jueves, 27 de noviembre de 2014

Lejano



Hablabas con palabras que ardían,
son rescoldos en mi nostalgia.
Tus manos de arena desintegraban gestos
si trascendían la piel.

Bajo la aspereza
inventé posibilidades de acercarme
sólo hallé una rosa congelada
que no supe derretir.

Tus deseos eran pulsiones viscerales,
buscando equívocos
para mitigar el hastío.

Antes de que te fueras, ya te esperaba
—inútilmente—
De mi boca en la tuya no quedaron rastros,
extintos por sabores nuevos.

Agotamos las noches
y la luna iluminó
nuestros pasos bifurcados.

©  Mirella S.   — 2014 —

Acrílico de Gina Higgins

Hay cambios en la organización: 
para los que no pueden ver el video o prefieren leer el poema sin música,
primero va el poema y después el video...


domingo, 23 de noviembre de 2014

Corpus



Alguien dice: el fuego hace sudar al que lo cuida. Por una asociación que aún no descifro, imagino la escena de una fogata en la playa y el lomo reluciente de un caballo de ébano que se confunde con la noche.

Pienso en el fuego, pienso en caballos y en mi cuerpo, aterido, débil. ¿No supe cuidar el fuego? Permití que se apagara o fue tan intenso que arrebató mi carne y solo dejó un esqueleto combusto, cubierto por lonjas de piel, como desgarrones de un vestido viejo.

Los músculos y los huesos duelen, siempre me duelen, hablan por lo que callo. No saben de palabras, se expresan en los latidos irregulares, acelerados; en los espasmos; en las diminutas contracciones repentinas. Gritan en las punzadas que me hacen apretar los dientes o los puños para no mostrar cobardía.

Pienso en el cuerpo y pienso en caballos salvajes que galopan en el ocaso. Las crines son cimitarras tajeando el carmín del aire. Las colas azotan las ancas, redondas, vibrantes, como si ellos mismos se fustigaran para correr más rápido y ganarle al sol, antes de que su lámpara roja se oculte en el horizonte. 

Los belfos les trepidan y veo sus siluetas contra la luna de cera, que emerge dúctil, morosa, en oposición al sol. El cuerpo es hostia profana o pan desacralizado y preferí remontarme con los pájaros almáticos.

Me doy cuenta de que se ha callado, no duele, como si no existiera. ¿Será así la muerte, un analgésico eterno?

Mis párpados se cierran, la fogata se extingue, los caballos se apartan del agua que les absorbe su vigor. El sueño llega.


©  Mirella S.   — 2014 —






lunes, 17 de noviembre de 2014

Pasos




El que vive en el departamento de arriba es adicto a las caminatas. El golpeteo de sus tacos repercute en mi monoambiente. Cada paso es como un gong que vibra en el aire o como si Robocop se paseara sobre mi cabeza.
No tengo escapatoria, soy un tipo metódico, trabajo en casa, salgo sólo a estirar las piernas o para las compras. Me mudé a este edificio hace poco, por algo el alquiler es tan barato. A la semana empezaron las idas y venidas y un polvillo leve cayó del cielorraso. Me preocupé cuando las marchas y contramarchas se extendieron hasta tarde y después durante la noche.
Mientras trabajo estoy con los auriculares puestos, escucho melodías suaves, que no me desconcentran. Pero llegó un momento en que tuve que subir el volumen, esos pasos parecían producirse en el interior de mi cráneo tapando la música.
Una noche me levanté y fui a tocarle el timbre. Nadie abrió y los paseos continuaron.
No tenemos portería ni encargado, hay una mujer que limpia los paliers y el hall de entrada dos veces por semana. Me dijo que nunca había visto al del 4º B.
El edificio da la impresión de estar deshabitado. Cuando salgo no me cruzo con ningún vecino y visto desde la acera de enfrente, las ventanas tienen las persianas siempre bajas. Conjeturo que como son departamentos de un ambiente no viven familias; debe vivir gente sola, que trabaja todo el día y vuelve recién por la noche. Menos yo y el de arriba.
Hablé con la inmobiliaria, que también es la que administra. El empleado me informó que el tipo envía puntualmente los cheques del alquiler y de las expensas. Se mudó hace años, dijo, ya no lo recuerda y sólo dejó un número de teléfono para emergencias.
En cuanto llegué a casa marqué el número, escuché los pasos y al mismo tiempo los timbrazos que progresaban en un vacío casi aterrador. Lo dejé sonar cinco minutos. La respuesta fueron los pasos ahuecándome el cerebro.
En ese momento hice mi declaración de guerra. Llamados, puñetazos en la puerta, le deslizaba papeles con las palabras más soeces que conozco, amenazas inverosímiles. Me fue venciendo la frustración y descuidé mis actividades. Estaba pendiente de los pasos, apenas dormía y cuando iba un rato a sentarme en el banco de una plaza, en medio de mi modorra, elaboraba estrategias para librarme del caminante. Imaginaba que cada una de sus pisadas se alargaba, en una procesión maléfica, hacia el camino del averno.

