domingo, 29 de marzo de 2015

Gavrí Akhenazi: Pájaros de Ionit




Este video lo hice con un poema de Gavrí Akhenazi,
un escritor extraordinario que conocí en la Web.
Es mi regalito para su cumpleaños.

Les recomiendo que lean todo el poemario de Pájaros de Ionit:

http://lamaldadaparente.blogspot.com.ar/p/normal-0-21-false-false-false-es-x-none.html



Pájaros de Ionit

1. 

Los dos sabemos que en tu cuarto hay un pájaro.
Los dos sabemos que un pájaro aletea en todos los rincones de tu cuarto
y que zurea a veces como un eco.

Vamos y regresamos de tu pájaro

de tu pájaro de alas extenuadas y de pico hecho a la historia
de enarbolar idiomas sin recursos.

En tu cuarto de niña que no fue consentida, habita un pájaro.

Hay un pájaro noble entre las paredes y en esa levedad que tiene la pelusa
que olvidaste barrer
y se esconde sin pánico ni alas debajo de tu cama voladora.

En tu cuarto hay un pájaro que debería enseñarme a volar sobre las tardes
donde el clima es una fruta seca
y esparce el jugo rancio de mis cansadas historias perpendiculares
sobre la pequeñez de este universo.

En tu cuarto
hay un pájaro tibio que solamente a veces habla en lenguas
y que habita en un pájaro que canta.

Yo no puedo acceder a ese cuarto tuyo
hecho con alas que intentan volar.
Soy
la antimateria de tu llave guadadora de pájaros.



