Mirar
hacia adentro —una costumbre que trae en su esencia— sirve para alejarlo del
dormitorio, tapiado con cortinas gruesas
que atajan la claridad del amanecer y desdibujan lo que está enroscado en la cama revuelta.
Aunque
no pueda verse, sabe que sus mejillas tomaron el color de la cera, los ojos
inaccesibles, como de niebla. Entre los dedos todavía sostiene la sedosidad del
lazo de la bata.
¿Será
suficiente con cerrar los párpados, igual a persianas que se bajan al horror,
para deshacerlo todo?
La
penumbra lo acuna, permanece inmóvil, espera que los fragmentos pulverizados de
la luz decanten, que no comience el día, que el mundo se congele en ese momento. Hasta surge la ilusión de que, tal vez, consiga recomenzar o,
simplemente, estar en calma como si nada hubiera pasado.
Después
las cortinas ya no detendrán la potencia del sol y cuando abra los ojos la luminosidad no penetrará en sus pupilas como hebras de vida, no lo calentará,
asumirá que lo que hizo no puede ser deshecho.
Ha quedado allí, en esa
cama, a su lado, enfriándose.
©
Mirella S. — 2015 —