lunes, 21 de diciembre de 2015

Mis mejores augurios...



Les deseo a los que pasan por el nido, los asiduos, los no tanto, los que alguna vez pasaron, los que pasan en silencio, muchas felicidades 
y un nuevo año muy promisorio, próspero en cosas del alma 
y en las materiales (también hay que comer). 

Les aviso que por un tiempo no voy a publicar, no cerraré del todo este espacio pero necesito urgente un descanso. Ha sido un año muy difícil en lo personal y mi mente está agotada. Los seguiré visitando dentro de mis posibilidades, quizás no deje muchos comentarios, 
pero les haré saber que estuve, aunque sea con un saludo.

Gracias por acompañarme en esta aventura de conocerlos y que me conozcan. Fueron tres años maravillosos.

Un enorme abrazo, queridos amigos. 


¡Chin Chin!



jueves, 10 de diciembre de 2015

Receta

Foto de Mirella S.


Las cáscaras confitadas de limón y de naranja, los canditi, como los llamaba mamá, fueron algunos de los escasos dulces que tuve en mi infancia.
Ella los preparaba en grandes cantidades, eran económicos en épocas donde no se desperdiciaba nada. Solo hacían falta naranjas —que se conseguían por pocos pesos en la feria de la calle Piedrabuena— y un par de quilos de azúcar. Los limones los proveía el limonero, alto y fecundo, que señoreaba en el pequeño huerto detrás de la casa.
El proceso previo era el que despertaba mi interés: ver cómo mamá cortaba en tiras finas, parejas, la cáscara porosa de las frutas. Antes había exprimido las naranjas para hacer jugo o pelaba los gajos, sacándole piel y semillas, la única forma que yo los comía.
La cocción tomaba un tiempo; el azúcar se disolvía en un almíbar cristalino y se adhería, en un abrazo ardiente, a las tiritas que, ablandadas, se arqueaban voluptuosas dentro de la olla.
El milagro se producía después, cuando ella las retiraba del fuego y dejaba que se enfriaran, tan lentamente como se habían cocinado. Entonces el azúcar se tornaba escarcha consistente, formando una capa irregular que envolvía cada cáscara en vestidos extravagantes.
Mamá llenaba enormes frascos de vidrio y duraban lo que un suspiro. Siempre ponía unos trocitos junto al pocillo de café, que yo no tenía permitido beber.
Me desquitaba a la hora de su siesta, sacaba puñados de canditi y los comía en el huerto jardín, en mi rincón preferido, debajo del limonero.
Muchas veces le escuché decir con su voz cantarina: debe visitarnos con frecuencia algún duende goloso al que le encantan mis canditi.


©  Mirella S.   — 2011 —