto del grupo hubiera acompañado con el cuerpo y el alma. No quiero que me vean, aunque sé que las manchas pasarían desapercibidas en el fluctuar vertiginoso de las luces. Este hecho horadó el muro de lo que no se quiere recordar. Y una palabra emerge de sus propias cenizas, como un monstruo al que se creía vencido.

Siempre hay palabras cruciales en nuestras vidas y por un tiempo largo viví bajo la amenaza de la mía, la palabra que designaba mi enfermedad: enuresis. Con su sonido áspero me lijaba las noches. Cada noche era el terror de despertar en la laguna caliente, el camisón empapado en sus aguas ácidas con su olor a amoníaco. O me despertaba el tirón a la colcha y la voz hastiada de mamá que, como en un informe decía: otra vez mojó la cama. Y allí asomaba la cara de papá, sus ojos soñolientos, la boca un arco desganado, y esa manera suya de hablar casi sin abrir los labios: “esto es una inmundicia, noche tras noche siempre el mismo baile, a partir de las cuatro de la tarde que no tome una gota de líquido”.

No surtió efecto. La sed agrietaba mi garganta, que parecía un cuenco repleto de arena, pero a la noche un manantial irrefrenable, oculto en mi cuerpo, se vaciaba. Me dejaron sin juegos y sin tele por un mes, pensaron que bebía a escondidas. El pediatra recetó unas pastillas, como granos de maíz, que me mantenían en un estado de sopor, también en clase, donde la realidad parecía lejana y las palabras de la maestra un susurro acuoso. Si no mejoraba sería conveniente llevarme a un psicólogo, había dicho el pediatra. Las pastillas no resultaron. La goma espuma del colchón seguía chupando mi orina desnaturalizada. Para que se secara más rápido mamá lo exhibía en el balcón, con sus múltiples aureolas amarillas, primero de un lado y luego del otro. “Así todos se enteran de que acá hay una meona”.

Al psicólogo no fui, ellos no creían en esas cosas; la verdad era que tenían miedo de lo que yo pudiera decir, de lo que se me escapara, de algún puerco secreto no cubierto lo suficiente, de cómo se estaban fagocitando día tras día, con el deleite de dos caníbales; o que el mundo se diese cuenta de que yo era un estorbo para ellos.

Pusieron un par de relojes con la alarma en horas distintas, pero siempre sonaban demasiado tarde. Forraron el colchón con un plástico grueso, cada vez que me movía restallaba con su tos de nailon. Durante el sueño me sumergía en lagos turquesa, en arroyos de cristal, me deslizaba como en un tobogán por cataratas espumosas, flotaba en los mares del mundo que mi vejiga iba desagotando.

En el verano que cumplí siete años, me enviaron a la casa de mi madrina. Nunca antes había dormido fuera de la cama maloliente. Trasladaron sábanas y camisones —gastados de tanto lavarlos— y el plástico, que dejaron por horas en remojo en la bañera con lavandina.

Estaba muy nerviosa y decidí que en esa primera noche impediría a toda costa dormirme, si fuese necesario me pincharía los dedos o los brazos con un enorme alfiler de gancho que había sacado del costurero de mamá. Ellos se iban de vacaciones a Brasil, para recuperarse del estrés de mi enuresis.

Inés, la madrina, viuda y sin hijos, vivía en San Pedro en una chacra llena de sol, animales y árboles de naranjas. No la veía seguido; su presencia me envolvió en una calidez que nunca experimenté en mi casa. Sus manos grandes, bronceadas, siempre revoloteaban alrededor mío como las alas de una gallina clueca. No la podía decepcionar. Conseguí quedarme despierta sin tener que usar el alfiler. Solita fui dos veces al baño. La madrina se asomó envuelta en su bata azul y me preguntó si precisaba algo; lo preguntó con su tono risueño habitual y me guiñó un ojo.

Después de una semana, sin avisarme, quitó el plástico del colchón. Me di cuenta por la ausencia de crujidos y tuve un esbozo de pánico antes de dormirme, pero tampoco hubo consecuencias. En su casa de San Pedro dejé de soñar con las aguas del mundo. El verano transcurrió entre sol, naranjas y río. Si eso era la felicidad, fui feliz.

