domingo, 26 de abril de 2015

Morgana de Palacios: la poética del arrebato



Otro video de cumpleños, el obsequio va para una poeta maestra de poetas, una alquimista de la palabra, una mujer que consiguió que me gustara la poesía, a la que nunca me había animado ni a leer y menos a escribir. 
Ella es Morgana de Palacios.



Yo no inventé el amor

Yo no inventé el amor. Estaba escrito
con todos sus misterios y celadas
con sus filias y fobias, sus miserias,
sus miedos, sus torturas, sus mandalas.

Yo no inventé el amor pero si amo,
si me entrego a lo oscuro de su causa,
me da lo mismo el cielo que el infierno,
suya es la voz y suya la palabra
y es en la palabra que inauguro
cada matiz con que el amor me mata.

Nunca me enamoré como otras muchas
de un espejismo azul de hielo y agua,
si conflictiva soy, por el disturbio
se decanta el amor cuando me atrapa,
pero me ofrece más que a todas ellas,
su mística del mal es sólo un arma
que me vive y desvive, me atormenta,
o me hace reír si se dispara.

Algo de predador tiene su boca
que liberta, clausura y arrebata,
algo de una constrictor sobre el cuerpo
algo de guerra química en el alma.

Yo no inventé el amor. Estaba escrito
que llegaría náufrago a mi playa
y si me hace sufrir es cosa mía
como es suya la herida que declara.

Porque también es animal de láudano
y yo no he sido nunca suave y mansa,
no lo dejo caer si se silencia
ni en el silencio deja que me caiga.

Mi enemigo tendrá las manos rotas
de golpear la vida encanallada
pero nadie acaricia como él
ni nadie dice más con la mirada.



Morgana de Palacios

http://ultraversalia.blogspot.com.ar/


martes, 21 de abril de 2015

Apuntes en hojas perdidas (V)

Arte digital de Lyse Marion



En el camino


Las cascadas reflejan la tonalidad esmeraldina que les otorga el follaje de los árboles. El lamento de un pájaro rasga la tarde y yo en la orilla me estremezco, los pies desnudos aferrados a la aspereza de las rocas.

El sol desciende, la temperatura también. No sé dónde estoy, tomé una carretera al azar: ¿en qué recodo me perdí? Se acerca la noche, deberé volver. A qué sitio, si acabo de escapar.

No encuentro respuesta. ¿El rumbo soy yo, con mi búsqueda? Quiero creerlo, estoy rumbeando hacia otros territorios y delineo un esquema de mis actos futuros, igual que un cartógrafo con Parkinson.

Más adelante veo el arco de una playa de piedras blancas como terrones de azúcar. La libertad es algo próximo y rutilante: es esa playita, el agua que forma un vórtice y corre lejos. Mis pupilas ensombrecidas la esquivan en el temor de enturbiarla.

Me gustaría oír a mis espaldas una voz que pronuncie mi nombre, escuchar pasos que se aproximen, unos brazos rodeándome. Que haya palabras susurradas junto a mi cuello, palabras húmedas, con gusto a nostalgia. Dedos que recorran mis omóplatos, la cintura, en el intento de rearmar las piezas de un derrumbe.

Que esas manos tiemblen. Darme vuelta y reconocer, por fin, el puerto, el muelle que albergará mi deriva. 


Para eso falta mucho, apenas salí a construir un camino.



©  Mirella S.   — 2015 —




lunes, 13 de abril de 2015

Las esquinas de Angelines


Angelines, te armé este video con todo cariño.


Fue un placer descubrir el blog de Angelines Allué Escartín y el pueblo 
de cuento de hadas en el que vive los meses menos fríos del año.
Me gusta la manera como nos comparte sus días, sus reflexiones,
 las fotos que le saca a todo cuanto le interesa, 
con los comentarios correspondientes .
Me gusta el amor que tiene por su tierra, por la naturaleza.

Algunos ya la conocen y visitan su blog. Para los que no, esta es la dirección:

http://elbosquedetrimbolera.blogspot.com.





