lunes, 29 de julio de 2013

Meditación








Aquietar la mente. El objetivo que plantea el folleto es loable, teniendo en cuenta el estrés que exudamos por cada poro y la sobrevaloración en esta época de lo racional.
Te va a venir bien parar un poco el bocho, vos que sos un cerebro con patas. Ya probaste de todo, desde los ansiolíticos, que te dejan medio lela —después para despabilarte recurrís al café tipo tinta china, cuyo efecto colateral es que te electriza de nuevo—, las flores de Bach, los cuencos tibetanos, las danzas circulares y hasta te animaste a que te limpiaran el colon. Pero tu mente sigue sin rumbo y sin pausa, los pensamientos se arremolinan o van a la deriva y siempre encuentran un madero podrido donde aferrarse. Al final del día, te espera una migraña o la taquicardia.
Ni de noche me llega el bálsamo restaurador. El dormir, cuando no se convierte en insomnio, está perforado de sueños, algunos metafísicos, otros pavorosos o ambiguos, que debo desentrañar. Hasta esa mala suerte tengo. La mayoría dice yo no sueño; y está el afortunado que en cuanto se despierta se olvida de lo que soñó.
Y vos los recordás enteritos, como si fueran películas proyectadas en la pantalla de tu mente y ponés a funcionar la máquina para decodificar qué mensaje te manda el inconsciente.
Estoy en mi derecho de conocer esos símbolos, es mi inconsciente, qué embromar.
Tampoco te quedó la chance de llevarlos a terapia: el analista dijo que no vuelvas, por la jodida costumbre de interpretarle sus interpretaciones. En el fondo quizás es mejor, me parece que era un paranoico, escondido detrás de la barba y los lentes, con esa expresión de sabelotodo. 
Si lograra no caer en estos soliloquios agotadores, si dejara de soliloquiar de la mañana a la noche y de la noche a la mañana, tal vez, si no le diera tanta comida a ese rumiante mental, como si albergara a una vaca hambrienta en la cabeza, tal vez…
Podrías ser más comunicativa con los demás y no parecerías una ermitaña hosca, casi muda. 
¿Vos pensás que la gente me ve como una monja que hizo voto de silencio? Si me consultan por miles de cosas para que los asesore, porque soy reservada y objetiva, con la mente clara, dicen. 
Seguro que te piden consejos, sos abogada, en el lugar de los sentimientos tenés una computadora fría y lógica que… 
Basta, lo que faltaba, ahora me vas a dar cátedra sobre la escisión mente-emociones y no terminamos más. Volvamos a lo nuestro, es decir a lo mío, vos no sos otra cosa que un subproducto de mi neurosis y no te voy a dar bola, a ver si todavía termino esquizofrénica. Lo que me trae acá es la posibilidad de parar la mente. El folleto dice que con técnicas de visualización creativa, meditación guiada, se disminuye la ansiedad y permite una conexión con otros aspectos más recónditos de uno mismo bla bla. Por eso estoy acá.
Acostate en la colchoneta como está indicando el instructor, hiciste bien en pedir una clase individual, así te desconcentrás menos.
El tipo tiene una voz suave, amanerada, con un acento ¿caribeño? Comienza por relajar los dedos de los pies y ve subiendo len-ta-men-te hacia arriba, mientras cuentas diez, nueve, ocho… 
Si subo no va a ser para abajo, y si cuento hacia atrás, me olvido qué parte del cuerpo me toca aflojar. Esto no funciona. Me parece un chanta.
Concéntrate en cómo el aire entra y sale de tus pulmones y si notas rigidez en alguna parte del cuerpo, detente un momento y envía allí la respiración.
Entonces no termino ni para mañana, recién voy por los tobillos. ¿Será colombiano?
Imagina que te vas disolviendo de a poco, que pierdes el contorno, que los brazos y las piernas son gelatina, se es-tiiii-ran.
Qué tarado.
La cabeza pierde peso, se funde en el suelo, es una materia inerte, libre de pensamientos inoportunos.
La cabeza nadie me la derrite.
Si aparecen pensamientos, contradicciones, no debes evitarlos, míralos y déjalos ir… 
Cómo podría no pensar… ¿venezolano, quizás? 
Permite que fluyan, como si fueran nubes transitorias en un firmamento apacible. 
Además, se cree un poeta.
Respira pro-fun-da-men-te, lento y profundo, vuelve a contar de diez a uno… 
Uf, dónde me metí, con la cabeza hecha un flan, los pensamientos que deambulan por el cielo como nubecitas de algodón, qué fastidio, si hasta me está viniendo sueño.
Y ahorita vas a entrar en contacto con tu guía interior, vas a entrar en su santuario y él te conducirá hasta el centro de ti misma.
Qué santuario ni que ocho cuartos, de qué habla, me parece que voy a aprovechar esta modorra y me haré una siesta como Dios manda.
Imagina el santuario…
Dale con el santuario, si no fuera que estoy cómoda y con ganas de dormir, me iba.
Mira al guía, que te conduce hasta un río que corre entre las piedras, visualiza el lugar, el río…
Lo del río que viaja por las piedras me gusta.
Camina…
Siento las piernas como si fueran de trapo, por qué no se calla y me deja caminar en paz.
Observa el río…  
Ah, el agua se desbarranca en espuma azafranada y me salpica los pies descalzos.
Estás caminando detrás del guía…
El guía, sí…
Que él te lleve… 
Estoy toda empapada… 
Hacia un punto de luz…
Camino…
Entras al santuario… Estás más cerca de la luz… La luz te envuelve… ¡La luz… la luz!