La solución la encontró la inmobiliaria. Me llamaron para ofrecerme un departamento, que se acababa de desocupar en el 6º piso del mismo edificio. Aunque era más caro, acepté. Con el espíritu alivianado guardé en cajas mis escasas pertenencias. En esos días, tal vez por la euforia de irme, los pasos parecían haber menguado su potencia.
Me sentí afortunado con la mudanza, el ambiente era más amplio, daba a un lateral luminoso, donde también quedaría a resguardo de los ruidos de la calle.
Después del traslado hubo un período de serenidad, incluso estaba a gusto conmigo mismo. Tardé más de lo necesario en acomodar los pocos muebles. Consulté un libro de Feng Shui, corrí el sofá cama y el escritorio numerosas veces, quería encontrar el ángulo óptimo, la luz y la orientación acertada.
Espacié mis idas al supermercado, terminé por hacer el pedido por teléfono. Tampoco volví a salir a caminar, hacía footing dentro del ambiente espacioso, casi monástico. Entre esas cuatro paredes estaba todo lo que podía desear. Desde la ventana seguía el cambio de las horas, del clima. Veía alas de nubes que navegaban por el cielo como velas pálidas, o la noche rota por la luna.
La paz terminó cuando empezaron los timbrazos y la estridencia del teléfono, hasta que lo desconecté. Más tarde vinieron los insultos, escritos con letras de imprenta y rodeados de puntos de exclamación, que me pasaban por debajo de la puerta.

©  Mirella S.   — 2014 —
Imagen sacada de la Web




lunes, 10 de noviembre de 2014

Video: Un modo de mí


Va otro video que hice con un texto viejo 
que se llamaba "Collar de lágrimas", pero por un problema en Youtube, 
lo tuve que subir con otro título.




miércoles, 5 de noviembre de 2014

Ojos de serpiente (II)




