En primer año prevaleció el dibujo de
formas geométricas, cubos, pirámides de yeso, jarrones con flores, frutas,
naturalezas muertas. A lápiz, carbonilla, pastel, sanguina, acuarela, témpera.
Eso le correspondía a la materia Dibujo
al natural. En Composición había que disponerlos según cánones de
equilibrio y armonía; tener en cuenta la expresividad en la ordenación del
espacio de los elementos, sus tensiones, ritmos, blablablá.
Durante el segundo año le dimos duro y
parejo a los animales. Empezamos con el gato viejo que vivía en la escuela. Lo
subieron a una mesita alta y angosta, la misma que el año anterior había
servido para armar los bodegones. Debajo le colocaron un almohadón que en algún
momento fue rojo y que el tiempo le otorgó un mustio color ladrillo. Supongo
que el efecto que querían lograr era de contraste: gato gris ceniza sobre fondo
escarlata. Sin embargo, el conjunto era totalmente desvaído, con la vejez el
gato había tomado el tono otoñal de la estopa.
Los 50 minutos que duraba la clase,
dormía, enroscado sobre sí mismo. A medida que terminábamos un
croquis íbamos girando a su alrededor, para tener una perspectiva
diferente.
Lo bautizamos Marmota.
Los jueves eran tediosos: dibujo de gato
acostado. Entraba la portera, con el almohadón pulgoso bajo la axila
y sosteniendo al micifuz por el pellejo del cogote. Lo plantaba, igual que
a un florero, sobre la mesita en el centro del aula.
La señora de Lemme, la profe, estaba a
punto de jubilarse e impartía las clases desganadamente. Mientras dibujábamos
al gato, ella leía novelas de Agatha Christie.
Los varones iniciaron una especie de
confabulación contra Marmota. Los más crueles y drásticos propusieron su
envenenamiento. Los moderados, raptarlo y llevarlo lejos. Yo sugerí que había
que incentivarlo para que posara sentado.
El jueves siguiente alguien vino
provisto con una honda y cantos rodados pequeños. Tac tac tac. El pibe tenía
puntería y cada piedrita daba en el blanco. En la zona afectada se producía una
palpitación, un breve sismo, pero Marmota continuaba inmóvil, en su sempiterna
posición.
La señora de Lemme era bastante sorda y
enfrascada en su lectura ni se enteró del procedimiento para despertar al gato
que, finalmente, lo hizo cuando uno de los guijarros le dio en la frente. Le
temblaron los bigotes y por primera vez abrió los ojos: dos lagunas de oro
fundido que relumbraron en la opacidad de su piel. Fui de los pocos que pude
apreciar esa mirada porque estaba sentada justo enfrente.
Marmota terminó su protesta con un
solemne maullido. Giró la cabeza de izquierda a derecha y volvió a apoyarla
sobre sus patas delanteras. Los ojos volvieron a ser dos ranuras herméticas. El
extremo de la cola, que colgaba de la estrecha mesita, manifestó su descontento
trazando rulos en el aire.
Esa fue la última vez que lo vimos. El
jueves siguiente apareció la portera solo con el almohadón. El gato había
desaparecido, informó a la profe. La señora de Lemme no se inmutó, indicó a la
portera que lo pusiera sobre la mesita y nos dijo que ya habíamos observado al
gato el tiempo suficiente para dibujarlo de memoria. Y sacó su novela.
©
Mirella S. — Febrero 2016 —
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dibujo de Belinda Elliott |