Para Ignacio noviembre
era el mes que perfumaba a jazmines y le traía recuerdos de la infancia. Al
llegar esa época empezaba a buscar sus efluvios en los quioscos de flores,
para reavivar la memoria sensorial.
Fue entonces cuando se
dio cuenta de que había perdido el olfato.
Un vendedor ambulante
pasó junto a él con un cesto de mimbre que desbordaba jazmines, bellos en la
luz de su blancura, pero carentes de aroma. Ignacio se frotó la nariz, se la
sonó repetidas veces, mientras seguía al vendedor esperando la anhelada estela
de fragancia. No ocurrió nada, como si los jazmines fuesen de cera o de
plástico. Las rodillas se le aflojaron, se sujetó de una reja y tomó conciencia
de que en los últimos tiempos ningún olor le había incitado o disgustado. Su
nariz era un apéndice de hielo, insensible a cualquier emanación.
Lo vivo rezuma olores
¿algo habría muerto en él? Tendría que ir al médico ¿y si no hubiese cura, si
estuviese perdiendo paulatinamente los sentidos? Ya era miope y a veces no
entendía lo que se hablaba en los noticieros y debía subir un poco el volumen.
En cuanto al gusto, no toleraba lo muy caliente o el exceso de frío, pero con
los sabores su paladar seguía siendo escrupuloso. Acarició el hierro de la reja
en la que se sostenía y debajo de los dedos percibió unos leves grumos de
pintura. El tacto funcionaba.
Ignacio se apuró para
volver a casa. Durante el trayecto, obsesivamente, dilataba y contraía las
fosas nasales, en un afán espasmódico de percibir olores. El mundo se había
convertido en un quirófano aséptico y por primera vez añoró la pestilencia provocada
por el tránsito. Esta anomalía no pudo ocurrirle de improviso, sin embargo
recién la había detectado en la falta de perfume de los jazmines, ligados a
momentos importantes de su vida y que no lograba rememorar: también se habían
borrado los recuerdos asociados a ellos. Retrocedió en la memoria —un retroceso
en el vacío— y no consiguió reflotar acontecimientos o personas que aclararan
por qué esas flores eran tan valiosas para él.
Cuando abrió la puerta
del departamento, desde la cocina venían ruidos de cacerolas y vajilla.
Eleonora asomó su melena roja y gritó: justo
a tiempo, y reapareció con
una sopera. Preparé el
minestrone que me enseñó la abuela piamontesa; no le escatimé ningún ingrediente.
Qué olorcito provocativo ¿verdad? Y le alcanzó el plato humeante.
Ignacio casi metió la
cara en el plato y sólo le llegó el vapor caliente que humedeció el interior de
su nariz. Soplando, se llevó la cuchara a la boca, reconoció el gusto a cebolla
y apio, el toque delicioso de la panceta, pero desprovisto de olor. Algo
faltaba para que el disfrute fuera completo.
Más tarde, en la cama,
la sedosidad de Eleonora no lo tentó como siempre. Sus dedos la recorrieron
como quien explora una escultura de mármol. El cuerpo de ella sin su perfume
natural, había atenuado su deseo. Hizo el amor obedientemente, sin placer,
igual que cuando de chico se comía el guiso recalentado que le dejaba su mamá
antes de ir al trabajo. Lo sumergió una ola arbitraria de rencor hacia
Eleonora, que ajena a todo, alegre, juguetona, se rendía al momento con los
sentidos despiertos.
Buscó en Internet y se
enteró que era anósmico, una enfermedad raramente reversible. Leyó palabras
científicas que nada le aportaron y en un cuestionario le respondió a la
pantalla: no hubo ningún
trauma o accidente recientes y menos me acuerdo de cuando empezó. Supo del alto porcentaje de anósmicos
que había en el mundo y, lo más alarmante, que una probable consecuencia de la
pérdida del olfato también ocasionaría la disminución del gusto. Pensó que el
olfato es el más primitivo de los sentidos, que se manifiesta en fuertes
sensaciones viscerales, ligadas a los instintos, al miedo, a la supervivencia,
pero también al goce.
Lo más cruel era
sentirse privado de los recuerdos que los olores evocaban. Eran muchos más de
los que creía; los lejanos emergían incompletos, como despojos, interrumpidos
por huecos incomprensibles, producto de su cerebro perezoso que no enviaba
órdenes correctas a los nervios olfativos. Aspiraba el aire con fuerza, como
alguien a punto de asfixiarse. Los esfuerzos fueron inútiles, los olores ya no
estimulaban esa capacidad secreta de placer: los jazmines perdieron
significado, el cuerpo de Eleonora se convirtió en el de una extraña, sin
repercusión en él. Tocarla no podía compensar la desaparición de su íntimo olor
a mar. Los aromas añejos se habían disipado y no habría nuevos.
Se dejó caer en un
ostracismo voluntario y no habló con nadie de la “anomalía”, como él la
llamaba. No hizo una consulta, tenía la certeza de que el destino había tirado
sus dados y eso era lo que le correspondía. Se entregó a un silencio tenaz y
todas las palabras economizadas las usaba hacia adentro, para reconstruir o
zurcir los agujeros en la red de los recuerdos.
Lo que obtuvo era falaz,
dudoso, no conseguía discernir si los jazmines estaban conectados a instantes
felices o amargos. Los jazmines dejaron de ser los jazmines y sólo fueron unas florcitas
apáticas, de vida corta, que al poco tiempo languidecían, amarilleándose
irremisiblemente. Y Eleonora pasó a ser una mujer de pelo demasiado rojo, un
poco tonta en su entusiasmo infantil, que cocinaba platos desabridos y también
se mantenía así de insípida en la cama.
©
Mirella S. — 2011 —