Foto de Loomis Dean
El libro, como
una cosa viva, cae de las manos del hombre y se desmiembra en rígidas láminas
amarillas. Al agacharse para recogerlas sus rodillas crujen en un acto de
protesta. Mira el título en la tapa: En
busca del tiempo perdido 1. Su garganta produce el eco de una risa, no lo
había leído.
Al dar vuelta la
primera hoja descubre la dedicatoria, larga, escrita con una letra menuda,
femenina. Necesita los anteojos.
A medida que
avanza en la lectura, debe detenerse para desechar imágenes que se interponen,
nublando las palabras. El libro forma parte de un pasado tan remoto, que los
recuerdos surgen descuartizados, igual que sus páginas. No logra precisar en
qué año ella se lo había dado y una ola de ira le pulsa en las sienes cuando ve
que le auguraba un feliz año nuevo sin mencionar cuál. Acaso no se suele poner
siempre una fecha debajo de la dedicatoria, claro, ella en todo fue distinta,
no entraba dentro de los cánones esperables.
Apoya una mano
en el pecho como para apaciguar la repentina opresión que se extiende y le
corta el aliento. Me fijo en la fecha
para escapar al contenido del mensaje, dice, mientras con el pulgar y el
índice presiona sus párpados. Aunque no quiere plegarse a recuerdos, ellos
vienen solos, el escrito les ha abierto la puerta. Allí están con su olor rancio.
Cuando ella le
dejó el libro en el buzón, ni siquiera lo había abierto. Lo guardó en un
estante alto de la biblioteca para que las telarañas lo vistieran con las babas
del olvido. Tuvo que haber sido ese
año nuevo, el primero que no pasaron juntos. El texto menciona la “crisis”,
recién se entera que la consideraba una crisis. Él había sido bien explícito al
decirle que no aguantaba más la situación. Las mujeres encarajinan todo. Ese tipo de mujeres, las inalcanzables,
tortuosas, que levantan muros de silencio, de miradas evanescentes y
comunicaciones lacónicas. Son resbalosas
como anguilas y uno se queda con las manos deshabitadas, dice en voz alta.
Se acerca a una
intimidad antigua, que duda haya existido. Antes de la ruptura, la había
asediado como a una fortaleza inexpugnable, se sintió un invasor bárbaro, que
con sus armas precarias, pretendía conquistar la ciudadela. Una y otra vez se
había topado con un témpano imposible de derretir. Y a mí se me terminó helando el deseo, murmuró turbiamente.
No siempre había
sido así, pero del período previo no guarda registro. ¿Cuántos años pasaron? Más de treinta, si la memoria no le falla. Hoy se entera de que él fue su gran
amor, que no podrá olvidarlo jamás.
Jamás, que palabra presuntuosa, inexistente.
Él tardó en disipar la delicadeza de sus facciones, devoradas por los ojos
irrefutables. Una mañana, al despertarse, se presintió libre y se instaló en la
gris y ordenada apariencia de las cosas. Esporádicamente iba de cacería de
conejitas tiernas y superfluas.
Pasa la punta de
los dedos por la página escrita. Ella, con su ambigua intensidad, le había
arrebatado un largo tiempo. Cómo luciría hoy ¿con las mejillas craqueladas, el
pelo color estopa, la espalda gibosa?
Qué importa, si ya está muerta para mí, exclama con esa
vocación que ha adquirido de hacerse comentarios en voz alta. Mentira, de alguna manera se las ingenió
para quedarse en mí. No se olvida ni se borra a quien se amó como se borra un
nombre del pizarrón. En vano se intenta taparlo con otros.
Camina unos
pasos hacia la ventana abierta de noviembre. Se asoma, con un gesto brusco,
imprevisto, como si el brazo no le perteneciera, tira el libro al vacío.
© Mirella S.
— 2017 —