martes, 10 de marzo de 2015

Simplificaciones



Primero fue la rigidez en la nuca y sentir los párpados como dos piedras. Después algunos objetos se alejaron, perdieron consistencia y los sonidos se fueron atenuando. Demasiadas presiones en el trabajo. La vida transcurre por los carriles de la responsabilidad, los compromisos y un desconocimiento total de las necesidades íntimas. En la agencia estábamos en un momento clave de la campaña y no les podía fallar, imposible aminorar el ritmo. Recién era martes y el domingo me pareció una isla inalcanzable.
Salir a la calle, enfrentarme a un carrusel de colores y ruidos estridentes, me resultó casi un atentado a la cordura. Llego tarde, pensé. Atolondrada, corrí esquivando a los transeúntes que ocupaban las veredas. Me afirmé con fuerza en la correa de la cartera para restablecer el equilibrio. Lo extraño era ese impacto de irrealidad, cómo me afectaban caras, manos y piernas en movimiento. Los quioscos y sus hileras de revistas, desplegadas igual que las colas de pavos reales, el desperdicio de luces aun en pleno día, los cables entrelazados en tramas oscuras encima de las cabezas: todo carecía de sentido.
Tuve la sensación de haber caído en un paisaje surrealista, desmesurado e incomprensible. Cuando subí al auto no entendí para qué servía: era una máquina absurda que esperaba algo de mí. Sin que la mente participara, mis dedos, dueños de una memoria propia, pusieron el motor en marcha y se apoyaron en el volante.
Esa noche en lugar de uno, tomé dos somníferos. La alarma del despertador penetró a través de capas algodonosas y siguió con su obstinado canto de cigarra. Extendí la mano y el insecto calló. El silencio fue una invitación para que abriera los ojos. El techo blanco y liso me dio tranquilidad. Giré los ojos y el aplique de metal y vidrio facetado era un intruso que invadía la limpidez de la superficie. Lo miré fijamente y sus contornos comenzaron a esfumarse hasta que sólo fue un óvalo sin color ni  volumen.
La ducha lavó esa sensación de extrañamiento o de fuga. Bebí un café fuerte. Pensé que por momentos desconocía la realidad, como si proviniera de otro mundo. La cocina agobiaba con tantos frasquitos, tarros, artefactos y al living lo vi sobrecargado de formas.
El lanzamiento del nuevo producto no me dejó muchos resquicios. A veces volvía el peso en los ojos y entonces una taza de café, otro cigarrillo, aspirinas y adelante con los llamados telefónicos, los conciliábulos con el equipo, la revisión de las pruebas fotográficas.
Durante una reunión, repentinamente, las caras asumieron el aspecto de lunas cubiertas por una topografía irregular. Casi no tuve que concentrarme para transformarlas en esferas tersas, desembarazarlas de cuellos y solapas, convertir los hombros en una línea recta, limpia y categórica. Percibí la belleza de lo simple, depurada del caos. Fue sedante ver cómo esos cuerpos se volvían geometría pura.
De regreso a casa pensé que debía ejercitarme en esa aptitud de síntesis, un método eficaz para vaciar la acumulación de tanta basura inútil. Salí del baño envuelta en la toalla y me paré delante del espejo. No estaba mal ensayar conmigo misma. La toalla se deslizó por mis caderas. Mi cuerpo solía incomodarme: redondeado en ciertas partes y con demasiadas aristas en otras. Pensar mi cabeza como una figura oblonga fue sencillo. El tórax, en cambio, requirió de un esfuerzo hasta que el espejo reflejó el estricto dibujo de un pentágono.
El timbre de la puerta me sobresaltó y en el espejo se hicieron trizas líneas y planos y mi cuerpo desnudo tembló con un pudor inexplicable. Me cubrí con una bata y miré el reloj: Omar, lo había olvidado. En la cena las fugas se reiteraron, la voz de Omar ingresaba desde áreas remotas y solo era un eco de lo real.
Decidí probar con la mesa, la despejé de la proliferación de vajilla, velas y flores. Me quedé con la blancura incorrupta del mantel. Más tarde, en la cama, con la boca de Omar trazando caminos por mi piel, tuve el ansia impostergable de descansar. Levanté la cabeza y lo miré. Siempre me había gustado el cuerpo firme de Omar, pero ahora esa masa de músculos, las venas ramificándose bajo su palidez invernal, me abrumaban. Poco a poco él se redujo a una armoniosa combinación de poliedros, que me rozaban con sus facetas, sin obligación de palabras y deseos, goces y exteriorizaciones.
Ante mi silencio Omar se marchó, con los ojos ofuscados. Recorrí los cuartos para despojarlos y ceñirlos a sus formas esenciales. Del living eliminé lo superfluo y se convirtió en una estructura serena y clara. El dormitorio, un cubo ya libre de significados perturbadores, era el sitio ideal para lo que quería hacer.
Me acosté, los ojos fijos en el techo y casi sin proponérmelo  dejé de oír las notas de un saxo lejano que, persistentes, se entrometían por la ventana. De mí misma veía, por encima del arco de mis pechos, los dedos de los pies. Los esquematicé en breves segmentos. Representar al mundo en una composición geométrica, en la que ni siquiera estuviese incluido el color, era reconfortante.
Comprendí que debía llevar la síntesis hasta sus últimas consecuencias, borrando las curvas, que entrañaban movimiento, acción. Focalicé los ojos en el ángulo formado por el plano del cielorraso y el de la pared. La esencialidad que estas líneas proponían era todo lo que mi mente podía asimilar. No necesitaba nada más.

©  Mirella S.   — 2011 —                                                                                              

Foto de Kesler Tran






martes, 3 de marzo de 2015

El retrato del abuelo (II)



