martes, 27 de mayo de 2014

Con el viento en los talones





Era un sueño que iba postergando, correr a la hora en que el sol quedase semioculto por la arboleda. Siempre tenía una excusa a mano: las piernas débiles, mis bronquios dañados en la adolescencia. En mi búsqueda del atardecer perfecto, descartaba oportunidades: hoy no, porque el cielo se manifiesta poco favorable o hace frío o está neblinoso. En esos momentos me sentía un hombre menoscabado.
Una tarde salí a caminar por los bosques, y como si siguiera una orden interior no emanada por mi cerebro, ensayé un trotecito. Los árboles comenzaron a alejarse, formando un telón de troncos móviles y el verde del follaje también huyó de mí a medida que incrementaba la velocidad. Los brazos, levemente flexionados, iniciaron un balanceo. Sin mi intervención la memoria corporal adoptó posturas que recordaba de las carreras de mi infancia. El cuerpo se volvió liviano, como si fuera de papel y me fusioné en esa tarde que se dilataba en diciembre.
Al fondo, lejos, sumido en la tintura del crepúsculo, distinguí la fosforescencia del lago. Sería mi punto de llegada, mi objetivo. Quería salir de mis pensamientos, esos cazadores furtivos que me acechaban con sus trampas. Quería ser sólo músculos, tendones, nervios, sangre que pulsa en las arterias, pura respiración, órganos que se acomodan para facilitar la carrera, igual que los pasajeros de un ómnibus repleto o los feligreses de un templo en Navidad. Eso quería.
Empecé a notar la falta de entrenamiento y resurgió la antigua lesión pulmonar. Sin embargo, mientras duró el impulso, el mundo fue el sudor que humedecía la piel, fueron los pies hostigando las hierbas, las aletas de la nariz que se ensanchaban, las pestañas procurando desalentar el lagrimeo que el viento provocaba al golpearme los ojos.
Olvidé los ansiolíticos, aquello que no tenía solución o que yo no se la encontraba. De materia inerte me había transformado en carne viva al servicio de sensaciones primordiales.
Tuve que aflojar la marcha, no podía construir un cuerpo nuevo en pocos minutos.
Entonces lo vi. Corría en un sendero paralelo, era apenas una silueta que aparecía y desaparecía entre los troncos. Por observarlo casi perdí el equilibrio; él también me miró y vislumbré un brillo avaricioso en su mirada.
Los pulmones ronronearon como un acordeón asmático y las pantorrillas crecieron en rigidez. Aminoré el paso y la sombra también lo hizo. Me di un rápido masaje en los gemelos y volví a correr de un modo tambaleante. Cada tanto giraba la cabeza hacia el otro lado de los árboles.
Una segunda silueta apareció, se unió a la primera y la agrandó en una mancha inconstante. La contracción en el estómago me previno del peligro. Las sombras se separaron, una se adelantó e iniciaron un movimiento de tenaza. Quedé en el medio.
No pude llegar al lago ni cumplir mi objetivo. Bajo los golpes caí como un muñeco fracturado.
Ahora solo me resta imaginar, con los ojos viejos de recuerdos. Me hubiera gustado nacer con el viento en los talones.



©  Mirella S.   —Marzo  2014—






Fotografías  de  Phillip  Schumacher





miércoles, 21 de mayo de 2014

La otra orilla




Este texto es un retoño del cuento "Tatadiós".
Puede leerse independiente del original.


Los veranos en la casa quinta de los tíos estuvieron signados por hechos extraordinarios, algunos devastadores, como la huida silenciosa de mamá, el conocimiento de la existencia del Tatadiós y, unos años después, las presencias que acompañaron mi soledad a la hora de la siesta.
La casa era enorme, sin embargo me sofocaba, quizás por el recuerdo de ese seis de enero, que condujo mi vida por cauces impensados. Siempre creí que las casas son ataúdes de momentos muertos y protegen los secretos de quienes las habitan. Pero en la quinta los enigmas estaban en el jardín. El tío Julio, según lo había proyectado, lo fue cultivando con setos, canteros y en el fondo plantó árboles frutales. Más que un jardín era casi un parque.
Los meses de vacaciones los pasábamos allá. Papá y los abuelos venían los fines de semana, él acarreando su cara hosca y su aire distraído de no estar en ninguna parte. La tía Mechita se ocupaba de mí como si fuera una porcelana tan delicada que sus manos primitivas no debían tocar.
Los mayores se mantenían alejados, detrás de los muros de palabras triviales y las tardes se volvían tediosas. El tiempo de la siesta era algo sacrosanto, había que respetarlo, cada uno recluido en su cuarto. Yo me escapaba del mío por la ventana que daba al jardín e iba a refugiarme entre los limoneros y naranjos, en primavera blancos de flores y después dorados de fruta. Qué placer me producía respirar su aroma cítrico, refrescaba el bochorno de la siesta.
A ellas las vi el último verano que fuimos a la quinta. Tenía nueve años y durante el otoño nos mudaríamos a otra ciudad, buscando fronteras nuevas, tal vez como finalmente hizo mamá. En esa hora de fuego vi las ligeras sombras que, flexibles, volaban entre los troncos de los árboles. No pude hacer otra cosa que seguirlas, como si jugáramos a las escondidas, claro que nunca las alcancé. Parecían recortes de encaje o volutas de un humo pálido. De pronto se desvanecían bajo el verdor del follaje y dejaban una estela luminosa. No tenían formas precisas o mis ojos no estaban hechos para verlas.
Al principio eran pocas, producían unos aleteos tenues y pensé que eran las almas de las mariposas que se había comido un Tatadiós. Pero hacía años que no había visto ninguno y también las mariposas desaparecieron, por todos los insecticidas usados en las quintas.
Quise compartir el descubrimiento y le conté a la tía Mechita que las mariposas habían vuelto. Convertidas en trocitos de tules, se escondían entre los árboles para que las persiguiera. Ella me acarició la cabeza, con la punta de los dedos, como la noche de ese seis de enero cuando tuve la pesadilla con los tres Reyes vestidos de Tatadiós que venían a comerme porque yo también era una mariposa. Con su voz de colibrí me dijo que, seguramente, eran las sombras de las hojas mecidas por el viento. No le conté que las había escuchado reír ni que me llamaban por mi nombre.
Para que me creyera, un atardecer le mostré los rastros titilantes que aún perduraban en la arboleda. Mechita, entrecerrando sus ojos aindiados, dijo que eran bichitos de luz y que no debía inventar amigos imaginarios. Yo sabía perfectamente cómo eran las luciérnagas y ellas no se les parecían en nada. Venían de algún lugar secreto.
Ese verano, a la hora de la siesta, disfruté silenciosamente del espíritu de las mariposas, esas amigas inefables, que con sus danzas de luces se instalarían en una esquina de mis recuerdos. Cuando en abril cruzamos a la otra orilla, ellas tampoco me siguieron y fue entonces que dejé de esperar a mamá.




©  Mirella S. —Abril 2014—


Ilustración de Nicoletta Ceccoli