lunes, 26 de agosto de 2013

Aves de paso



Acuarela de Alessandro Andreucetti


Iba caminando por esa ciudad a la que me condujo una decisión desesperada. Caminaba buscando una calle sin hallarla, tan desorientada por dentro como por fuera.

Estaba completamente perdida y él desbordaba furia, parecía un animal rabioso, pronto a desmenuzar con sus colmillos a la vida misma. Él venía en sentido contrario, la cabeza gacha, mientras que yo miraba un cielo propio. El topetazo me aturdió, perdí el equilibrio y me habría derrumbado si su mano, como una garra, no me hubiese sostenido.

Le vi los ojos: dos pedazos de noche sin luna. Con el ceño adusto y la voz inhóspita, gruñó un disculpame. Esa sola palabra y el acento nos unieron, proveníamos del mismo mundo; resultamos ser dos extraviados que se chocan en un país lejano.

Cuando me recuperé del impacto le pregunté si podía ayudarme con la dirección que buscaba. Él seguía sosteniendo mi brazo y sólo afirmó con la cabeza. La oscuridad de sus ojos se metió en los míos.

Era para el lado opuesto, hacia donde él se dirigía. Me acompañó casi sin palabras, sus dedos presionaban mi brazo desnudo. Hacía calor y perseguíamos la sombra de los árboles.

Quería decirle que me soltara, ya no hacía falta, había recuperado el equilibrio, pero me gustaba la sensación de sostén, en esos momentos me era necesaria, como la plantita endeble que se apoya en un tutor. Solo que no soy endeble, me hice de piedra. Sin embargo, las circunstancias de aquel día me habían ablandado por el paso que iba a dar. Cerraba puertas viejas en un intento de volver a fundarme.

Hice los trámites. Cuando salí él me estaba esperando. Preguntó si iba a quedarme mucho. Le contesté que podía durante tres meses, después el destino diría.

El destino es un invento para escapar de nuestras responsabilidades, replicó con una voz fracturada. Hablaba poco, pero cuando lo hacía soltaba ese tipo de frases. No supe qué historia traía a cuestas, yo tampoco le conté la mía. De vez en cuando se le evidenciaba la ira en el tic de las mandíbulas, en los puños apretados o en las palabras que le salían como si las mordiera.

Hubo una injusticia, de esas que no se perdonan, fue lo único que pude entender.

Escapamos del calor de la calle y nos metimos en un café. Lo miré devorando su sándwich: parecía un perro atorrante —de esos que vagan por pueblos polvorientos— al que le tiraron un hueso.

No tuvimos que apelar a nuestro origen en común para acercarnos; quizás fue la sensación de naufragio, el cruce de los ojos o sus dedos nuevamente en mi brazo, pero terminamos en el cuarto de mi hotelucho. Éramos dos respiraciones anónimas, dos soledades, dos desesperaciones, cada uno afligido por un furor distinto: el mío vuelto hielo, el suyo latente en los gestos, en la voz.

En la cama, boca arriba, miramos las paletas del ventilador de techo, que apenas desplazaban el fuego de la atmósfera. El calor chorreaba por nuestros cuerpos como una medusa líquida. Su boca era dura, voraz; las manos, en cambio, no parecían pertenecerle: suaves, nostálgicas de piel.

Se quedó dormido y hurgué en su mochila. Sólo encontré ropa gastada y sucia; en los bolsillos del jean guardaba unos pocos billetes. De él me quedó un nombre ignoto en un pasaporte oscuro de sellos. Se fue al amanecer, llevándose su ropa sucia, el silencio y eso que lo arrasaba por dentro.

Al salir me saludó con la mano en alto y murmuró gracias. No esperó el ascensor, bajó por las escaleras a los saltos. Volví al infierno del cuarto y cerré la puerta. 

A veces me arriesgo y tallo un diamante nuevo.