miércoles, 8 de abril de 2015

El cuentero



Cuando Arturo dejó de venir por el bar de Fabio, no nos preocupamos demasiado. En los últimos tiempos era común que faltase durante algunas semanas. Volvía con un aire febril, vacilante, pero con el repertorio de las historias que nos contaba, renovado. Al cabo de varios meses de ausencia la esperanza de que regresara se convirtió en una costumbre más. Sin embargo, no podía desprenderme del asombro y de la rabia de que se hubiera ido así, como escapando.
La primera vez que apareció en lo de Fabio captamos en seguida que era distinto. No se recostaba en la resignación como nosotros,  algo incomprensible lo consumía. Se acodó en la barra con una copa de coñac en la mano, Fabio le preguntó si era nuevo en el barrio. Él dijo que había vuelto de un largo viaje y que su última parada fue Montevideo. Fabio, que es uruguayo, se entusiasmó y le hizo montones de preguntas. Con nuestro perpetuo aburrimiento a cuestas, empezamos a prestar atención, porque Arturo estaba relatando sobre un asunto turbio en el que se había visto envuelto en su paso por Montevideo. 
Lo invitamos a la mesa. A partir de esa noche se sentó siempre en el mismo lugar, y mientras giraba la copa entre los dedos cautelosos, nos introdujo en sus historias.
Sus gestos y algunas de sus frases, se me grabaron a fuego. Hablaba bien Arturo. Había viajado por medio mundo; su vida parecía la de un Phillipe Marlow rioplatense, siempre metido en algo oscuro, excitante. Hicimos conjeturas sobre su identidad o su trabajo, sin embargo no le preguntamos nada. Hubo un acuerdo tácito, tal vez para preservar el círculo que formábamos los cinco alrededor de la mesa del café.
Intenté rememorar la cara, el aspecto de Arturo. Pero sus facciones y su cuerpo ya se habían desdibujado. El peso de su presencia recaía en los relatos, en el tono de su voz, profunda, rica en matices y lo suficientemente sonora como para que Fabio, detrás del mostrador, no se perdiera palabra. Recuerdo sus descripciones, mínimas pero certeras; las pausas oportunas acentuaban el misterio. Arturo dominaba a la perfección el arte de narrar.  
Casi en seguida apareció con una mujer. Nora, nos dijo, mientras hacía un gesto hacia ella. Comenzó a venir a menudo; se quedaba junto a la barra, fumando interminables cigarrillos, silenciosa y distante.

Una noche, idéntica a cualquier otra después de la partida de Arturo, llegué al bar de Fabio a la hora habitual. Al rato la charla se llenó de agujeros: no éramos de conversación fácil, nosotros. Sólo por decir algo, pregunté si se acordaban del lío en el que se había involucrado Arturo en el tren que iba de New York a Boston. Cada uno tenía una versión diferente del episodio. Yo tampoco lo recordaba bien, en realidad lo había sacado a relucir para matar el tedio, así hubiese dicho Arturo.
Con placer comprobé que los otros pendían de mis palabras. Mezclé anécdotas que él nos había contado y le agregué situaciones que se me ocurrían sobre la marcha. Así refloté sus historias y descubrí la embriaguez de la improvisación y me dejé arrastrar por lo que narraba, como si lo estuviese viviendo.
Al poco tiempo, tal vez por esa intuición que las mujeres tienen, Nora reapareció por el bar. Arturo también se había deslizado, igual que una sombra, fuera de su vida y de su casa. Llegó en la mitad de una historia en la que Arturo escapaba de unos traficantes en Cartagena. Interrumpí el relato. La observé de reojo, me distraje y sentí que era un ladrón de vidas ajenas. Los demás, molestos, me apuraron para que continuara.
Con una habilidad, de la que fui el primero en sorprenderme, terminé la aventura de manera tal que la empalmé con otra, más modesta, en la que el protagonista era yo. La vuelta de Nora fue un incentivo. Me dirigí exclusivamente a ella, con el fin de deslumbrarla.
No dejó de venir una sola noche. Me esmeré, seleccionando las palabras y manteniendo ciertas pausas, como había aprendido de Arturo.  Al terminar la historia, la miraba con una especie de alivio por saberla allí, y me topaba con sus ojos fenicios. Arturo los habría descripto así, por lo astutos, inescrutables.
Unas semanas después me pidió que la acompañara a su casa. Me invitó a pasar y trajo una botella y vasos. Nos unían los gestos lentos de levantar los vasos, bajarlos, estirar la mano hacia la botella. El silencio era parte de la liturgia. Nuestras miradas se cruzaron: la mía furtiva, la de Nora ardua, apremiante. Pronto la botella quedó vacía; ella se acercó, se inclinó por encima de mis hombros y me rodeó con sus brazos. 

