Confluyeron en la misma esquina
y el topetazo los dejó aturdidos.
—Epa —dijo él cuando se repuso
del choque. Con voz profunda agregó—: dónde va como alma que lleva el diablo.
Caramba, lo que hay acá es un angelito de Dios.
—¿Qué? —contestó la chica y
trató de mirarlo por entre la maraña del flequillo.
—La pucha, la veo y la vida se
vuelve color de rosa —replicó el hombre.
Ella se removió el pelo con
unos dedos llenos de anillos y gritó:
—Loco, salí.
—No me pare el carro*, no le
estoy haciendo el verso*—dijo él y soltó una risita que le brotaba del fondo de
la garganta y parecía dirigida a sí mismo.
El único ojo libre que tenía
la chica, relumbró de hostilidad. Dio un paso al costado, estiró el cuerpo como
hacía en las clases de Tai Chi, pero el otro había hecho el mismo movimiento y
volvieron a chocar.
—Bueno, parece que el destino
no quiere que me le despegue —dijo él y la miró de arriba a abajo. Sonrió y se
le arqueó el bigote azabache. Se quitó el sombrero y con la palma de la mano se
acarició el pelo engominado.
—Uf —bufó la chica.
Con un salto se separó y se
fue taconeando fuerte. Caminó unos metros y se detuvo en la parada del
colectivo. Era una calle tranquila, de casitas con jardines y los tilos en la
vereda perfumaban el atardecer. Ella buscó algo en el bolso y cuando levantó la
cabeza tuvo un sobresalto.
—¿Qué hacés acá, me estás
siguiendo? —preguntó en un tono brusco, para disimular la inquietud.
—No mi paloma, espero el bondi*,
igual que usted —contestó él haciendo una reverencia.
—Qué pegajoso —murmuró la
chica entre dientes. Le echó un vistazo, mientras apartaba un mechón de pelo,
que intentó sostener detrás de la oreja. La cara del tipo era un pergamino, los
bigotes teñidos de negro, igual que el pelo aplastado al cráneo; vestía un
traje oscuro a rayitas.
—Me estás mirando las tetas —gritó
ella. Y más fuerte—: ¡viejo baboso!
—Es que en este momento
quisiera ser un dios para descansar mis fatigas en esas dulces colinas del
Olimpo —contestó él.
La chica pestañeó, y se llevó
una mano a los labios para disimular la risa. Hablando entre los dedos, dijo:
—Qué boludo.
—Al menos le arranqué una
sonrisa, parece que hemos roto el hielo —replicó él, bonachonamente.
—No me reí, calmate, loco —dijo
ella, otra vez en tono despectivo.
—Con usted
nunca me pasaría de la raya ni me saldría con un domingo siete. No se me enoje. Es solo un poco
de chamuyo*, sin ánimo de ofender. Deformación profesional, sabe.
—¿Sorry?
—Darle un poco a la sin hueso,
hasta que venga el 109.
—Está tardando mucho —dijo la
chica, sacó el celular, pulsó unas teclas.
—Parece que la esperan, con un
bomboncito así como para no estar con el alma en vilo.
El mechón había vuelto a
deslizarse hacia la cara, ella lo miró con el ojo derecho y siguió tecleando
con el pulgar; sus uñas eran cortas y pintadas de verde. Guardó el teléfono y
se asomó para ver si venía el colectivo.
—Nada —cabeceó hacia atrás
para sacarse el pelo de la cara.
—No tendría que escatimar ese
par de luceros del alba que el cielo le dio.
—Y dale con los clichés. Parecés
de la época de Gardel y por el traje el empleado de una casa de velorios.
—Algo de eso soy, sí —musitó él—.
Volví con la frente marchita y esta es mi noche triste.
—Decime ¿trabajás en una
tanguería* y te mandan así vestido para hacer alguna promo?
El hombre rió silenciosamente
y tardó en contestar.
—Ya no, lo que ve es lo que me
hizo el entrevero* con la vida.
—La vida no hace nada que uno
no facilite —sentenció ella, petulante— es cómodo echarle la culpa a la vida.
—Vaya, vaya, a usted sí que le
gusta llamar al pan pan y al vino vino. Pero no agarre para el lado de los
tomates*, mi reina. Ve esto —señaló una marca que le bajaba desde la oreja y se
perdía en el cuello de la camisa—. Esto, como diría Carriego*, son imborrables
adornos sangrientos: caprichos de hembra que tuvo la daga.
—Así que una minita te cortó
como a un salamín —dijo la chica, burlona.
El hombre agachó la cabeza y
la cara amarillenta se agrietó en arrugas sutiles, como si de pronto una gruesa
capa de maquillaje se estuviera resquebrajando. La sonrisa, en medio de la
catástrofe en que se había convertido su cara, era casi irreal.
—Un tropezón cualquiera da en
la vida. No tengo más palabras que las de Discepolín*: uno busca lleno de esperanzas el camino que los sueños prometieron a
sus ansias… aunque te quiebre la vida, aunque te muerda un dolor.
La chica, por enésima vez, se
corrió el pelo y en su expresión se transparentó la sorpresa. Estaba en la
mitad de la calzada desierta, cuando se encendieron los faroles de la calle,
que apenas dieron algo de claridad.
—¿Llorás? —preguntó en voz muy
baja; revolvió en el bolso y le alcanzó un Kleenex.
Él negó con la cabeza, se
chupó los labios y dijo:
—Te falta tomar mucha sopa
todavía, la vida no es dos más dos son cuatro —era la primera vez que la
tuteaba.
