Primero fue la rigidez
en la nuca y sentir los párpados como dos piedras. Después algunos objetos se
alejaron, perdieron consistencia y los sonidos se fueron atenuando. Demasiadas
presiones en el trabajo. La vida transcurre por los carriles de la
responsabilidad, los compromisos y un desconocimiento total de las necesidades
íntimas. En la agencia estábamos en un momento clave de la campaña y no les
podía fallar, imposible aminorar el ritmo. Recién era martes y el domingo me
pareció una isla inalcanzable.
Salir a la calle,
enfrentarme a un carrusel de colores y ruidos estridentes, me resultó casi un
atentado a la cordura. Llego tarde, pensé. Atolondrada, corrí esquivando a los
transeúntes que ocupaban las veredas. Me afirmé con fuerza en la correa de la
cartera para restablecer el equilibrio. Lo extraño era ese impacto de
irrealidad, cómo me afectaban caras, manos y piernas en movimiento. Los
quioscos y sus hileras de revistas, desplegadas igual que las colas de pavos
reales, el desperdicio de luces aun en pleno día, los cables entrelazados en
tramas oscuras encima de las cabezas: todo carecía de sentido.
Tuve la sensación de
haber caído en un paisaje surrealista, desmesurado e incomprensible. Cuando
subí al auto no entendí para qué servía: era una máquina absurda que esperaba
algo de mí. Sin que la mente participara, mis dedos, dueños de una memoria
propia, pusieron el motor en marcha y se apoyaron en el volante.
Esa noche en lugar de
uno, tomé dos somníferos. La alarma del despertador penetró a través de capas
algodonosas y siguió con su obstinado canto de cigarra. Extendí la mano y el
insecto calló. El silencio fue una invitación para que abriera los ojos. El techo
blanco y liso me dio tranquilidad. Giré los ojos y el aplique de metal y vidrio
facetado era un intruso que invadía la limpidez de la superficie. Lo miré
fijamente y sus contornos comenzaron a esfumarse hasta que sólo fue un óvalo
sin color ni volumen.
La ducha lavó esa
sensación de extrañamiento o de fuga. Bebí un café fuerte. Pensé que por
momentos desconocía la realidad, como si proviniera de otro mundo. La cocina
agobiaba con tantos frasquitos, tarros, artefactos y al living lo vi
sobrecargado de formas.
El lanzamiento del nuevo
producto no me dejó muchos resquicios. A veces volvía el peso en los ojos y
entonces una taza de café, otro cigarrillo, aspirinas y adelante con los
llamados telefónicos, los conciliábulos con el equipo, la revisión de las pruebas
fotográficas.
Durante una reunión,
repentinamente, las caras asumieron el aspecto de lunas cubiertas por una
topografía irregular. Casi no tuve que concentrarme para transformarlas en
esferas tersas, desembarazarlas de cuellos y solapas, convertir los hombros en
una línea recta, limpia y categórica. Percibí la belleza de lo simple, depurada
del caos. Fue sedante ver cómo esos cuerpos se volvían geometría pura.
De regreso a casa pensé
que debía ejercitarme en esa aptitud de síntesis, un método eficaz para vaciar
la acumulación de tanta basura inútil. Salí del baño envuelta en la toalla y me
paré delante del espejo. No estaba mal ensayar conmigo misma. La toalla se
deslizó por mis caderas. Mi cuerpo solía incomodarme: redondeado en ciertas
partes y con demasiadas aristas en otras. Pensar mi cabeza como una figura
oblonga fue sencillo. El tórax, en cambio, requirió de un esfuerzo hasta que el
espejo reflejó el estricto dibujo de un pentágono.
El timbre de la puerta
me sobresaltó y en el espejo se hicieron trizas líneas y planos y mi cuerpo
desnudo tembló con un pudor inexplicable. Me cubrí con una bata y miré el
reloj: Omar, lo había olvidado. En la cena las fugas se reiteraron, la voz
de Omar ingresaba desde áreas remotas y solo era un eco de lo real.
Decidí probar con la
mesa, la despejé de la proliferación de vajilla, velas y flores. Me quedé con
la blancura incorrupta del mantel. Más tarde, en la cama, con la boca de Omar
trazando caminos por mi piel, tuve el ansia impostergable de descansar.
Levanté la cabeza y lo miré. Siempre me había gustado el cuerpo firme de Omar,
pero ahora esa masa de músculos, las venas ramificándose bajo su palidez invernal, me abrumaban. Poco a poco él se redujo a una armoniosa combinación
de poliedros, que me rozaban con sus facetas, sin obligación de palabras y
deseos, goces y exteriorizaciones.
Ante mi silencio Omar se
marchó, con los ojos ofuscados. Recorrí los cuartos para despojarlos y ceñirlos
a sus formas esenciales. Del living eliminé lo superfluo y se convirtió en una
estructura serena y clara. El dormitorio, un cubo ya libre de significados
perturbadores, era el sitio ideal para lo que quería hacer.
Me acosté, los ojos
fijos en el techo y casi sin proponérmelo dejé de oír las notas de un
saxo lejano que, persistentes, se entrometían por la ventana. De mí misma veía,
por encima del arco de mis pechos, los dedos de los pies. Los esquematicé en
breves segmentos. Representar al mundo en una composición geométrica, en la que
ni siquiera estuviese incluido el color, era reconfortante.
Comprendí que debía
llevar la síntesis hasta sus últimas consecuencias, borrando las curvas, que
entrañaban movimiento, acción. Focalicé los ojos en el ángulo formado por el
plano del cielorraso y el de la pared. La esencialidad que estas líneas
proponían era todo lo que mi mente podía asimilar. No necesitaba nada más.
©
Mirella S. — 2011 —
Foto de Kesler Tran