En el bar de Fabio ocupé la silla de Arturo. Cambié la cerveza por el coñac, que el resto terminó pagándome, como antes habíamos hecho con Arturo. También heredé a Nora y una tarde mediterránea —como él definía esas tardecitas donde todo toma el color azul violeta del cielo—, me mudé a la casa de ella.
Cada noche en lo de Fabio, percibía la impaciencia con que me estaban esperando y confirmaba mi gravitación en el reducido cosmos del bar. Sin embargo, con el tiempo, empecé a despertarme con una sensación de vacío y postergaba el momento de elaborar una nueva trama. Reduje la cantidad y la calidad de las historias; se me hacía más y más difícil encontrar qué contar. Entre el fin de un relato y el inicio de otro se establecieron silencios penosos. El primer comentario desfavorable lo hizo Fabio. Mientras servía unos cafés me dijo, categórico, que el desenlace de esa aventura lo había previsto desde el inicio: era muy similar al de los estafadores de Río de Janeiro. Y si el relato se alargaba innecesariamente aparecían los gestos de decepción, los tamborileos sobre la mesa o los pobres intentos de disimular un bostezo.
Espacié mis idas al bar. Laboriosamente urdía historias que terminaba por descartar, una tras otra. Iba al puerto, miraba, los barcos, los remolinos en el agua, hasta no ver más que grandes manchas grises. Me quedé horas enteras sentado en algún cajón y traté de componer los avatares del marinero con el gorro de lana o de aquel otro con la larga cicatriz en la frente. Sólo conseguía armar segmentos de historias que no alcanzaba a redondear, porque prevalecía la impresión de que ya habían sido demasiadas, que todo era una repetición fraudulenta. Dormía poco y en mi cara se reflejó la devastación, producto de mi empecinamiento. Por dentro me creció algo áspero, que no daba tregua. Y esa impotencia me acercaba a Arturo.
Mi última historia la forjé con minuciosidad. Estábamos los de siempre, más el nuevo: hacía poco se había acercado a la mesa, ocupando mi antiguo lugar. Tímidamente, nos anticipó que tenía unas cuantas anécdotas de la época en que todavía hacía viajes con el camión.
Terminé casi de madrugada. Los otros, absortos, contemplaban el fondo de sus vasos. Nora, desde la barra, me miró y en sus ojos había como un velo de lluvia. No se dieron cuenta cuando me levanté y salí. 
Caminé sin apuro, demorándome en las huellas de la noche. Mis pies se movían por cuenta propia y se alejaban del bar de Fabio. Me condujeron fuera del barrio, en una búsqueda dolorosa que presentí interminable, hacia otros barrios, otros bares y otras caras en círculo alrededor de una mesa. 

©  Mirella S.   — 2008 —                                                                                                        


Óleos de Fabián Pérez





lunes, 6 de abril de 2015

Con la voz de Pato Furlong


http://www.eitb.eus/es/radio/radio-vitoria/programas/la-fiaca/audios/detalle/3113594/rapsodeando-lividez-agosto-mirella-s/



Pato Furlong

Es argentina, actualmente colabora en Radio Vitoria, España.
También escribe y muy bien y tiene una voz preciosa. Tuve el honor y la alegría de que leyera por la radio el texto que publiqué la semana pasada.

 Espero saber subirlo y  que puedan escucharlo.

A Pato mi agradecimiento emocionado.


Lo lamento no sé cómo se puede entrar directamente.




miércoles, 1 de abril de 2015

Lividez de agosto




Me cumplo en cada elección, en cada idea que pienso, digo o escribo. En ese dios demonio que me habita y murmura directivas antagónicas. Hasta me cumplo en el no movimiento, retraída en las profundidades sinuosas de mi esencia.

Y tejo mi vestido, que a veces es largo, en otras con el ruedo asimétrico. El destino le agrega a la trama agujeros imprevistos, desdibuja el diseño programado y no tengo la facultad de modificarlo durante las noches en las que solo aguardo el alba. 

Me responsabilizo de mis actos, de mis palabras, de mis silencios. Generalmente soy consciente de lo que pueden desencadenar. Pero hay veces que me toman por sorpresa las reacciones dañinas que generan.

Qué tengo que ver yo con el terremoto que provocó mi sonrisa o mis manos andariegas en sus gestos de paloma. O que mis ojos ausentes, en sus habituales fugas interiores, hayan sido interpretados como un desprecio.

Entonces, en ese otro estalla algún núcleo insano, secreto, incluso ignorado. Todo se vuelve inverosímil y me hundo en ciénagas que me convierten en barro.

Después de la lividez de ese día de agosto, nada será lo mismo. Es como si deambulara por un laberinto de panteras, con mi mascarón de arcilla, al que le moldeo expresiones según las circunstancias. Sin embargo, debajo está la esfinge muda de estupor, que se quedó ciega de horizontes.


Me corté el pelo igual que un soldado, pinté mis labios y mis uñas de negro, en un luto tan desafiante como inservible.


©  Mirella S.   — Febrero 2015 — 

                                                                                   

  Fotos de Dmitry Bulgakov