Pintura de Vincent Giarrano




viernes, 2 de agosto de 2013

El país perdido







A la noche escribió largamente en su cuaderno de viaje. Escribió palabras que le goteaban de los ojos. Había sido un miércoles de emociones, con fantasmas de remembranzas. Un 23 de noviembre frío, como suele ser en el norte en esa época del año.
Desde el tren vio el velo blanquecino que se cernía sobre los campos, labrados con el arte de la paciencia. Al salir de la estación desembocó en un parque que en primavera debía ostentar la impudicia de sus verdes y ahora se diluía como una acuarela.
Eran las once, las callecitas estaban desiertas y buscó en la guía para orientarse. Al cabo de varios giros encontró la más ancha que, rectilínea, corría paralela a las montañas. Las transversales eran empinadas y se esfumaban en la niebla.
Se sintió cómoda en ese paisaje casi abstracto, que se insinuaba con delicadeza en el aire pálido. Todo se veía pulcro, melancólico, otoñal. Como ella.
Intuyó que había llegado y se lo confirmó la placa de la Maternidad en la esquina. La casa estaba en la misma cuadra. ¿La distinguiría? Habían pasado cuarenta años y sólo había vivido allí hasta los cinco. Se detuvo en el número 79. Los músculos del cuello se le tensaron, cerró los ojos unos segundos. Debajo del portero eléctrico vio una chapa con la inscripción Doctor Martino.
La casa, de dos pisos, exhibía una arquitectura simétrica. Observándola intentó descifrar qué sector le habrían alquilado a su padre. El estilo sugería cierta distinción, pero no combinaba con el color de la pintura, que debía ser bastante reciente. La reja y el portón de hierro habían sido olvidados y evidenciaban la corrosión del tiempo.
Nada le resultaba conocido, sin embargo, casi no podía respirar. De la Maternidad, un cálido día de principios de mayo, la habían traído hasta aquí y esas paredes, ahora de tonos escandalosos, contuvieron sus llantos y escucharon sus primeros balbuceos. 
La dueña, Ada Martino, había tenido varios hijos. ¿Quién viviría actualmente? Alguno de los hijos o nietos, quizás.
Un pasillo abierto separaba la casa del edificio contiguo. Desde allí se le presentó un ángulo diferente: un jardín descuidado, con hiedras que trepaban por las columnas de dos balconcitos y una escalera de peldaños maltrechos. En este jardín, que en su recuerdo tenía las dimensiones de una plaza, había encontrado a su gato pelirrojo, que cada tanto se escapaba y la sumía en el temor. Esa vez estaba tendido en el pasto y lo abrazó, acariciando su cuerpo color canela, del que había escapado la tibieza habitual. Quería despertarlo y volver a espejarse en sus ojos de ámbar. Entonces no lo sabía: ese había sido su primer encuentro con la muerte.
La casa de al lado era una pensión. Una mujer se asomó a la puerta y la miró. Ella le preguntó quién vivía en el número 79. El doctor Martino y su esposa —le contestó—, excelentes personas, el doctor ya cumplió los ochenta y está muy bien.
Debía ser Tonio, el hijo mayor de Ada; él había atendido a su madre durante el embarazo. Explicó quién era y de dónde venía. Su voz sonó apenas audible, como si la niebla se la hubiera absorbido. La mujer, amablemente, la acompañó hasta la puerta de los Martino para que la recibieran.
Salió una anciana de pelo blanco y expresión apacible. La dueña de la pensión la presentó y Maura exclamó ¡si es la hija del profesor! La hizo pasar a una salita en penumbras, Sentado junto a una lámpara estaba Tonio, leyendo un libro. El abrazo la hizo temblar.
Los dos viejitos hablaban simultáneamente, superponían preguntas, cómo lamentaban que el profesor y la señora Lina hubieran muerto tan jóvenes y rememoraban los años difíciles de la post guerra, evocaciones que no tenían que ver con ella.
Se sentía en un estado de irrealidad, con la impresión de estar y no estar. Y a la noche, mientras escribía, se dio cuenta de todo lo que no había preguntado y de la poca atención que pudo prestar, porque su mente se esforzaba en reconstruir imágenes, en rescatar sensaciones y compararlas con la realidad. Nada coincidía.
Maura sirvió café, después le mostraron en la planta baja las habitaciones donde se había alojado su familia, convertidas en depósitos de muebles en desuso. También fueron a una despensa sombría, en la que antes guardaban la leña; allí habían descubierto al gatito pelirrojo, que fue su juguete vivo, en una infancia sin juguetes. 
Recorrieron el jardín por el camino de lajas tapizado de hojas secas, que se quebraban con un quejido bajo sus pies. Un invierno se había acumulado la nieve en montículos esponjosos; su padre con una cuchara recogió un poco y la echó en el pocillo. Ella se había reído y cree haberle dicho que se le iba a enfriar el café. Pero esa escena ¿ocurrió en el mundo real? La mano, la cuchara, la nieve y el café ¿existieron o eran anhelos de la memoria? Esta casa es concreta, los Martino también, sólo que la dimensión de las reminiscencias está en un plano semejante al de los sueños.
La despidieron con afecto, como si hubiese sido ayer que recién nacida,  Tonio la sostuvo en sus brazos.
Afuera la tarde se cerraba con celeridad. Hasta llegar a la estación sólo se cruzó con un hombre, que la saludó con una sonrisa. En el único negocio abierto con objetos típicos del lugar, buscó algo para llevarse como suvenir. Todo era de mal gusto. En un estante encontró una pequeña clepsidra: cada grano de arena le mostraría la fuga del tiempo y de la memoria a un país inalcanzable.

Le impresionó el silencio, niebla y silencio aunados. Se sentía como alguien desintegrado, en esos momentos no se pertenecía. Cómo juntar la sombra de la niña que había amado al gato pelirrojo y había hundido sus botitas en la nieve del jardín, con esta cazadora de recuerdos perdidos, que garabateaba palabras húmedas, como hechas de bruma.

©  Mirella S.   — 2013—


Imágenes sacadas de la Web