Hacía bastante que ellos habían regresado de Brasil, esporádicamente, llamaban por teléfono. No quería volver con ellos y la madrina lo supo. Me anotó en el colegio más cercano y un sábado viajamos a Buenos Aires a buscar mis cosas. Cuando entré en mi cuarto me pareció que el acre olor del pis había penetrado hasta en las paredes; el estómago se me estrujó con una repugnancia que nunca me abandonaría.

Terminé primario y secundario en San Pedro; a ellos los vi poco. Iban envejeciendo de prisa y con el pasar del tiempo terminaron pareciéndose como dos gemelos. No hubo más episodios nocturnos, hice un curso acelerado en el aprendizaje de olvidar.


Gustavo y los demás estarán saltando en las gradas, atrapados por la música ni habrán advertido que no estoy. Si Gustavo me viera así ¿me despreciaría; si supiera, arrugaría la nariz igual que mi padre? Anhelo volver a casa, con la madrina, a la serenidad de sus manos feraces como la tierra que cultiva, al refugio de su cuerpo ancho. ¿Habrá sido un accidente o será el renacer de la antigua enfermedad?

Me toco el anillo de compromiso y lo hago girar en el dedo; faltan tres meses para la boda. La dentellada del miedo me muerde el estómago. En este momento recuerdo que anoche volví a soñar con todas las aguas del mundo.


©  Mirella S.   -2010-                                                                       

Imagen: Elena Galitskaya


Sigo desempolvando textos… este lo escribí hace seis años
y es bastante largo.




viernes, 2 de septiembre de 2016

He visto mujeres cubiertas de frío


Un poema de Silvia Rodríguez Bravo

Video de Mirella S.



He visto mujeres cubiertas de frío
y de cielos expulsados de otro cielo.

Mujeres nombradas por el olvido
tirando la historia con el útero hirviendo.

Mujeres con aroma a tierra,
carbonada y escritorios.

Mujeres con sabor a ausencias
con mejillas y manos partidas
cortando apio
haciendo camas
y lavando ajeno.

Mujeres perfumadas.
Mujeres con el oficio llovido
sobre sus pétalos
siempre abiertos a la tribu.

He visto mujeres
con la mirada vidriosa,
desempolvando estrellas
mientras corrigen un verso.


Silvia Rodríguez Bravo es una poeta chilena

http://mujeresdelatribu.blogspot.com




lunes, 29 de agosto de 2016

Viaje iniciático




Qué podés hacer si tenés por delante una hora de viaje antes de llegar al colegio. A lo sumo cabecear un rato, si la suerte te acompaña y viajás sentado; leer o repasar alguna materia si sos medio traga; mirar por la ventanilla los paisajes que te sabés de memoria o bostezar quimeras.
Esa larga hora constituía mi pasaje a regiones que surgían de la efervescencia de mi imaginación. Pero mis ensoñaciones empezaron a extenderse fuera del trayecto del colectivo.

