jueves, 21 de julio de 2016

Catarsis in blu




El granito azul, ese bello granito azul que orbita alrededor de un sol maduro, se autodestruye.

Impiadosamente, de un modo sistemático, acelerado.

Sus habitantes hormiguean por la superficie como insectos eléctricos. La especie que evolucionó —y aparenta tener conciencia de sus actos— se la podría clasificar, a grandes rasgos, en cuatro categorías que, a su vez, se dividen en una múltiple gama de subgrupos.

Están los que ejercen el poder, los constructores, los destructores y una masa enorme, abandonada a su suerte, sin futuro.

El planeta es una burbuja azul en la que hay poca felicidad. Algunos de los constructores intentaron producirla, pero lo que elaboraron es ficticio, externo, se agota rápido. Se necesitan más y más dosis de consumismo, es una felicidad tan efímera que apenas se tiene, se esfuma. Queda el gusto a vacío.

Otros constructores, con la premisa del amor fraternal y la buena voluntad, se abocaron a erigir andamiajes de ayuda solidaria, que los destructores derriban con ensañamiento.

Parte de los que se dedican al arte construyeron mundos ideales con palabras, colores, sonidos, imágenes. También están aquellos que en sus obras denunciaron el avanzado estado de podredumbre y decadencia de los sistemas que rigen al globo azul.

Mientras tanto, los insaciables de poder imponen sus métodos, sus religiones, sacan armas nuevas, invierten en perfeccionarlas. Masacran, sobornan, infectan con sus ideas para perpetuarse. Es su miserable concepto de felicidad.

Los desposeídos ni la sueñan: no la conocen. Quizás para ellos esa palabra esté asociada a un pedazo de pan, un chorro de agua, un par de zapatos.

La insania se extiende como un vapor venenoso por las regiones más pobladas.

Un día el granito, la burbuja, hará un ¡plop! azul y el viento solar dispersará sus partículas.

No será un vuelo en el azul pintado de azul, como la vieja e inocente canción de Domenico Modugno.


Mirella S.   -Julio 2016-



lunes, 18 de julio de 2016

Memoria al 22º atentado a la AMIA




El atentado a la AMIA fue un ataque terrorista con coche bomba que sufrió la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA) de Buenos Aires el 18 de julio de 1994. Se trató de uno de los mayores ataques terroristas ocurridos en Argentina, con un saldo de 85 personas muertas y 300 heridas.

Al cumplirse el 22º aniversario, artistas y músicos argentinos se reunieron para hacer este video, en conmemoración a las víctimas. 


Todavía no se ha hecho justicia.





miércoles, 13 de julio de 2016

Damascos en almíbar



Una silueta ensombrece la luz que entra por el panel de vidrio. Paula se entrega mansamente. Unos segundos antes de ingresar en los paisajes borrosos del sueño artificial, los fantasmas de momentos ya muertos aparecen en una sucesión arbitraria, acelerada.

El baile de los quince, su vestido en tonos pastel, la pulsera con los dijes que tintinean en el hombro de Juan, se esfuman cuando la señorita Emilia le pone esa fea nota roja en el cuaderno por mala conducta, por incitar en clase a la insubordinación, en esos años donde todavía no sabe qué es la docilidad. De inmediato el recuerdo se confunde con la tarde en que no hay bizcochuelo con Nesquik porque mamá es internada de urgencia. Paula revive el desgarro del miedo en el vientre que, sin transición, se convierte en alegría y se ve a sí misma refulgir como un lucero. Ella está con el vestido de seda blanca, aún oye el eco del “sí, quiero”, siente el oro que le ciñe el dedo anular, “para toda la vida, mi amor”, sellado con el roce de los labios de César.

Ya no está en la iglesia, vuelve a sus once años, conoce a la Segunda, como la ha bautizado, la nueva mujer de su padre, almuerzan sin mirarse. A los postres la otra hará su entrada triunfal sosteniendo la bandeja con los damascos en almíbar, con un copito de queso mascarpone y escamas de chocolate, que Paula odiará haber comido tan gozosamente. Y el arrebol de los damascos se perderá en la palidez del quirófano, en el no llanto tan esperado, en el silencio que, de pronto, se llena con el bullicio de un aeropuerto, no recuerda cuál, fueron tantos.

La memoria, selectiva y caprichosa, la devuelve a la casa del limonero, al maullido leve de Mimosa, la gata blanca y gris, la de la mirada como dos hojas de menta, aquella que apareció un día en el jardín de atrás, saltando la pared medianera y nunca más se fue. Cuántas caricias en la pelusa de su cogotito, cuánto ronroneo agradecido. Ese fue un amor que abarcó toda la vida que vivió Mimosa. Los otros no, duraron lo que duran los amores humanos. Le parece escuchar el ruido de la puerta al cerrarse tras la valija, después solo el vacío alargando la noche, sus ojos moteados de sol, desaparecidos para siempre.

Se ve caminado en una tierra de nadie, la piel translúcida como la lluvia. La memoria tiene su propia geografía y ahora la lleva por los carriles desencantados de los anhelos que no se cumplieron.

Se enciende una luz que baja del cielorraso y, como si proviniera de allí, una voz sin boca dice algo que suena como el siseo del viento en el follaje.

Quiere sonreír pero no encuentra los labios, el cuerpo ha dejado de pertenecerle, es un conjunto de órganos insensibles atiborrados de químicos.


© Mirella S.  - Enero 2016 -









jueves, 7 de julio de 2016

El amor por un hombre




Cuando las horas se acumulan sin deseos y los días son pegajosos como las babas del diablo, cuando se han perdido creencias y el miedo álgido es su único compinche, quedan pocas cosas que extrañar.

Ni siquiera el amor por un hombre.

Ya no espera encontrar las llaves que ocultó, tampoco romper los candados del encierro ni buscar un cuchillo de obsidiana que haga sangrar otra vez su pecho de vida.

Permanece de pie en el balcón. Es un árbol yermo e invernal y mira en el ocaso que desciende, cómo los pájaros, en un racimo de uvas voladoras, se pierden en el celaje sin detenerse, ni descansar en alguna de las ramas.

Igual que se perdió su deseo por el amor de un hombre.



©  Mirella S.   — Diciembre 2015 —