Lo del retrato fue mi secreto; los adultos tenían sus propias preocupaciones. A papá cuando se le metía en la cabeza que un lugar no le iba a ofrecer ni fortuna ni fama, se ponía a buscar otro, siempre a la pesca de algún pez gordo que le diera una mano. Y mamá lo acompañaba con la candidez de su optimismo.
La abuela Bianca, tan remota y majestuosa, pasaba buena parte del día controlando a Giovanna, la sirvienta. Lo poco que supe del abuelo me lo dijo ella, que cuando la abuela no la vigilaba, era muy conversadora. Me contó que el señor Enzo había muerto por la época en que yo nací. Un hombre tan vital, fue un verdadero desperdicio que muriera a los cincuenta años, decía Giovanna. Se había enfermado durante un viaje de negocios al extranjero, ella no sabía si a Libia o a Argelia. No se explicaba que lo sepultaran allá ni por qué la señora no hizo traer sus restos a Roma, en vez de dejarlo en esas tierras bárbaras, en medio de los beduinos.
Bianca nos alojó un año. Después viajamos de una ciudad a otra, paréntesis fugaces en la carrera insensata de mi padre. Nunca regresé a Roma ni volví a ver a la abuela. Crecí a los apurones, siempre lista para hacer y deshacer valijas, subir y bajar de trenes. Por mi parte hice todo lo posible para cumplir la promesa. En la casa de Via Cavour la obediencia significaba continuas inmolaciones para apaciguar al ángel de los ojos de fuego. El retrato del abuelo se fue diluyendo en mi memoria y me dejó una constante sensación de vergüenza, una docilidad obtenida trabajosamente.
A papá Italia le quedó chica y cuando cumplí los catorce años, desembarcamos en Buenos Aires. Él tenía un primo que había emigrado después de la guerra y que resultó ser dueño de una tienda en el barrio de Floresta. Ya no íbamos de ciudad en ciudad, pero nos mudábamos de una pensión a otra. Mamá hacía trabajos de bordado y yo entré de aprendiza en un taller de costura. El futuro de prestigio al que aspiraba papá se esfumó definitivamente cuando no tuvo otra opción que trabajar en el negocio del primo. Papá murió derrotado por el estrecho horizonte de las estanterías de la tienda.       
Por aquellos años el deseo más fuerte era el de establecerme en un lugar definitivo, vivir en el mismo barrio y que sus calles se me hicieran familiares, al punto de saber de memoria las baldosas flojas de mi cuadra o el dibujo de la corteza de los árboles. Al tiempo de la muerte de papá, con mi sueldo y el de mamá, alquilamos esta casita. La habitaba sin ningún sentimiento de pertenencia, era algo que nunca había experimentado.
Creo que lo más difícil fue no poder enamorarme. Los hombres, desalentados, terminaron pasando de largo y cuando logré que nadie reparara en mí, supe que ya había pocas cosas a las que renunciar.
Envejecí sin darme cuenta, acunada por las canciones de mamá, con su voz que se iba haciendo más tenue y en las que recobraba un residuo del sol mediterráneo.

En el silencio de su dormitorio miré los muebles modestos, las cortinas tejidas al crochet. Abrí los cajones de la cómoda, encontré ramitos de lavanda entre los pañuelos de lino y las sábanas bordadas, ya amarillentas, y en un rincón un montoncito de cartas, sujetas con un elástico. Eran de la abuela Bianca. Las primeras tenían la fecha del año en el que yo nací, cuando murió el abuelo Enzo.
Las manos me temblaban al guardarlas en los sobres. Al cabo de cincuenta años me enteraba, finalmente, de la verdadera historia: el abuelo no había muerto en la tierra de los beduinos. La abuela había escrito a mamá: Tu padre acaba de escaparse a Niza con una putita de dieciocho años, llevándose todo el dinero que pudo juntar y las joyas de la familia… 
Se había ido hacia un futuro más estimulante y aventurero. Así decía en su esquela de despedida.

©  Mirella S.   — 2010 —



1.  Foto de Saleru 
2. Foto de Alexander Sennikov




lunes, 2 de marzo de 2015

El retrato del abuelo (I)




Después de la muerte de mamá, volví a pensar en el abuelo Enzo. Aunque no lo conocí, siempre lo tuve presente como un virus maligno que hubiera infectado cada una de mis células. Pasó casi medio siglo desde que dejamos la casa de Via Cavour, en Roma, y su recuerdo sigue oprimiéndome. Porque junto al recuerdo del abuelo, está la promesa que arruinó mi vida.
Quizás, sin saberlo, hoy entré en el dormitorio de mamá para cerrar el largo capítulo que empezara cuando nos trasladamos a Roma. El cuarto me pareció mudo, vacío de las viejas canciones italianas que ella cantaba con esa voz sorprendente, como un sol inesperado. Me senté a los pies de la cama, miré la cómoda, el camino de macramé cubierto por las fotos que nos habíamos sacamos en Italia. Las miré como si las descubriera en ese momento. En cada una reconocía un recorte de mi historia que, inevitablemente, me empujaba a la casa de Via  Cavour y a la cara del abuelo Enzo.

