Me
levanto y espero. Me siento y duermo. Voy a la cama y es el insomnio. Un tiempo
orbicular de acciones, la mayoría absurdas, automáticas.
Por las mañanas me doy
cuerda y duro todo el día. A la noche —los ojos abiertos a fantasmas— me
percibo con una dosis vivificante de locura.
Hay que ser un poco
loco y querer captar lo que está más allá de la mímica cotidiana, aquello que
no se ve y apenas se intuye. Poder desligarse de lo trivial y establecer el
nexo con ese espacio interno con sus propias regulaciones, muchas veces a
contramano de la zona de confort.
Soy de andar por
carriles raros. O diferentes. Lo escuché desde la infancia: tu sei
strana, decían en
casa. Yo me escondía en el rinconcito de los sapos y de las lagartijas que se entibiaban
en las piedras y les construía nidos a los pájaros en las ramas del limonero para
que me visitaran.
En ese entonces tenía
un lugar real. Entre la hierba y los canteros aprendí de la vida y la muerte.
La vida se abría tímida y la muerte me golpeaba en las alas tiesas de un
gorrión o en el gatito de pocos días, ciego, helado.
Cuando ese jardín dejó
de existir, diseñé uno exclusivamente mío, donde me instalo las veces que lo
necesito. No siempre está verde; como en el de Marosa*, también crecen las
mandrágoras. En las épocas luminosas planto margaritas: su ojo de sol y sus
dedos de luna, en su simpleza, me conectan con la majestuosidad de la creación.
Allí olvido darle
cuerda a mi reloj anacrónico, olvido los dramas de aquellos que me golpean la puerta
como si fuera el Oráculo. Mis respuestas se han vuelto inútiles, huecas. Nadie
quiere oír el verbo cambiar. Hay
días que yo tampoco y cada acto pierde significado.
Me siento y ya no
espero. Descanso de un cansancio que llevo como polvo en los huesos. Rememoro lo
que perdí y gané. No suelo hacer balances, darían en rojo. Miro las flores que
se marchitaron, digo: levantate, estás viva, tenés un huerto que
cultivar.
© Mirella S. — 2015 —
*Marosa di Giorgio, poeta uruguaya
(1932-2004)