Una mañana de julio bajé en la parada habitual, caminé las cuatro cuadras hasta el colegio y tuve la impresión de que me había equivocado, distraído en mis fantasías. Enseguida sonaron en mi cabeza las palabras de mi madre: “siempre en la Luna, vos...”
La calle no me resultaba familiar, estaba desierta, no había a quién preguntar información. Los edificios eran unos cubos altísimos, casi no se veía el cielo, todos blancos, sin ventanas, las paredes estriadas con lo que parecían jeroglíficos, cada tanto interrumpidas por festones de gárgolas, no como las que había estudiado en Historia del Arte. Representaban animales (si es que lo eran) de especies extrañas. Al mirarlos me sumí en una paradoja: su fealdad contenía una belleza que fascinaba.
La intuición me decía que estaba en nuestro planeta, que no había hecho un viaje al futuro, tampoco cruzado el portal de un mundo paralelo. Ni saliste de Buenos Aires, me dije, caminando por esa calle carente de vida, de personas. Yo solo.
Me aproximé a una pared y estudié las inscripciones: reconocí mi letra. No pude descifrar nada, el escrito estaba cabeza abajo, como si lo hubiese garabateado colgando de ese cielo desangrado de color.
Caminaba sin llegar a ninguna parte por un país abstracto. Si yo era el arquitecto de semejante desolación ¿dónde habían quedado mis ansias de aventura? Penetrar en selvas; excavar tierras primitivas que me mostrarían los tesoros de los orígenes; desentrañar los misterios de los mares. En cambio mi creación se limitaba a un páramo de cemento.
Al fin apareció una esquina. Me detuve y observé. La calle transversal, hacia la izquierda, terminaba en unas rocas; hacia la derecha se divisaba un bosque fosilizado. Me apreté la frente, debía pensar algo más vital. Era el hacedor de ese delirio y podía cambiarlo. Proyecté una opulencia de árboles, flores, cascadas de agua que humedecieran tanta aridez, sol, pájaros.
Nada se modificó. Caí en la cuenta de que ese sitio estaba muy alejado de mis fabulaciones, traspasaba los confines de mi conciencia: era una representación de símbolos que no podía entender. Presentí que estaba allí para recorrer ese territorio y explorarlo, aunque se me cerrara la garganta y a cada paso me temblaran las piernas.
Doblé a la izquierda, llegué a las rocas y vi que bordeaban una planicie de lava sólida, que se extendía hasta el horizonte. Mis ojos se cansaron de su chatura. Giré, desandando la calleja transversal y me dirigí hacia el bosque muerto. Puro esqueleto, las ramas como huesos descarnados, avanzaban en una geografía esteparia que me erizó la piel.
De vuelta a la calle principal, tuve una revelación: era una prueba, como los exámenes finales que nos habilitan —o no— a pasar al año siguiente. Aquí, sin embargo, había otra cosa. Era una iniciación que demostraría mi capacidad para adentrarme en los mundos mitológicos que pugnaban en mi interior. Un impulso aceleró mis piernas y levanté la cabeza hacia los muros escritos por mi mano: ahí estaban volcadas mis futuras hazañas, los sueños del héroe, las historias —aún en clave— que irían confluyendo con mi propia historia. Antes debía soportar la soledad del iniciado.
La calle terminaba abruptamente en un portón. Cuando lo abrí me encontré en el patio del colegio.


 ©  Mirella S.   — 2011 —



Un texto viejito, para que no me olviden.