El tren pasa de largo en la estación siguiente. Poco después entra el guarda y pide los tickets. Hay movimientos rápidos y el ruido de suelas que raspan el piso. La mujer del suéter malva, apenas despabilada, busca en una cartera enorme, murmura algo y sacude la cabeza. Se oye el crujir del diario al ser doblado.
Él se incorpora y mete la mano en el bolsillo del jeans. El guarda toma los tickets, frunce el ceño, los examina y los marca con un clic enérgico. Se marcha.
Todos nos reacomodamos, cada uno vuelve a instalarse en su propia espera. El viejo abandona el diario sobre una ménsula debajo de la ventanilla. La del suéter malva bosteza y baja los párpados. La imito. En medio de la oscuridad y la oscilación tengo un atisbo de vértigo o de pánico. Abro los ojos y me encuentro con los de él, taladrándome. Reviso en la guía cuántas estaciones faltan para llegar. Me hago un masaje en la nuca y roto el cuello. Él ha metido los pulgares dentro del cinturón. Aunque sigue con las piernas abiertas recogió los pies, cautelosamente adelanto los míos.
En varias oportunidades giro los ojos en un paneo espasmódico.  Siempre me cruzo con los suyos y noto de que nunca parpadea; las pupilas son unas rayitas verticales que dan a su mirada una fijeza hechizante.
Pasan algunas estaciones, la atmósfera dentro del compartimiento parece haberse estancado, hasta que —casi en simultáneo— el viejo y la mujer de la izquierda, inician sus preparativos. Ella se pone el saco, carga un maletín y sale al pasillo antes de que lleguemos a la estación. El viejo recién se levanta cuando el tren se detiene. Espío a la mujer del suéter malva: su sueño es más profundo y exhala el aire con fuerza.
El pasillo exterior ha quedado vacío. Tengo una especie de ahogo. Él continúa escrutándome y se acentuó el gesto de la boca, o esa es mi impresión. Pienso en salir al pasillo, pero no me muevo. Mi garganta está seca, revuelvo dentro del morral para ver si encuentro alguna pastilla.
De soslayo veo una maniobra brusca: él apoya el tobillo de una pierna sobre la rodilla de la otra, formando una irreverente figura geométrica. Intento sostener su mirada, aunque no lo logro por mucho tiempo. Mis ojos revolotean como polillas en la búsqueda de un escape y siempre tropiezan con los suyos.
Trato de imaginar qué haré cuando llegue: buscar un taxi, ir al hotel en lo alto de la colina, puede ser que haya tiempo para una  recorrida por el centro histórico antes de que oscurezca. Porque el sol ha emprendido un descenso vertiginoso y la luz se consume en rojos fulgurantes. También el panorama adquiere un aire dramático. El valle quedó atrás y ahora transitamos por declives abruptos.
Alguien corre por el pasillo; me faltan dos estaciones. Podría ir al baño, quedarme en la plataforma y volver a buscar la valija antes de bajar. Guardo la guía y con el pañuelo seco mis palmas húmedas.
Él inicia una especie de tamborileo rítmico sobre su rodilla. Los golpecitos en la tela cruda restallan dentro del compartimiento. La sonrisa emana algo triunfal y le descubre los dientes. La mujer que duerme, con el mentón sobre el pecho, resopla mansamente. La percusión se acelera, se amplifica y cubre los ronquidos de la mujer y el balanceo del vagón. Comprendo que son mis propios latidos que retumban en mi cabeza y que sus dedos no hacen otra cosa que marcar el compás.
El pasillo está desierto, igual que la penúltima estación, cautelosa en el crepúsculo anticipado. El anuncio del tren al ponerse en marcha, suena como el grito doliente de un pájaro solitario. Rápidas, se alejan unas casas con muros de piedra y volvemos a bordear colinas color lavanda. Su cara es un imán: la fascinación se antepone al miedo. Cuando me abandono a esa mirada, los cuadritos, la mujer, los asientos de pana, se vuelven irreales. Sólo permanecen la sonrisa —o la burla—  y los ojos incesantes.
El tren aminora la velocidad. Estoy llegando a mi destino, las luces de la sala de espera pronostican un refugio seguro. Lo mejor será levantarme bruscamente, de un tirón bajar la valija del portaequipajes, con un salto superar su pierna extendida. Sin demoras alcanzar la plataforma y bajar al aire frío del andén, tan frío que duele inhalarlo.
La luz de los faroles contribuye a aumentar la atmósfera melancólica que envuelve a las pequeñas estaciones. Un clamor comunica la partida. En el andén un hombre con el uniforme gris de los empleados del ferrocarril, levanta un brazo en señal de autorización. Los vagones empiezan a moverse como un gordo gusano reumático. Las luces se convierten en una sucesión de manchas brillantes, cada vez más lejanas. El tren toma velocidad. 
Aparto los ojos de la ventanilla y me reencuentro con el diario mal doblado, las madonas renacentistas, el sueño cómplice de la mujer del suéter malva, los ojos de serpiente, las botas pespunteadas que avanzan, rodeando mis pies en un cerco infranqueable.



©  Mirella S.  —2011—


Imágenes sacadas de la Web



lunes, 3 de noviembre de 2014

Ojos de serpiente (I)