Tenía cinco años cuando vi su retrato por primera vez. Mi padre acababa de pasar por otro de sus descalabros económicos; de Milán nos fuimos a Roma, a vivir un tiempo con Bianca, mi abuela materna, hasta que él encontrara un empleo acorde a sus ambiciones.
Llegamos a Via Cavour al atardecer. De la casa me quedó la imagen de cómo la vi entonces: una especie de fortaleza fantasmal, emergiendo en la bruma de la llovizna.
La abuela Bianca era más alta que papá, erguida y enérgica. Me dio un beso fugaz, tomó mi mano y con un paso que apenas podía seguir con mi trotecito, recorrimos salas en penumbra. Terminamos en un pasillo interior, de un rojo sombrío, las paredes tapadas con retratos de hombres y mujeres, tan inexpresivos y borrosos, que parecían copias de una única cara. Él era distinto, emanaba algo que me resultó amenazador.
La abuela abrió una puerta que estaba enfrente de ese retrato. Dijo que sería mi habitación y se inclinó para sacarme el abrigo. Era linda la abuela Bianca, con su cabeza de reina y también con ese gesto de águila. Intuí que allí tampoco iba a ser feliz. La casa no me gustaba y mi dormitorio era triste, oscurecido por cortinas gruesas y con un empapelado, que repetía hasta el infinito, la misma naturaleza muerta. Si creí que por lo menos tendría un hogar estable, una abuela, me equivoqué: Bianca no era el tipo de abuelita que cuenta a los nietos historias de duendes y princesas y les cocina tortas de chocolate.
Cuando salimos al pasillo me paré de golpe y me escondí detrás de ella, que me tironeó de un rulo para que siguiéramos, la cena se enfriaba. Aferrada a su pollera, levanté el índice, señalé el retrato y pregunté quién era. Contestó: tu abuelo Enzo, el papá de tu mamá. Le pregunté dónde estaba. Con los ojos vueltos hacia la lejanía del techo, dijo: se murió. Tras una pausa agregó: ahora está en el cielo. Recuerdo que su voz había cambiado.
Generalmente nos quedábamos poco tiempo en cada ciudad y me dolía partir, nunca podía afincarme en un sitio, hacer amigas. Desde el momento en que llegamos a la casa de Via Cavour, anhelé que nos fuéramos pronto.
Lo más temible era el retrato. Cada vez que abría la puerta de mi cuarto, me esperaba, vertiendo sobre mí una mirada acusadora. Por más que inventase juegos para distraerme, era inútil. Mamá me había enseñado un villancico y yo lo cantaba a todo pulmón al entrar o salir de mi dormitorio para olvidarme de su presencia, pero a último minuto, magnetizada, desviaba los ojos hacia el retrato. Era igual que si unos dedos de hielo se enroscaran en mi nuca.
Caminar por ese pasillo me producía terror. Los apliques en la pared irradiaban una luz agonizante, sin embargo, la cara del abuelo parecía resaltar más en esa penumbra. La foto era grande, en tonos sepia, dentro de un marco oval de madera. El abuelo tenía el pelo espeso, el ceño fruncido y bajo el trazo categórico de las cejas, asomaba su mirada oblicua. La boca, semioculta por unos bigotazos, parecía formular severas amonestaciones. Después de hacer alguna travesura, corría a espiar la cara del abuelo y me sometía a la crueldad de sus ojos.
Una noche que no podía dormir entré sin golpear en la habitación de mis padres. Vi el ritmo de sus cuerpos agitarse bajo las sábanas y escuché sus respiraciones aceleradas. El corazón me palpitaba con tanta fuerza que me apreté el pecho con las manos para que no retumbara. Escapé y busqué el rincón más oculto para esconderme. Creí que los ojos del abuelo me perseguían por toda la casa. Me metí en el hueco que había entre un armario y la pared y lloré como nunca más lo haría. Le pedí perdón al abuelo, una y otra vez; determiné que yo era un bicho miserable, que no merecía ser amada.
Estuve mucho tiempo en ese escondite, hasta que las lágrimas se enfriaron y quedé con las mejillas saladas y tirantes. Crucé habitaciones tenebrosas sin saber por dónde iba, hasta que me topé con el pasillo de los retratos. Antes de refugiarme en el dormitorio, me di vuelta y miré al abuelo Enzo para recibir el castigo. En un desesperado intento por borrar mi falta, le hice la promesa. Prometí ser tan buena como santa Teresita del Niño Jesús, que conocía por las lecturas de mamá. Él iba a sentirse orgulloso de mí y terminaría mirándome con un poco de afecto. Pero sus ojos no cambiaron, su presencia fue la de un ángel de la guarda de alas oscuras, que me recordaba lo imperfecta que era.

 ©  Mirella S.   — 2010 —