martes, 9 de agosto de 2016

Casas alquiladas



Los cuartos de hotel por los que pasó tenían demasiadas historias, se entreveraban unas con otras y era imposible decodificarlas. Eran historias efímeras, de horas o de pocas noches, cuyos residuos resultaban absorbidos por las aspiradoras de las mucamas, la renovación diaria de las sábanas, los detergentes y cloros.
Todo lo opuesto a los departamentos o las casas que los dueños alquilan durante las vacaciones. En ellos queda impregnada su energía, la de los objetos que les pertenecen y dejan para que sean usados por extraños. La atmósfera en los cuartos de hotel es neutra, aséptica. En los hogares alquilados se respira cierta tensión.
Piera la percibía y no era algo que tuviese que ver con relatos de espectros ni de casas embrujadas. Así se lo aclaraba a César; él la miraba frunciendo la nariz, y con expresión incrédula anunciaba —en el tono de voz inapelable que esgrimía para algunos temas— que eran elucubraciones de su mente híper fantasiosa y su dificultad para amoldarse a los cambios de ambiente.
Ella sabía —aunque ya no lo manifestaba— que tenía una captación más aguda sobre las vibraciones positivas o negativas de personas o lugares. En cuanto a las casas alquiladas, Piera consideraba que el inquilino cae intempestivamente en la vida de otra familia y empieza a insertarse en sus circunstancias. Allí ha quedado la presencia emocional de los moradores habituales. Se los encuentra —Piera los descubría— en detalles insignificantes para otros ojos.
No podía dar una interpretación ni un porqué, pero en las casas de verano, a pesar de ser cuidadosos, casi siempre se les rompía algún objeto o no lo encontraban, como si el contenido de esas paredes se rebelara ante el manoseo y la intrusión de los extranjeros. Lo insólito era que los objetos perdidos reaparecían horas antes de abandonar la casa.
De esos hogares, en los que Piera se sentía una invasora, recuerda el último al que fueron, un chalet en decadencia —que en su tiempo habría sido aristocrático— ubicado estratégicamente en lo alto de un acantilado. A su alrededor se espesaba un bosque de eucaliptos, que al anochecer enrarecían el aire con el narcótico de su perfume. Desde la ventana del dormitorio, en el primer piso, llegaba el monólogo espumoso del mar con las rocas.
No conocieron a los dueños, habían gestionado el alquiler de la casa mediante una agencia. A Piera le desagradó lo que emanaba cada cuarto. Parecía que los propietarios hubieran partido en una fuga improvisada, desprolija, dejando atrás lo mínimo indispensable, llevándose lo más personal.
En el empapelado se veían rectángulos más claros, indicadores del lugar donde antes hubo cuadros. Eran manchas como pieles heridas que les fueron arrancadas las vendas protectoras. Faltaban almohadones en los divanes, de los barrales colgaban los ganchos, vacíos de cortinas. Esas carencias le otorgaban a la casa un clima de abandono, de saqueo.
Ella era de gustos frugales, simples, en cambio César disfrutaba de la elegancia, el confort. Después de recorrer las habitaciones, él, un hombre amable, tranquilo, gritó: ¡esto es una mierda! y, enfurecido, llamó a la agencia. La respuesta que obtuvo fue que por ese precio no podía aspirar a algo mejor en la zona, había conseguido una ganga, el real valor estaba en el panorama.
Trataron de quedarse lo menos posible en la casa. Hicieron excursiones, nadaron, bucearon. Sin embargo, una fisura en su comunicación se fue profundizando. Algo se había oscurecido o ya estaba en sombras y la permanencia en la casa se los mostraba. César, siempre locuaz, se volvió taciturno y si le hablaba era para retrucar todo lo que Piera decía.
Cada vez que entraba en un cuarto se acentuaba la sensación de que los objetos la miraban, antes de que ella les echara una ojeada. Dormía poco y se dedicaba a hurgar en armarios y cajones buscando pistas de los propietarios. Detrás de unas toallas, demasiado ocultos para ser recordados, o puestos allí para ser olvidados, halló dos fotos en marcos de plata. La esposa con una cara pálida de Morticia; él, exhibía una boca suavemente felina. La otra foto mostraba a dos niños, dos criaturas desvaídas de la mano, como en una mutua protección. Miraban a la cámara abriendo mucho los ojos.
A los diez días, César le dijo que preparara las valijas, se iban, no aguantaba más y no le importaba haber pagado por todo el mes. Piera sintió desasosiego, no quería quedarse allí pero tampoco volver a su casa en la ciudad.
Esa tarde fue al pueblo y averiguó por un hotelito blanco con balcones azules que había visto cuando llegaron. Tenían una habitación vacía. Paredes adentro el clima era distendido y al entrar al cuarto comprendió que había hecho una elección acertada.
Desde entonces nunca más casas alquiladas en vacaciones. Nunca más César.



Mirella S.  -Enero 2016-                                                                                       

Arte surrealista de Oleg Oprisco


lunes, 1 de agosto de 2016

Matrioskas



Algo sagrado habrás querido legarme. Seguramente, si fue así, no pude captarlo del todo. Casi no existían lazos afines que nos unieran. Los sanguíneos —la vida me lo ha demostrado—, no alcanzan.

Para vos eran sagradas cuestiones que no tenían repercusión en mí: la obediencia más absoluta hasta el sometimiento, guardar las apariencias.

Tal vez en la importancia de la casa, del hogar, en eso coincidimos. En mantenerlo limpio, ordenado, en sentir que ese espacio es nuestro amparo. Claramente, yo lo experimenté mucho después, porque el hogar primigenio no brindaba calor, libertad ni comprensión y menos el cobijo emocional que necesité en la infancia.

Estaba hecho con paredes de nieves eternas que no daban reparo a los sueños, los congelaban. Sin embargo, en ese interior levanté el andamiaje necesario para construir mi propia casa. Un mundo dentro de otro mundo, una serie de matrioskas que albergaban otras en su interior, los escondites perfectos según fueran las circunstancias externas: cuanto más destempladas, más adentro me instalaba.

Es probable que haya sabido hacer ese hogar porque vos me enseñaste a colocar los ladrillos, a levantar los muros.


Mirella S.  -Julio 2016-                                                                         

  Ilustración de Martina Troise      



        

jueves, 21 de julio de 2016

Catarsis in blu




El granito azul, ese bello granito azul que orbita alrededor de un sol maduro, se autodestruye.

