![]() |
Arte digital de Amandine Van Ray |
Él volvió, esta vez no lo
esperaba. Golpeó a mi puerta con insistencia. ¿Lo habría traído una ola gigantesca con la espuma ensombrecida por el invierno? O quizás vino montado en un pez
agonizante, un pez con escamas de acero licuadas por el esfuerzo.
No deseo verlo,
no ha quedado nada de él en mí. En otra época el pliegue de sus párpados me
parecía un horizonte imposible de alcanzar. Y yo me empecinaba. Traía una
historia pantanosa en la que me encharqué en mi afán de rescatarlo. Limé las
horas, los días de dolor; limé su cuerpo duro a caricias y apenas conseguí
pulir algunos ángulos. Nunca me dejó entrar. Los labios filosos se mantenían
lacrados, su mirada me atravesaba la piel sin tocarla.
El primer adiós
fue una trampa; permanecí enclavada en ella y desde su fondo comprendí que no me
quería. En ese tiempo aún no había aceptado que no sabía amar. Ni a mí ni a
nadie.
Después regresó,
mansamente, volvió a irse, regresó y se fue. Buscaba en mí lo que le faltaba:
un corazón como un nido lleno de pájaros que le cantaran al amor. En el centro
de su pecho solo había una oquedad oscura. Quizás pensaba que
estando conmigo se podría contagiar, como si ese sentimiento fuera un virus
transmisible.
Me enfrié, tan
lentamente, que tardé en darme cuenta. Lo que sentía se perdió en senderos de
nieve. Escucho sus golpes tercos que hacen temblar la puerta, pero no a mí.
Se han invertido
los papeles: él consiguió amarme, mi compañía le despertó el alma y le inoculó
una vacuna que lo inmunizó de la aridez.
Lo miro desde lo
alto del ventanal, solo veo a un minúsculo hombrecito angustiado que me deja en
la más absoluta indiferencia. Busco en las entretelas de mi alma: encuentro un
agujero negro que se ha tragado la luna y las estrellas.
© Mirella S.
— 2018 —