Eh, ché, qué es esto, porqué el chabón me sacude, qué pasó con el río, los pies descalzos y mojados.
Levantate nena, no ves que la clase terminó.
¿Tan pronto? Es como si hubiera nadado horas en aguas turbulentas.
Ahora tenés que pagar, menos mal que yo sigo despierta porque si fuera por vos…
¡Cuánto! No me alcanza, esto es un curro, mucha reverencia, mucho Namasté y semejante precio por una siestita de morondanga, por más que el maestro sea importado.
Siempre la misma despistada, pagá con la tarjeta, acá no volvemos más, son unos chorros. 
                                                                                  
©  Mirella S.   — 2012 —

                                                                                  

Imágenes sacadas de la Web



bocho:  cabeza
chanta:  informal, tramposo
chabón:  tipo, tío
curro:  robo, estafa
de morondanga:  de poco valor
chorrros:  ladrones
                                        



La meditación es un espejo 
que te refleja tus virtudes y tus defectos.

Farid al-Din Attar



miércoles, 24 de julio de 2013

Época de crisis

Dibujo a lápiz de M.C.Escher

Un miércoles rojo
(algo desteñido)

Repetirse

Como vivimos en una época de crisis, me adhiero proponiendo un tema que me afecta personalmente: la crisis con la escritura.
El problema no es la parálisis ante la página en blanco o la escasez de ideas (si bien tampoco proliferan).
El conflicto se centra en la sensación, cada vez más nítida, que las historias imaginadas en los últimos tiempos son versiones apenas diferentes de otras anteriores.
Que tal personaje es la hermana melliza de aquella del relato escrito el año pasado, quizás con un poco más de  maquillaje. Pero su alma resquebrajada, carga con circunstancias o procesos internos similares. 
Siento que me repito hasta en el uso de imágenes y palabras. 
Las inquietudes del espíritu ya fueron tratadas a fondo por la literatura. Algunos de sus temas recurrentes son el amor, la muerte, la locura, la soledad, el vacío, la culpa, en todos sus matices y variantes. Si el arte en general gira alrededor de los mismos grandes temas, la creatividad, la originalidad, estarán dadas por el enfoque que le brinde cada autor, por la voz que desarrolle.
Entonces me pregunto: ¿cómo salgo de la repetición, del acto inconsciente de copiarme a mí misma, si no encuentro la forma de expresar alguna de mis obsesiones desde otro ángulo?
Tampoco tengo tantos ángulos o miradas ni puedo salirme como quisiera de mi óptica. Me siento cercada por mis propios límites y en el escritorio hay muchos papeles llenos de tachadura, flechas y asteriscos, en la búsqueda de alternativas al abordaje habitual, con resultados decepcionantes.
Varias historias han quedado a medio terminar, algunas no tienen arreglo y el resto me deja insatisfecha.

En el idioma chino, la palabra crisis se compone de dos ideogramas: uno que se traduce como  peligro  y el otro como  oportunidad.  
Mi parte optimista anhela creer en la chance de abrir puertas nuevas, aunque todavía no tenga la llave.

¿Ustedes han experimentado esta sensación alguna vez?
Si quieren compartir sus experiencias, serán bienvenidas…

Gracias a todos por el aguante a mis planteos.