Impiadosamente, de un modo sistemático, acelerado.

Sus habitantes hormiguean por la superficie como insectos eléctricos. La especie que evolucionó —y aparenta tener conciencia de sus actos— se la podría clasificar, a grandes rasgos, en cuatro categorías que, a su vez, se dividen en una múltiple gama de subgrupos.

Están los que ejercen el poder, los constructores, los destructores y una masa enorme, abandonada a su suerte, sin futuro.

El planeta es una burbuja azul en la que hay poca felicidad. Algunos de los constructores intentaron producirla, pero lo que elaboraron es ficticio, externo, se agota rápido. Se necesitan más y más dosis de consumismo, es una felicidad tan efímera que apenas se tiene, se esfuma. Queda el gusto a vacío.

Otros constructores, con la premisa del amor fraternal y la buena voluntad, se abocaron a erigir andamiajes de ayuda solidaria, que los destructores derriban con ensañamiento.

Parte de los que se dedican al arte construyeron mundos ideales con palabras, colores, sonidos, imágenes. También están aquellos que en sus obras denunciaron el avanzado estado de podredumbre y decadencia de los sistemas que rigen al globo azul.

Mientras tanto, los insaciables de poder imponen sus métodos, sus religiones, sacan armas nuevas, invierten en perfeccionarlas. Masacran, sobornan, infectan con sus ideas para perpetuarse. Es su miserable concepto de felicidad.

Los desposeídos ni la sueñan: no la conocen. Quizás para ellos esa palabra esté asociada a un pedazo de pan, un chorro de agua, un par de zapatos.

La insania se extiende como un vapor venenoso por las regiones más pobladas.

Un día el granito, la burbuja, hará un ¡plop! azul y el viento solar dispersará sus partículas.

No será un vuelo en el azul pintado de azul, como la vieja e inocente canción de Domenico Modugno.


Mirella S.   -Julio 2016-



lunes, 18 de julio de 2016

Memoria al 22º atentado a la AMIA




El atentado a la AMIA fue un ataque terrorista con coche bomba que sufrió la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA) de Buenos Aires el 18 de julio de 1994. Se trató de uno de los mayores ataques terroristas ocurridos en Argentina, con un saldo de 85 personas muertas y 300 heridas.

Al cumplirse el 22º aniversario, artistas y músicos argentinos se reunieron para hacer este video, en conmemoración a las víctimas. 


Todavía no se ha hecho justicia.





miércoles, 13 de julio de 2016

Damascos en almíbar



Una silueta ensombrece la luz que entra por el panel de vidrio. Paula se entrega mansamente. Unos segundos antes de ingresar en los paisajes borrosos del sueño artificial, los fantasmas de momentos ya muertos aparecen en una sucesión arbitraria, acelerada.

El baile de los quince, su vestido en tonos pastel, la pulsera con los dijes que tintinean en el hombro de Juan, se esfuman cuando la señorita Emilia le pone esa fea nota roja en el cuaderno por mala conducta, por incitar en clase a la insubordinación, en esos años donde todavía no sabe qué es la docilidad. De inmediato el recuerdo se confunde con la tarde en que no hay bizcochuelo con Nesquik porque mamá es internada de urgencia. Paula revive el desgarro del miedo en el vientre que, sin transición, se convierte en alegría y se ve a sí misma refulgir como un lucero. Ella está con el vestido de seda blanca, aún oye el eco del “sí, quiero”, siente el oro que le ciñe el dedo anular, “para toda la vida, mi amor”, sellado con el roce de los labios de César.

Ya no está en la iglesia, vuelve a sus once años, conoce a la Segunda, como la ha bautizado, la nueva mujer de su padre, almuerzan sin mirarse. A los postres la otra hará su entrada triunfal sosteniendo la bandeja con los damascos en almíbar, con un copito de queso mascarpone y escamas de chocolate, que Paula odiará haber comido tan gozosamente. Y el arrebol de los damascos se perderá en la palidez del quirófano, en el no llanto tan esperado, en el silencio que, de pronto, se llena con el bullicio de un aeropuerto, no recuerda cuál, fueron tantos.

