jueves, 17 de marzo de 2016

Dibujar un gato




En primer año prevaleció el dibujo de formas geométricas, cubos, pirámides de yeso, jarrones con flores, frutas, naturalezas muertas. A lápiz, carbonilla, pastel, sanguina, acuarela, témpera. Eso le correspondía a la materia Dibujo al natural. En Composición había que disponerlos según cánones de equilibrio y armonía; tener en cuenta la expresividad en la ordenación del espacio de los elementos, sus tensiones, ritmos, blablablá.

Durante el segundo año le dimos duro y parejo a los animales. Empezamos con el gato viejo que vivía en la escuela. Lo subieron a una mesita alta y angosta, la misma que el año anterior había servido para armar los bodegones. Debajo le colocaron un almohadón que en algún momento fue rojo y que el tiempo le otorgó un mustio color ladrillo. Supongo que el efecto que querían lograr era de contraste: gato gris ceniza sobre fondo escarlata. Sin embargo, el conjunto era totalmente desvaído, con la vejez el gato había tomado el tono otoñal de la estopa.

Los 50 minutos que duraba la clase, dormía, enroscado sobre sí mismo. A medida que terminábamos un croquis íbamos girando a su alrededor, para tener una perspectiva diferente.

Lo bautizamos Marmota.

Los jueves eran tediosos: dibujo de gato acostado. Entraba la portera, con el almohadón pulgoso bajo la axila y sosteniendo al micifuz por el pellejo del cogote. Lo plantaba, igual que a un florero, sobre la mesita en el centro del aula.

La señora de Lemme, la profe, estaba a punto de jubilarse e impartía las clases desganadamente. Mientras dibujábamos al gato, ella leía novelas de Agatha Christie.

Los varones iniciaron una especie de confabulación contra Marmota. Los más crueles y drásticos propusieron su envenenamiento. Los moderados, raptarlo y llevarlo lejos. Yo sugerí que había que incentivarlo para que posara sentado.

El jueves siguiente alguien vino provisto con una honda y cantos rodados pequeños. Tac tac tac. El pibe tenía puntería y cada piedrita daba en el blanco. En la zona afectada se producía una palpitación, un breve sismo, pero Marmota continuaba inmóvil, en su sempiterna posición.

La señora de Lemme era bastante sorda y enfrascada en su lectura ni se enteró del procedimiento para despertar al gato que, finalmente, lo hizo cuando uno de los guijarros le dio en la frente. Le temblaron los bigotes y por primera vez abrió los ojos: dos lagunas de oro fundido que relumbraron en la opacidad de su piel. Fui de los pocos que pude apreciar esa mirada porque estaba sentada justo enfrente.

Marmota terminó su protesta con un solemne maullido. Giró la cabeza de izquierda a derecha y volvió a apoyarla sobre sus patas delanteras. Los ojos volvieron a ser dos ranuras herméticas. El extremo de la cola, que colgaba de la estrecha mesita, manifestó su descontento trazando rulos en el aire.

Esa fue la última vez que lo vimos. El jueves siguiente apareció la portera solo con el almohadón. El gato había desaparecido, informó a la profe. La señora de Lemme no se inmutó, indicó a la portera que lo pusiera sobre la mesita y nos dijo que ya habíamos observado al gato el tiempo suficiente para dibujarlo de memoria. Y sacó su novela.



©  Mirella S.   — Febrero 2016 —


        dibujo de Belinda Elliott




jueves, 3 de marzo de 2016

Crónica de una caída

Acrílico de José De la Barra


Tropezaste con algo en la vereda y te caés, te derrumbás como un edificio vencido. Caés hacia adelante, sin amortiguar el golpe debido a la bolsa cargada que llevás. Todo el peso de tu cuerpo lo soporta el codo, la cadera y la pierna izquierda.

Desde el suelo ves muchas zapatillas, sandalias, que pasan a tu lado y siguen de largo.

Estás atontada, los huesos estremecidos, los músculos sin fuerzas para levantarte. Despacio, te arrastrás hacia el refugio de la pared, sintiendo la miseria de un gusano que repta por el cemento en busca de una brizna de hierba que lo proteja en su acolchada humedad.

Allí tirada, te acordás del final de una vieja película en la que un hombre, que no quiere morir solo, logra llegar hasta la calle, cae, y su última visión de este mundo es un bosque de zapatos presurosos que lo esquivan, para no perder tiempo en su marcha.

Alguien te tironea del brazo derecho, de un modo brusco, torpe. Hay un par de adolescentes inclinadas sobre vos. Tratás de incorporarte aferrándote a eso que te tironea. Conseguís ponerte de rodillas, apoyás la otra palma en el piso, tomás impulso y quedás en posición vertical.

Todo parece girar a tu alrededor, como si la vereda fuera el cielo. Agradecés al vacío, las chicas ya se fueron sin mediar palabra.

Respirás profundo, aún aturdida das unos pasos: la próxima hazaña será agacharte para recoger la bolsa pesada. La gente sigue su desfile, impertérrita. Los más curiosos se dan vuelta y miran.

La llamarada del dolor recorre cada uno de tus huesos. Una tristeza conocida se instala en tu garganta. Acariciás la pared que te brinda sostén y empezás a caminar lentamente. Cada movimiento es un sismo que te sacude el esqueleto.

Tuve suerte, pensás, no me quebré nada y estoy a una cuadra de casa.

 ©  Mirella S.   — 2016 —