Arte digital de Ben Goossens



Cuando sientas duda, cree; cuando creas, duda.
En eso estriba la única verdadera sabiduría
que puede acompañar al escritor.

Augusto Monterroso


viernes, 12 de julio de 2013

Año bisiesto



La noche avanza y creo que es hora de astillar el silencio. No puedo callar más, necesito salir del engaño. ¿Acaso la vida no es un juego rítmico entre la verdad y la falacia? En esa continua oscilación, ahora estoy detenida en la mentira y es preciso librarme de ella.
Dentro de mi boca la lengua crece y empuja la barrera de los dientes, que se aprietan solidarios ante ese resto de culpa o vergüenza. Como si se hubiera partido en dos, igual a la de una cobra, asoma con cautela sus extremos, lubrica los labios secos y vuelve a esconderse en su cueva.
La lucha se está definiendo: mis músculos se debilitan, parpadeo y los dedos inquietos hacen rotar el anillo. La boca se abre y la bífida se ubica para desempeñar su parte. Pero todavía hay renuencia, cierta indecisión.
Digo:
-¿Por qué sostenés la botella de esa manera, por el cogote? Da la impresión que tenés ganas de estrangular a alguien. -Mi voz suena agria y lo que digo fuera de sitio.
Él llena su copa de vino, deja la botella sobre el mantel, me mira y no dice nada, aunque en sus ojos leo que está pensando “perra estúpida”.
Sigo:
-La ropa termina por tomar la forma del cuerpo, por eso tu pulóver está tan estirado en la parte de adelante.
Su expresión indica desprecio, su respuesta es, como siempre, el silencio. Estos comentarios absurdos no son propios de mí, es la amargura la que habla. La bifurcada se mueve, inquieta, no la voy a poder controlar.
Anuncio:
—Leí una estadística que afirma que en los años bisiestos es cuando se producen más divorcios. Parece que son favorables para volver a enamorarse. El año que viene es un año bisiesto.
Esta vez ni siquiera se molesta en mirarme o demostrar su arrogancia. Se inclina y toma el diario. Giro la cabeza, a mi alrededor el restorán está completo y el murmullo de las voces me envuelve como una frazada caliente.
Comprendo que no puedo postergar más la revelación; ya no hay nada que honrar o respetar. Lo que antes era verdad hace tiempo que se parapetó detrás de las páginas del diario y solo muestra su coronilla con remolinos ariscos.
Llegó el momento, la lengua se dispara como una flecha envenenada. La dejo que alcance su blanco.
—Sin embargo, quedé fuera de las estadísticas: me enamoré este año. Te dejo.
Noto que mi voz es un eco que retumba por encima de las conversaciones ajenas. El silencio, que está sentado frente a mí, se extiende al resto de la sala. Las páginas del diario se mueven como un telón que se abre para un último acto. No alcanzo a verle los ojos porque una línea de luz cae en el vidrio de los lentes, convirtiéndolos en espejos que me reflejan. 
Veo mi sonrisa y cómo las bifurcaciones de la lengua vuelven a unirse. Siento que recupera su tamaño y se acurruca contra el paladar, degustando el sabor a cicuta de la victoria. 



©  Mirella S.   — 2012 —

    

Muchas gracias por los comentarios que me dejaron en el post anterior.
Este relato es viejito, lo vuelvo a publicar porque estamos en un año bisiesto.

Abrazos para todos.