La memoria, selectiva y caprichosa, la devuelve a la casa del limonero, al maullido leve de Mimosa, la gata blanca y gris, la de la mirada como dos hojas de menta, aquella que apareció un día en el jardín de atrás, saltando la pared medianera y nunca más se fue. Cuántas caricias en la pelusa de su cogotito, cuánto ronroneo agradecido. Ese fue un amor que abarcó toda la vida que vivió Mimosa. Los otros no, duraron lo que duran los amores humanos. Le parece escuchar el ruido de la puerta al cerrarse tras la valija, después solo el vacío alargando la noche, sus ojos moteados de sol, desaparecidos para siempre.

Se ve caminado en una tierra de nadie, la piel translúcida como la lluvia. La memoria tiene su propia geografía y ahora la lleva por los carriles desencantados de los anhelos que no se cumplieron.

Se enciende una luz que baja del cielorraso y, como si proviniera de allí, una voz sin boca dice algo que suena como el siseo del viento en el follaje.

Quiere sonreír pero no encuentra los labios, el cuerpo ha dejado de pertenecerle, es un conjunto de órganos insensibles atiborrados de químicos.


© Mirella S.  - Enero 2016 -









jueves, 7 de julio de 2016

El amor por un hombre




Cuando las horas se acumulan sin deseos y los días son pegajosos como las babas del diablo, cuando se han perdido creencias y el miedo álgido es su único compinche, quedan pocas cosas que extrañar.

Ni siquiera el amor por un hombre.

Ya no espera encontrar las llaves que ocultó, tampoco romper los candados del encierro ni buscar un cuchillo de obsidiana que haga sangrar otra vez su pecho de vida.

Permanece de pie en el balcón. Es un árbol yermo e invernal y mira en el ocaso que desciende, cómo los pájaros, en un racimo de uvas voladoras, se pierden en el celaje sin detenerse, ni descansar en alguna de las ramas.

Igual que se perdió su deseo por el amor de un hombre.



©  Mirella S.   — Diciembre 2015 —





jueves, 30 de junio de 2016

Tejerse mujer





Un cinco de enero por la noche, cuando tenía once años, la luna de sangre comenzó a visitarme cada 28 días. Contradictoriamente, mi madre dijo que era un premio de los Reyes y en seguida agregó: ya sos mujer.

A la semana me entregó un costurero de mimbre, la tapa decorada con rosas de tela. En su interior me espiaban agujas, dedal, tijera, hilos de colores. También recibí el equipo para tejer y madejas de lana. Debía seguir la tradición ancestral de toda niña que se convierte en mujer.

Solo por curiosidad empecé mi aprendizaje con el tejido, que me llamaba en ecos misteriosos. La lectura de la versión infantil de La Odisea —y la imagen de Penélope— habían quedado impresas en mí. Razonaba que si en alguna ocasión tuviera la necesidad de destejer, para hacerlo apropiadamente, primero tendría que haber aprendido el oficio. Una nunca sabe lo que le deparará el futuro.

Tozuda, arremetí con el punto arroz, el más simple. La labor progresaba en forma desigual: apretada en un tramo, floja en el siguiente. La niña que intenta ser hacendosa y teje como un marinero. En esa etapa ejercía el pensamiento positivo: acaso el gran Ulises, el héroe de mi infancia ¿no habrá urdido redes o las habrá remendado en sus largas navegaciones?

Un punto al derecho, un punto al revés. Con cada lazada el ansia de rebelión se doblegaba en la obediencia sin réplicas. Esa docilidad iba más allá de las estrictas reglas asimiladas, se originaba en el temor de cómo se debía comportar una mujer en un ambiente arbitrario, incomprensible. Y ocurría porque la norma máxima de la familia era el tributo al silencio. Nadie con quien hablar de las lunas rojas, qué significaban esos ciclos, sus consecuencias, los cambios en mi cuerpo, en mi sustancia íntima.

Al regreso de la escuela tejía mi aburrimiento, mi soledad de hija de la vejez, de niña sin juegos ni amigos. Practicaba el arte de ser una tejedora de cuentos, mientras se los relataba a la muñeca de plástico, mi callada compañera.

Procedía con interminables bufandas, con el fin de proteger los cuellos de cientos de doncellas acechadas por vampiros. O para calentar a los pequeños huérfanos vagabundos en las calles nevadas de Dickens.

Alternaba los colores con audacia, como si el cielo se hubiera estrellado en un prado de amapolas y el gris de las piedras enrojeciese con el ardor de un incendio.

