martes, 31 de enero de 2017

Desencuentros

"Relativity" dibujo de M. C. Escher


Él y ella caminan apenas rozando el suelo, porque sus mentes vagan en otras dimensiones de sí mismos. Recorren las geometrías cóncavas y convexas de Escher, suben o bajan por escaleras que no conducen a lugares definidos, son puentes hacia nuevos dédalos.

Se cruzan de vez en cuando y, en ese momento, por un lapso brevísimo, algo se expande o se dilata como una burbuja que crece y después, ante la levedad de un soplo, se evapora. Es la intuición de un encuentro que no se produce: mientras uno sube, el otro baja y cada uno es fiel a su elección.

Ella tiende a bajar. Él, por el contrario, trepa por los peldaños, atraviesa corredores que lo empujan hacia arriba. Sin embargo, no están seguros si suben, bajan o van en las dos direcciones, de otro modo no se cruzarían.

Son visitantes de un ámbito escalonado donde no prima la materia con sus egoísmos, enfermedades y deseos que la consumen, la fagocitan. Tampoco son espíritus superiores, acarrean sobre sus espaldas miserias diferentes.

Él despliega en su mente banderas revolucionarias, utopías desgarradas y vueltas a zurcir. Tiene el corazón surcado por cicatrices y cansancio.

A ella le gusta asomarse a un pozo sin fondo, con su caña de pescar verdades que, con el tiempo, va descartando una a una y flota como un ectoplasma en una búsqueda encarnizada.

Cuando se cruzan, no se miran, pero se reconocen. Ella lo percibe como un apócrifo Cristo Pantocrátor bizantino. Para él, ella es una diosa pagana inaccesible, igual que una estatua de granito.

No permanecen siempre en el laberinto, viven también en el exterior. Allí sonríen, hablan, ejecutan tareas, le dan permiso a la carne para que exprese sus necesidades. Acarician, se dejan acariciar, gozan a través de los sentidos. Ella se deleita con uvas moradas, huele nardos; él paladea vino añejo, mira los matices del crepúsculo.

Alguna vez creen haberse visto en medio de la multitud, en la calle de cualquier ciudad. Ninguno de los dos se ha dado vuelta para cerciorarse. Saben que se toparán en algún recodo de los pasillos o en el rellano de ese palacio hecho de escaleras, él subiendo, ella bajando. O al revés.



©  Mirella S.   — 2017 —





martes, 24 de enero de 2017

Mecanismos



Entonces el psicólogo dijo que tus mecanismos de defensa son típicamente anales. Estás pagando a uno que dice lo que me cansé de repetirte: que sos una culo fruncido.

Solo fui al colegio primario, pero tengo años de experiencia y un buen ojo, además de haberte criado. A ver si entiendo… ajá, en psicología el significado es otro, que en los primeros años este mecanismo es positivo, necesario y se refiere al aprendizaje de empezar el control sobre ¿los qué? ah, los efínteres. O sea, traducido al buen criollo: cagar solita.

No me hagas acordar el trabajo que me diste. Estabas sentada en la pelela* por horas, te masajeaba la pancita y no salía nada. Únicamente largabas todo dentro de los pañales.

¿Que yo era absorbente, invasiva? ¡Mirala a la chica, ahora la culpa de que resultaras estreñida la tuve yo! Que no te dejé ser independiente y te sentiste avasallada por mi autoridad… de lo que me vengo a enterar ¡fui una sargentona! ¿Olvidaste la cantidad de enemas que te ponía y apenas soltabas unas piedritas miserables? Si te las mostré fue para que tomaras conciencia de lo mezquino que ca… Ah, tu mezquindad actual en manifestar emociones es una consecuencia por haberte avergonzado, las retenés como defensa ante cualquier intento de control y afirmar tu poder individual.

Con la plata sos así, juntás, juntás y no aflojás un peso, nunca un regalo, una invitación a comer. Que es el síndrome de Jouard Jiugs… no me hablés en difícil si sabés que no sé quién es ese fulano. Ahora creés que tenés la sartén por el mango y me refregás por la jeta* lo que salta en tu terapia froidiana.

Te crié como pude, sola, el viejo laburaba* de sol a sol arriba del taxi para darte un futuro y me venís a echar en cara tus me-ca-nis-mos. Sos una soberbia y las críticas que vomitás a borbotones es por toda la mierda que guardaste y que ahora me tirás encima porque la terapia te sirve de laxante.

Acepto mis errores, pero también reconocé que a pesar de lo que vos llamás humillaciones, tan mal no te fue en la vida, conseguiste un título, sos exitosa en la profesión, viajás y si no te casaste ni tenés pareja que dure ya es problema tuyo. Con el mal carácter, esos aires, y siempre teniendo que quedarte con la última palabra, no hay quien aguante.

¿No sabés decir te quiero porque nunca lo dije? Es cierto, no soy expresiva, el afecto lo demostré con acciones, valen más que las palabras, demasiadas veces dichas de la boca para afuera. Lo digo ahora: te quiero mucho hija, aunque seas una culo fruncido.



©  Mirella S.   — 2016 —

Glosario

Pelela: orinal.
Jeta: cara.
Laburar: trabajar







lunes, 16 de enero de 2017

Interregno

Imagen : Inés Rehberger 



Lea sabe que es una apátrida, se ha construido su propio país y está un poco loca, instalada en el invernadero estéril de sus horas, donde las flores dejaron de brotar y ahora crecen yuyos, hierbajos que emponzoñan sus mejores intenciones.

Sabe que hace ya un tiempo perdió el gobierno de su vida, que existe a su manera, de espaldas a una realidad que se está pudriendo como un inmenso fruto socavado por millones de tenias.