domingo, 7 de julio de 2013

La mensajera




Óleo de Brad Kunkle


 Todos dicen que estoy loca porque hice del cementerio mi hogar. Los cuidadores notaron que al anochecer elijo sobre cuál tumba acostarme. Ellos creen que entablo algún diálogo con los muertos y recibo sus mensajes cuando apoyo mi oreja en el suelo. No es así. Los muertos perdieron la voz y sus bocas están secas.
La tierra es la que habla, la vida que recubre la muerte es pródiga en sonidos. El aire que se filtra entre los terrones, la marcha infatigable de las hormigas, el desplazamiento sinuoso de las lombrices: esas son las voces que escucho. Lo que está vivo me cuenta de los que están muertos. Así conocí sus historias, por eso no me acuesto en cualquier tumba. Nunca lo haría en la del usurero, ni me acercaría a la de la mujer que envenenó a su amante.
Durante el verano me estiro en la hierba fresca de rocío, la lápida sirve como respaldar, mi brazo de almohada y la tierra susurra una canción de cuna en el canto de los grillos. El silencio ya no es silencio y escucho la conversación de la naturaleza: el aleteo de un búho trasnochador, cómo se estremecen las hojas que danzan con el viento, el brinco verde de una rana.
En el invierno busco resguardo en las bóvedas; son meses oscuros, inacabables. La compañía es el polvo, las telarañas, el olor de las flores que se marchitan, el leve rechinar de la madera. La cripta más pulcra es la de la familia Uriarte, los importantes del pueblo. Sin embargo esos ataúdes guardan secretos. Sólo me refugio allí, entre la suntuosidad de los mármoles, los bronces y los cirios, si la lluvia es tenaz. Arrimo la oreja a los cajones de roble, y las polillas que los habitan, me transmiten arcanos ancestrales. Es como si estuviera al abrigo de una chimenea encendida, cuando la abuela relataba historias que me mantenían en vilo, siempre con otra vuelta de tuerca, con un nuevo enigma para descifrar. 
Tuve una vida allá afuera, igual que todos. En esa época mis sueños eran visitados por muertos, que se levantaban de sus tumbas o sacaban sus dedos sin carne de la tierra, para aferrar mis tobillos. Ahora  tengo sueños banales, perdí el miedo por mi diaria convivencia con la muerte. Sueño con los parientes de los finaditos que llegan los domingos trayendo ramos de flores, se persignan, musitan una oración apresurada y se van sigilosos. Es probable que escapen de la culpa que les produce darse cuenta de que están olvidando y las visitas se han vuelto una rutina o una apariencia. 
En cuanto a las tumbas recién cavadas y a los féretros nuevos, voy con cautela. Todavía hay un cuerpo por el que circulan las últimas vibraciones de lo que fue. A veces la tierra me murmura sucesos alarmantes que precedieron al momento final, y por un tiempo los evito.
Aborrezco los funerales: hay mucha hipocresía; y si no la hay, el dolor es tan intenso como un bisturí que descose las entrañas. Entonces me aíslo en un rincón del cementerio. La estocada más profunda es cuando en procesión traen el féretro de un niño. Una muerte a destiempo, suelo pensar, y busco un sentido cósmico que no le encuentro. Sólo en esas oportunidades, apenas se van todos, me recuesto junto a las coronas que cubren el túmulo de tierra apilada. Mis ojos riegan los terrones y en las mejillas me queda un rastro de barro. Y aparece la zozobra antigua, que nunca se mitigó completamente. 
Una tarde trajeron un ataúd pequeño, modesto, de pino blanco. Me acerqué de a poco, con una urgencia inusual y esperé hasta que llenaron el pozo con tierra. El reloj de la capilla marcó las cinco de la tarde, hora que cierran el cementerio.
La cinta de la única corona decía: “a Virginia, para siempre en nuestros corazones”. Habían puesto una cruz provisoria, torcida, hecha con las tablas de un cajón de fruta. Alguna mano insegura escribió con una tiza las fechas del nacimiento y de la muerte. Virginia tenía seis años.
La inquietud apresuraba mis latidos, me dejé caer sobre la tierra para escuchar lo que podía decirme. Me hice repetir el mensaje, que era siempre el lacónico: Virginia está dormidita, dormidita. Mi oreja se hundió en el suelo blando, me pareció oír un suspiro y como un torbellino recorrí el cementerio hasta encontrar al último cuidador, que se iba con su bolso al hombro y la mirada roja de vino.
Se lo grité, agitando los brazos como las alas de un pájaro despavorido. Su boca se estiró en una sonrisa estúpida y giró el dedo índice alrededor de la sien. Se fue mascullando: estás loca, loca de remate, pobre chiflada que habla con los muertos.
No pude remover la tierra con mis manos, están malditas, la profanarían. Ya causaron daño suficiente con su impericia en el cuidado, son las responsables de otra muerte de seis años. Por eso estoy aquí. Creí que había expiado parte de mi culpa, pero no, volví a caer en otro círculo del infierno.
Nunca más pegué mi oído en la tierra, no quiero enterarme de lo que sabe ni ser su mensajera. Tampoco volví a soñar con los vivos y la monotonía de sus realidades, solamente con los ojos abiertos de Virginia, azules de espanto.


©  Mirella S.   — 2010—


Foto sacada de la web





El hombre que se siente culpable
es el que vive en  fragmentos, 
está dividido en su interior.

J. Krishnamurti