Entra cuando el tren empieza a rodar entre silbatos y vaivenes. Se instala en el asiento frente al mío. Acabamos de partir de la Stazione Termini de Roma. Es un compartimiento para seis personas, los otros pasajeros son dos mujeres y un hombre mayor. Estoy sentada entre una de las mujeres y el viejo, ubicado junto a la ventanilla.
Él deja una mochila andrajosa en el portaequipajes. El espacio que nos separa es angosto; cuando se sienta y extiende las piernas largas y flacas, sus pies chocan con los míos. No se disculpa,  mecánicamente recojo mis pies. Mientras maniobro para sacar la guía del morral, veo que calza unas botas negras, con pespuntes y puntera de metal.
El tren sale de la estación y aumenta la velocidad. El hombre viejo se pone los lentes y con gestos torpes trata de desdoblar un diario. Una de las mujeres, la que está enfrente del viejo, cierra los ojos y reclina la cabeza en el respaldo de pana azul.
Abro la guía y busco en la ‘P’. Estudio el plano de la región, con las zonas sombreadas que indican las colinas. Leo unos párrafos sobre la parte histórica. En la mitad de una frase, como si escuchara un llamado, levanto la cabeza. Él está mirándome. Debe tener unos treinta años, facciones angulosas, sus mejillas son un despliegue de cráteres y montículos. El pelo, de un rubio nórdico, le cae detrás de las orejas en mechones lacios.
La primera impresión que transmiten sus ojos es de vacío, igual que los de una esfinge o los de un ciego. Después percibo en ellos una luz incierta, como la que se refleja en el fondo de un pozo. Con una sensación de malestar desvío la vista hacia la ventanilla: un paisaje rutilante y escarpado aparece y desaparece detrás de los vidrios.
El viejo a mi derecha tose y produce unos sonidos con la nariz. La mujer a mi izquierda cruza las piernas; admiro sus zapatos de piel de lagarto. Se inclina hacia adelante y una cascada de ondas caoba le oculta el perfil. Vuelvo nuevamente la cabeza hacia la ventanilla, ahora sobre la ladera pedregosa pastan unas cabras.
Antes de retomar la lectura, compruebo que el desconocido sigue observándome. El viejo hace crujir el diario al sacudirlo. Leo un algo sobre el período etrusco. No me concentro. Controlo la hora: tengo todavía unos cincuenta minutos de viaje. Coloco el boleto a modo de señalador y cierro el libro. Las botas asoman dentro de mi campo visual. Él se ha despatarrado en el asiento con las piernas abiertas. Los ojos son estalactitas que se clavan en los míos.
El tren emite una especie de bufido y entra en un túnel. La oscuridad dura apenas unos segundos, sin embargo me toma por sorpresa y suelto el libro, que cae cerca de su bota. Él no intenta levantarlo. Al agacharme advierto el borde deshilachado y sucio de sus jeans. Me enderezo y su mirada me produce una sensación de frío.
Se me acalambraron las piernas por la posición, las estiro un poco y trato de no rozar las botas pespunteadas. Él hace un movimiento de tenaza y acerca sus pies a los míos. Quizás deba decirle algo, pero no sé qué. Me mira, insolentemente, la cabeza hundida entre los hombros y las manos en los bolsillos de la campera. Bajo la vista y con la uña rasco una pelusa en la manga. 
El tren se detiene en una estación. La mujer a mi izquierda se mueve un poco, aunque no se levanta, la cara siempre dirigida hacia el pasillo exterior. De reojo veo que él sacó las manos de los bolsillos y las apoya sobre los muslos. En el compartimiento se oye de a ratos el crujir del diario y la respiración monocorde de la otra mujer, que se ha dormido. Es de edad mediana y usa un suéter color malva. 
De tanto en tanto compruebo que él no me quita los ojos de encima. La inexpresividad de su cara es engañosa. Un gesto, que quiere simular una sonrisa, comienza a bordearle la boca y los ojos sesgados son desconcertantes. Primero me parecieron del color del agua turbia; después le descubrí tonalidades amarillo verdosas, como las de un ofidio.  Cada vez que lo miro me debilito.
Recorro detenidamente los carteles y avisos que hay en el compartimiento. Analizo los cuadritos que cuelgan en la pared: reproducciones de piadosas madonas renacentistas. Él se mantiene en la misma posición, sólo sus manos se han desplazado por sus muslos hacia arriba.
Quisiera beber una taza de café bien fuerte, pero no atino a levantarme y permanezco con los ojos erráticos, esquivando los suyos en complejos rodeos. Ya no hace falta que lo mire, lo percibo como si me tocara.

©  Mirella S.  —2011—

La segunda y última parte sigue el próximo jueves.