Ella trasladó el peso del
cuerpo de una pierna a la otra, se tironeó un aro que le colgaba hasta el
hombro y volvió a fijarse en la posible llegada del colectivo. Desde el centro
de la calle le preguntó:
—¿Qué onda, a qué te dedicás?
Le llegó una carcajada
arenosa; él se acercó con los bigotes elevados por una sonrisa y la chica pensó
que se había equivocado: no estaba llorando, había sido el efecto de la luz
filtrándose entre el follaje de los árboles. Un juego de luces y sombras en la
cara marchita. Después de un silencio, él contestó:
—Uh… estuve en tantas cosas.
Fui un orillero*, compadrito y fanfarrón. Trabajé para peces gordos, que metían
la mula* con los votos. Me tajearon —y se tocó la mandíbula—, pero también
tajié. Iba a los piringundines* del Bajo con mi sombrero ladeado y el pañuelo
de seda al cuello. Por las minas me metí en camisa de once varas y cuando ya no
me dio el cuero ni para el cuchillo ni para tanto hembraje, empecé a laburar*
en los radioteatros. Tenía voz potente, de varón, me dijeron. Entrar en el
ambiente de la radio fue dar en el clavo, hice borrón y cuenta nueva y por los
años cuarenta me interpreté a mí mismo, haciendo de malevo* en “Juan Barrientos, carrero del 900”* . Nunca protagonicé,
siempre me llamaban para hacer de malo, porque tenía el tono justo, decían.
También tuve que agarrar los libros ¡quién te ha visto y quién te ve! —de nuevo
la risa ronca—. Porque las palabras se volvieron importantes, debía hablar
bien. En el folletín “Fachenzo, el
maldito”, en una parte había que representar a un jinete que venía por el
campo, entonces un fulano se encargaba de agitar unas piedritas dentro de una
cacerola, para hacer el tacatac tacatac del galope del caballo. Con los ruidos
se las rebuscaban bárbaro en esa época y los radioescuchas se lo creían y se
juntaban alrededor de los aparatos de radio para escucharnos. No es por
alardear, pero reuníamos a las familias. Una tarde el Oscar Casco se quedó
afónico, lo reemplacé. Nadie lo imitaba como yo cuando decía la frase que lo
llevó a la posteridad: ¡mamarrachito mío…! A la Hilda Bernard se lo decía. No
avancé más porque me dormí en los laureles y cuando vino la televisión ya era
un veterano y había perdido la facha.
—Si todo lo que contás es así,
debés tener como cien años —dijo la chica, mirándolo fijo con cierta desconfianza.
—Es la pura verdad, se lo juro
por lo más sagrado: la vieja. —Con el índice hizo una cruz sobre sus labios. Se
rió y agregó—: soy igualito al ave Félix.
La chica iba a corregirlo,
pero en ese momento sonó el celular y se alejó unos pasos, habló brevemente,
cortó y se volvió hacia el hombre.
—Parece que desviaron el
colectivo, hubo un accidente, llego tarde a la facu, me tomo un taxi en la
avenida. Voy para el centro, si querés te acerco.
—Le agradezco, mi cielo, pero
no —la voz, de repente, sonó triste.
—Por qué —preguntó ella,
intrigada.
El hombre sacudió la cabeza y
no contestó.
—Vení, andá a saber cuánto más
tenés que esperar. Dale.
—El que nos hayamos encontrado
en ese cruce de calles, no fue moco de pavo. Además, esperar es morirse de a poco…
y se puede morir indefinidamente.
—Sos todo un personaje, mirá
que hablás raro —la voz de la chica titubeó por primera vez cuando dijo—: me da
cosa que te quedes acá, solo.
—No se preocupe m’hijita, al
Cuervo Soria nadie se le atreve —hizo el gesto de meter la mano derecha adentro
del saco.
—Bye bye, entonces. Cuidate —dijo
ella.
Él la saludó con una mano en
el pecho, hizo una especie de venia. A la chica le costaba irse, despacio se
encaminó hacia la vereda de enfrente.
Desde el otro lado de la calle
se volvió con la intención de sacarle una foto con el celular. No entendió por
qué quería tener un recuerdo de ese galán antiguo. Pero en el poste del 109 no
había nadie, sólo las sombras de las hojas de los árboles, agujereadas por las
candilejas de luz que se filtraban de los faroles. Y el aroma de los tilos,
celebrando la tibia noche de noviembre.
© Mirella S. —2010—
Glosario
Parar
el carro: contener a alguien que se excede de palabra o de hecho.
Hacer
el verso: envolver a alguien para conseguir algún fin.
Bondi:
colectivo, transporte público.
Chamuyo:
hablar, conversar.
La sin
hueso: la lengua.
Tanguería:
local nocturno donde se baila o escucha tango.
Entrevero: lucha, pelea.
Agarrar para el lado de los
tomates: desvirtuar del sentido de una conversación.
Evaristo Carriego: poeta
argentino (1883-1912)
Discepolín: Enrique Santos
Discépolo fue un compositor, músico, dramaturgo y cineasta argentino
(1901-1951)
Orillero: habitante de los
suburbios; compadrito: individuo de clase social baja, afectado en la
vestimenta y pendenciero.
Meter la mula: engañar
Meter la mula: engañar
Piringundín: bar de ínfima
categoría, generalmente sucio y con mal aspecto.
Laburar: trabajar.
Malevo:
malviviente, matón.
“Juan
Barrientos, carrero del 900” y “Fachenzo, el maldito” fueron dos novelas
transmitidas por la radio entre 1940 y 1950 (datos obtenidos en la Web)
Oscar
Casco: actor considerado un símbolo del radioteatro,
reconocido por su voz grave y expresiva.
Hilda Bernard: actriz
argentina de radio, cine y televisión.