A los veinte años tenía la creencia de que el mundo era un espléndido diamante mal tallado y necesitaría de muchos expertos del arte de la lapidaria para que le extrajeran la magnificencia que albergaba. En sus convicciones, el paso de un diamante en bruto a un melón putrefacto, fue lento. Lea recién hoy puede ponerlo en esos términos porque toda ella es un grito fatigado, en el que se destacan algunas notas discordantes de chifladura.

Sabe que no hay certezas; se deben improvisar respuestas, acciones que apenas tapan agujeros y destapan otros. La humanidad entera camina sobre arenas movedizas. También sabe que hay pocas manijas, clavos, perchas o salientes a los que aferrarse. Cambian a cada rato o ella misma los aniquila por inservibles.

Cuando estamos bien de salud no nos planteamos esas cuestiones, vamos y actuamos —se dice. Hoy su estado de incertidumbre es permanente. Con cada latido merma el tiempo adicional que le proporciona la medicación.

Le están sucediendo cosas raras. Suele haber un goteo de lluvia dentro de su cabeza. Escucha la percusión anestesiante con placer. La consecuencia es quedarse dormida de un momento para otro, sentada con un libro en la mano, a la mesa después de la cena o mirando una película.

En medio de ese sopor surgen personajes desconocidos, actores que participan en las metáforas absurdas organizadas por su subconsciente, para protestar o mostrar algo que Lea nunca entenderá.

Qué simbolizaba aquella mujer con cara de gitana, subida al techo de un tren antiguo. Trazaba jeroglíficos en el humo que envolvía a la locomotora, mientras gritaba: el destino está escrito en el idioma de los imposibles. Lo decía en una lengua extraña, que Piera comprendió como si fuese la propia.

O aquel otro sueño donde vio a sus pies un cuenco enorme de ónix en el que unos brotes, de un verde inigualable, intentaban asomarse por entre la sequedad de la tierra. Lea corrió a buscar un jarro, lo llenó de agua y regó las plantitas. Con horror comprendió que el agua estaba hirviendo y la lozanía de las hojas que la deslumbraran se había convertido en una pulpa parduzca. La tierra ávida la deglutió de un bocado.

No recuerda palabras, hechos cotidianos recientes, como si estuviera viviendo en un país de tinieblas o que nada de eso le hubiera ocurrido a ella. Ahora, en cambio, no se le olvidan los sueños ni las sensaciones que le dejan, a veces gratas, otras enigmáticas o atemorizantes.

Acaso haya dos Leas: la que se desvanece en el mundo real y la que resurge en los sueños.


©  Mirella S.   — 2016 —






lunes, 9 de enero de 2017

Una reseña del libro "Apuntes..."

Foto: Mirella S.
Gavrí Akhenazi, 
un escritor amigo de gran talento, escribió esta magnífica reseña que les comparto. 
Me emocionó y fue un obsequio grato e inesperado 
en el cierre de un año particularmente duro.

Esta presentación, hecha desde una mirada experta y 
profunda, me hizo sentir que valió la pena todo el esfuerzo, las interminables correcciones, las dudas...

Todo mi agradecimiento, Gavrí.


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Como su autora, su libro.

Esa sería la frase inicial de un análisis sobre esta experiencia literaria que Mirella Santoro ha hecho llegar a mis manos.

Mientras leía sus relatos, imaginaba yo haber recibido uno de esos pájaros con los que ella define sus palabras.

Conforme se avanza en las diferentes propuestas que Santoro vuelca bajo el sugerente significante de “hojas perdidas”, ese pájaro, un hornerito fiel en un comienzo, trabaja sobre la mutación de su propio canto.

Como un pájaro, el libro posee la delicadeza inusual de su autora para elaborar lo poético y lo cotidiano como un tejido en el que una hebra lleva a la otra casi como una necesidad y de repente, en ese camino de trama, casi como un descuido, aparece cosida una perla, un instante de poesía pura y dura, estratégicamente impuesto al lector como un destello de luz que no se espera pero que está ahí, él sí, esperando por ese lector, con un disimulo avasallante.

Ya que lo verdaderamente valioso del libro es su contenido, la estética es sencilla aunque cuidadosa, con una elección de imágenes que insinúan subliminalmente el contenido del relato que encabezan, sin competir con él. Las imágenes son parte del relato y complementan la lectura desde un punto de vista visual que elabora lo afectivo, sin ruidos anexos ni explosiones de poder que aturdan la letra.

El equilibrio entre levedad y contundencia es una característica natural de la autora.

Las frases definen las situaciones sin ampulosidad, con absoluta ausencia de ese “horror vacui” tan distractivo como frondoso, que tantas veces termina por aniquilar la idea que intenta explicar.

En Mirella Santoro, vemos la ecuación opuesta: precisas y medidas palabras crean ideas complejas y llenas de riqueza conceptual y emotiva que producen un impacto estético notable. Hay un cuidadoso estudio de los sentimientos y sus reflejos en las construcciones semánticas, tan lejanas del grito y tan cercanas al susurro como puede ser un aroma, que, repentinamente, llega desde el aire a la memoria y nos regresa a un mundo insospechado.

La prosa de Santoro tiene, además de esa carga ineludible en la expresión de su yo femenino, una relación natural con el entorno que refleja.

No es un estilo que intente forzarse a sí mismo en la lucha por derrotar al lector, desafiándolo. Por el contrario, hay una suavidad que determina al lector a asumir la complicidad con lo que lee, a reflejarse en lo que lee, a sentirse en lo que lee.

Según dije al comienzo, a mis manos ha llegado un pájaro, un hornerito fiel.

Al cerrar el libro, en mis manos duerme un ave del paraíso. 




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Gavrí Akhenazi    http://lamaldadaparente.blogspot.com 


Foto: Mirella S.