En las tardes de primavera solía distraerme; las agujas, en su ir y venir, herían la lana azul que se teñía de púrpura.

A los doce años enrollé todo, guardé los elementos en un estante alto del armario. Algún día volvería a usarlos para seguir investigando mi femineidad.

En ese momento mi preocupación era otra: me había enamorado.






©  Mirella S.   — Diciembre 2015 —




lunes, 20 de junio de 2016

Fronteras

Arte digital de Federico Bebber



Tengo conciencia de que esta crisis ha cambiado mi visión de las cosas, hasta de la pequeñas y cotidianas. Es como si mirara desde la caverna de unos ojos extraños.

Y cuando ya debería saberlo, de tanto profundizar en mí misma, empiezo a preguntarme ¿quién soy?

Con la pregunta trazo una línea: soy esto y no soy aquello. Demarco. Establezco una zona familiar: es el país que he fundado.

Sin embargo, compruebo que ese límite es desplazable hacia afuera, puedo anexar regiones no transitadas y volver a cartografiar mi identidad. Las áreas nuevas, descubiertas a raíz de lo que me pasa, son estepas de desolación. Desprenden un olor a tierra calcinada. No dejo de preguntarme qué habrá más allá, si encontraré un rayo de sol desvelando el inesperado verdor de unos tréboles de la suerte.

En alguna oportunidad leí que la piel es la frontera externa que me separa de todo lo que no soy. Afuera hay objetos de mi propiedad, la casa, los libros, la computadora… pero no soy yo. Dentro del límite de la piel están los órganos que conforman mi cuerpo, al que pocas veces sentí como parte de mí, sino un territorio ajeno que pugnaba por “in-corporarse” a mi yo, el que viaja aceleradamente de mi cabeza al mundo emocional en un tour enloquecido.

Desde que recuerdo, el cuerpo es una fuente de dolor, enfermedades y preocupaciones. También me dio placer mediante los sentidos. Mirar, mirarlo todo; tocar y ser tocada en los misterios del amor; escuchar voces, palabras, música, así como los sabores y fragancias de la naturaleza.

Lo cuidé, sin quererlo totalmente, como algunos padres con un hijo no deseado o aquellos que no saben ejercer la paternidad y cumplen los deberes básicos de proveer los alimentos, de llevarlo al médico cuando le duele algo, restándole importancia a lo esencial: la nutrición del alma en el amor.

El niño, entonces, hace berrinches, se porta mal, incluso enferma, ansía ser visto en sus matices más íntimos.

Mi cuerpo se esforzó para ser admitido en mis afectos. No lo amé ni lo escuché con la atención debida. Tomé los ratos de gozo que me brindaba con devoluciones mecánicas.

La escisión que produje lo ha dejado a la sombra en el escenario de mis días. Hoy quiere ser protagonista. Porque además de los pensamientos incansables, del pozo sin fondo de mis emociones, también soy este cuerpo y sus arrebatos.

©  Mirella S.   — Diciembre 2015 —



Algunos de ustedes ya habrán leído este texto que publiqué en otro blog,
que abrí en diciembre pasado y al que solo podían acceder los que tuvieran Google+.  Como he decidido cerrarlo, traigo aquí parte del material. 
Lo hago para no dejar tan abandonado y vacío el nido de los pájaros.






jueves, 12 de mayo de 2016

Desarticuladas




Hay dolor en estas manos de madera que ni acarician para no abrir llagas.

Manos que eran de arcilla y cimbraban como pájaros briosos, modelando esculturas en el pecho de un hombre.

Hay dolor en los dedos de cartón piedra. Se les extravió la gestualidad del gozo, el sentido del tacto incandescente, no aún la belleza delicada de sus formas.

Las falanges están inertes como estalactitas y gotean la fría soledad de unas manos que fueron fecundas.

En otro tiempo, en las líneas de sus palmas, navegaban ríos en busca del sentido de la existencia. Se agitaron en bienvenidas, sostuvieron carteles de protesta. Rotos los convenios del silencio, arquitectaron el arte del acuerdo.

Ahora se posan con temor en el teclado, se sienten inválidas, ociosas.



©  Mirella S.   — 2016 —                                                                                             Imagen de Lauren Treece