Es como si la viera, entrando con su
paso atropellado en la cafetería habitual. Probablemente tendrá puesta su boina
anacrónica, ladeada en un ángulo absurdo. Al entrar observará a los que ocupan
las mesas. Todavía no llegó. Saldrá y elegirá una en la vereda para
poder fumar, la más cercana a la pared que la resguarde del aire que viene del
río.
La imagino mientras se quita los guantes
de lana y se masajea los dedos. Lo hace si algo le preocupa y, para justificar
el gesto, dice que es la mala circulación. Dejará sobre la silla
vacía la bufanda. La tarde está fresca y no se quitará el abrigo, un
impermeable que acumuló el color del tiempo, largo, amplio, que siempre usa
abierto. Cuando camina flamea a su alrededor y la hace parecer un espantapájaros
agitado por el viento.
Estoy seguro de que se ubicará mirando
hacia el bulevar, encenderá un cigarrillo y pedirá un café espresso. Entre una
pitada y otra controlará sus uñas o lo que queda de ellas, y en caso de que lo
encuentre, arremeterá contra algún pellejito suelto.
Verificará la hora. Esta tarde ella va a
llegar temprano. La ansiedad es el único reloj que le permite ser puntual.
Echará el azúcar en el pocillo revolviéndolo distraídamente y chupará la
cucharita, con esa manera suya, entre cándida y provocativa. Por más que beba
el café a pequeños sorbos no le va a durar, odia el café tibio.
Después hará dos cosas. La primera:
hurgar en el bolso y sacar el espejo. Disimulado en el hueco de la mano,
espiará si alguna catástrofe se abatió sobre la cara. Si alguna pestaña,
pringosa de rímel yace sobre el pómulo, más pálido que de costumbre. La
segunda: con uno de los tantos bolígrafos que acopia en el bolso, empezará a
dibujar garabatos en la servilleta de papel: un oso panda, estrellitas,
tréboles y palabras sueltas, las que le surjan en el momento. Hoy, con la
espera por delante, que se hará cada vez más fatigosa, apelará a las dos
opciones y me arriesgo a afirmar que intentará unir las palabras en un poemita
descabellado.
El tiempo no pasa o, peor aún, se
desliza inexorable y la lleva a una constatación que la congela: la
puntualidad prusiana del otro puede convertirse en ausencia.
Más café, los puchos de
los cigarrillos se apilan en el cenicero de metal. La
servilleta, llena de monigotes y palabras que esta tarde parecen
irreconciliables, se convertirá en una bolita y también irá a parar al
cenicero.
En qué distraerse, qué hacer.
Entrecerrando los ojos tratará de descubrirlo a punto de cruzar la calle.
Comprobará cómo se esfuma la claridad en el bulevar; las flores y esas
esculturas inexplicables se desdibujan en el crepúsculo. Fatalmente vendrán a
la memoria las amargas esperas anteriores y lo más doloroso: la
incertidumbre. Algo que te carcome y te deja hecha un trapito. La
voz infantil se le quebraba, como si fuera a terminar en un sollozo, los
ojos ribeteados de sombras y kohol se volvían líquidos; con un breve parpadeo
las lágrimas retrocedían. Nunca la vi llorar.
Sé que la dejaron plantada muchas veces,
demasiadas. Y ella tardaba cada vez más en reponerse, en volver a intentar una
nueva cita. Barajaba probabilidades, hacía conjeturas sobre los motivos de los plantones.
Sería por algo en ella que desencantaba, por indiferencia, crueldad.
Simplemente eran desapariciones, como quien falta al dentista y se olvida de
avisar. Solo que a ella no la llamaban más. Y se encogía ante el enigma; así se
encogerá ahora en la silla del bar, la mesa repleta de tazas vacías, el
cenicero de colillas y servilletas arrugadas.
Empezó a bajar la temperatura, ella
detesta el invierno, quizás se levante el cuello del abrigo o se envuelva en la
bufanda; el frío de afuera se cristalizará con el frío que le sale por la boca,
en el aliento tembloroso de miedo.
Hace un largo rato que pasó la hora
fijada. El puntual no vino, lo que significa que tomó la decisión y ya no
vendrá. Hay una diferencia: no acaban de conocerse, hay un par de años de por
medio, en los que compartieron tantas confidencias, susurros cómplices, risas
que estallaban por cualquier motivo y manos apuradas para entibiar la piel. El
abandono, el desamparo, pertenecían a otra época, a otra mujer.
Sí, es como si la viera, desmoronada en
la silla del bar, igual a una marioneta que le cortaron los hilos,
sosteniéndose del borde de la mesa, la punta de los dedos rojos por la presión.
Las luces del bulevar se encendieron. La
cafetería suele colmarse de gente al anochecer; en el interior cálido el mozo
caracolea entre las mesas, haciendo equilibrio con la bandeja.
Ya no espera, ya sabe. Le expliqué,
parecía no escucharme, iba y venía, acomodaba un adorno, guardaba un
libro. Es una crisis —me dijo antes de que me fuera— el
sábado te espero a las cinco en el café de siempre.
Ahora, allí sentada se preguntará por
qué, cien veces se lo habrá preguntado.
Se lo dije.
© Mirella S.